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Un espanto en la Duaca de 1903

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Los ojos en el bosque…

Buena Vista se viste con las aguas de sus cascadas. Límpidas aguas remueven la hojarasca del misterio. Debajo de un gran árbol una esplendorosa mujer yace desnuda rodeada de velones de múltiples colores. Un brujo atiborrado de collares y anillos de gran tamaño recorre su hermoso cuerpo con bocanadas de tabaco y rociándola con aguardiente. Hizo un círculo de pólvora y la colocó dentro, no sin antes barrer el espacio con abundantes ramas que usaba insistentemente haciendo la señal de la cruz.

Después de una serie de oraciones le fue agregando flores desde los pies hasta su cabeza; una rosa de montaña fue entrelazada en sus manos. Siguió rociando licor hasta llenarla generosamente con un brebaje oscuro sacado de una bota de cuero. Encendió la pólvora con un ardiente tizón; cayó de rodillas invocando diversas genealogías de cortes africanas en idiomas desconocidos. Una suerte de oración principal lo hizo rodar ante los pies de la cascada, como si una fuerza superior hiciera su aparición desde el reino de la oscuridad. Durante algunos minutos permaneció inmóvil como recobrando fuerzas para el asalto final. Con gran entereza se puso de pie y prosiguió con su ritual. De repente se percató de que era observado y alzó a la joven para llevarla hasta un sitio en donde tuviera mayor privacidad.

Cuando el hombre terminaba de llevársela la mujer despertó y sonrió con una ternura contagiante, como enviando un mensaje indescifrable. Un gesto como indicando que no era casualidad lo del encuentro en aquel predio vegetal; que existía un más allá en su lenguaje de silencios, que apenas se comenzaba a escribir el prólogo de una historia que escapaba a la racionalidad humana. Una ráfaga de luz se asomó en sus labios carnosos; mientras se internaba en el bosque rumbo a Charco Azul. Un beso lanzado desde la lejanía hizo que la aguardara hasta que la tarde fue muriendo.

Eliecer Campuzano quedó con la imagen de una esplendorosa mujer que clavó sus ojos de sangre en su mirada.

La reaparición del fantasma…

Meses después le apareció vestida en regio anaranjado. Casi como respondiendo a un designio incomprensible; volvió a sonreír con la misma intensidad de la rara experiencia en Buena Vista. Caminaba por la plaza en una feria navideña, iba de kiosco en kiosco mirando adornos y probando dulces. Cuando se acercó, la chica desapareció entre el bullicio de la gente. Le preguntó a varios expositores y ninguno tenía la certeza de haberla atendido. Buscó serenarse y con gran pasión le dijo a un grupo de amigos: “¿Cómo es posible que no la hayan notado?”.

La mujer se paseaba por todos los espacios sin ser percibida por la gran cantidad de personas que abarrotaban el lugar. Los expositores comenzaron a creer que Eliecer Campuzano estaba loco. Aquellas visiones tenían a punto de enloquecer al hombre que la descubrió en la selva. En la medida en que buscaba alejarse del lugar, una fuerza lo arrastraba, la mujer ejercía una influencia decisiva en él.

Aquel perfume que invadía el ambiente siempre lo identificaba con las noches frías del campo, era increíble verla atravesar cada espacio sin ser notada. La mujer dejó caer sus rulos sobre una generosa espalda, su magnífico cuerpo envuelto en un vestido largo que arrastraba como cadenas. Su belleza irradiaba una serenidad de ojos profundos, como esculpidos por cinceles del más allá. Su irrupción era incomprensible para Eliecer Campuzano, mientras ella lo observaba con delectación, este tomaba un crucifijo como buscando un cerrojo en la fe que lo ocultase de las pesadillas. 

La Duaca de 1903

Eliecer Campuzano recorre las calles de Duaca ocultándose del misterio que le devoró el alma desde el primer encuentro. Una mañana le sucede algo inesperado. Como empujado por el viento llegó a la plaza Bolívar. Se ubicó cerca de la estatua del Libertador. De pronto sintió que el banco donde estaba sentado se resquebrajada de manera sorprendente; poco a poco quedó devorado por un fuerza extraña.

La plaza Bolívar fue cambiando de manera asombrosa. Ahora poseía una hermosa cerca perimetral; sus pisos relucientes y asientos de mármol con abundantes plantas ornamentales de una belleza incomparable. La misteriosa mujer lo toma del brazo invitándole a disfrutar de una maravillosa retreta. Observó con el alma en vilo que todos los hombres están con sombreros de pajilla, las mujeres usan vestidos de colores pálidos llenos de grandes adornos; sus manos llevan guantes de seda. Creyó que la obsesión lo había puesto loco, y al caminar pudo  darse cuenta de que estaba en la Duaca de 1903.

Es decir que había retrocedido 108 años. ¿Cómo ocurrió?, ¿qué extraño mensaje era todo aquello? Se calmó un poco y ya con mayor dominio de lo que acontece va precisando algunas cosas. Las calles que bordean la calzada están llenas de carruajes, la gente saluda con naturalidad y decencia. Trata de entablar conversación y nadie lo ve.

La gente baila con el acorde de los violines, las copas de los frondosos árboles dejan caer algunas hojas; aquel espacio del pueblo parece la edición en moldes de oro de la felicidad. Unos ríen, otros cantan; mientras algo se mueve con mucha fuerza en el bolsillo derecho de su traje de gala. Un diseño exclusivo importado por la casa Bortone, con la firma del afamado modista italiano de principios del siglo XX Antonini Di Pietro. Trata de considerar qué significan tantos enigmas, mete la mano en el bolsillo y su sorpresa es mayor. Es una invitación con fecha del 3 de julio de 1903. La invitación diseñada con gran estilo gótico es para la boda de Aymara Santibáñez y Pedro Guanipa. Sigue sin entender.

“¿Qué hago aquí, 83 años antes de haber nacido?”, se pregunta repetidas veces. Curioso, observa al maestro violinista de la plaza; quien no es otro que su bisabuelo Encarnación Campuzano, a quien trata de saludar, pero una bruma lo envuelve en olor de duraznos. Su mente es pura confusión: embelesado sigue a la enigmática dama por los escalones que conducen al templo.

Los novios de la muerte

La iglesia tiene una decoración maravillosa. Desde la entrada principal hasta el atrio no existe espacio para más flores. Está ornamentada con las alas del paraíso. La música clásica recuerda las piezas alemanas. La sonata Claro de luna de Beethoven inicia el concierto nupcial. Dos hermosas palomas blancas revolotean graciosamente posándose justo al lado de Eliecer. Dan vueltas sobre el púlpito haciendo círculos; una de ellas extendiendo sus alas le hace prestarle atención al acontecimiento.

Una hermosa mujer de impredecibles ojos negros camina por la nave central. Viene vestida con un elegante traje de novia de color durazno. Los encajes tiene el signo de la candidez; las manos cubiertas de guantes de seda blanco con un bouquet de rosas blancas, en donde destaca un par de orquídeas gigantes. El novio viste con un traje gris con una par de yuntas con la palabra muerte. Una joven desgarbada y huesuda acompaña el ritmo de la orquesta.

Se coloca justo al frente de los novios. Un piano de cola desgarra las primeras notas del “Ave María” de Schubert. Es una concertista extraordinaria que hace  que el piano se rinda ante sus dedos maravillosos. La nave central de la iglesia se transforma en un gran salón  del arte mismo. Aquella solemnidad hace pensar que son parte de un coro celestial. Sutiles voces que se escuchan por todos lados sin que se puedan ver los rostros. De repente, todo se hace silencio.

Más que un matrimonio parece un velatorio. Un sopor  indescriptible hiela sus venas. La mujer que contrae nupcias es la misma que vio en Buena Vista hace algunos meses, la desesperación aumenta cuando se percata que quien contrae nupcias es él. De pronto su bisabuelo se sienta a su lado sin notar su presencia. El instante tiene el lucimiento inconfundible de la liturgia antigua. Todo el mundo se encuentra pendiente de los oficios religiosos que hará el sacerdote del pueblo el párroco Virgilio Díaz.

El prelado inicia la ceremonia entonando cantos gregorianos. Todo es felicidad, los rostros gozosos de los presentes testimonian el inmenso cariño por los enamorados. La voz del religioso vibra en el altar mayor. Pedro Guanipa toma la mano de su bella consorte  y una lluvia de pétalos azules cae sobre los cuerpos; el anillo matrimonial brilla como ninguno. La pasión del amor lo arrebata todo. En el momento que el cura está bendiciendo la unión, un hombre moreno vestido de negro saca un filoso cuchillo y se abalanza  sobre los novios. Los gritos no se hacen esperar; la bella pareja queda petrificada frente al altar mayor.

Todos corren desesperados buscando las puertas de salida. El asesino exhibe el arma con alegría suprema. Un olor a sangre y duraznos campea en toda la iglesia. De los ojos de la virgen brotan copiosas lágrimas que apagan los candelabros de oro macizo. Salen de la iglesia y todo desaparece en cuestión de segundos. Cuando Eliecer Campuzano comenzaba a despertar de la espeluznante visión. La hermosa doncella se presenta ante él ofreciéndole  un delicioso néctar de durazno y las yuntas ensangrentadas con la palabra muerte.

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