El apartamento de Helena Ibarra se alza a las faldas de El Ávila como un árbol de cemento desde cuya cima se ve, casi, la ciudad entera. Pero sin llegar a ser suficiente, abrir las puertas de su hogar es echarle un vistazo a un santuario en perfecta conjunción con la naturaleza y el arte. Aunque más con la gastronomía. Algo que, aun sin querer, la define por completo a pesar de haber pertenecido a su padre, el fallecido escritor y diplomático Vicente Ibarra, miembro de una familia de prosapia colonial en Venezuela.
Aquella tarde, un caleidoscopio de formas, donde reinan el rojo y el amarillo, pero también las suculentas, la artesanía y la tradición de las tribus indígenas venezolanas de las que tanto escribió su madre Carmen Helena Pares en sus incontables investigaciones, eran parte del paisaje de una Helena Ibarra que vive, según sus propias palabras, en un set de película. Uno que siempre quiso ver.
La reconocida chef caraqueña se mueve despacio, pero con carácter. Como reconociendo caminos, reviviendo momentos, respirando anécdotas que está lista para contar. Apacible y de aires distinguidos, extiende la invitación hacia ‘su hogar dentro del hogar’: la biblioteca, repleta de pies a cabeza de libros, casi todos con foco en la cocina, pero también de reconocimientos y premios. Todos suyos.
Camufla muy bien, ha aprendido cómo, el temblor de sus articulaciones. Sin embargo, la atención –más que en su estremecimiento involuntario– es sencillo enfocarla en la elocuencia de sus palabras, infalibles.
Al sentarse, justo en el centro de todo, como si de una sesión de fotos para el poster de su película se tratase, se hunde cómodamente en una silla respondiendo a lo que más le gusta: quién es. Curiosamente, su mente no divaga entre las emociones y el sentimiento, va directo a lo profesional. El oficio de la cocina es entonces quien toma las riendas de la conversación.
Nació en Caracas, pero vivió buena parte de su niñez y de su adolescencia en Francia, donde fue alumna de Gérard Vié, un chef con 3 estrellas Michelin, la máxima distinción posible en la cocina mundial. Tras regresar a Venezuela –a la parchita, la batata rosada y la yuca– por decisión propia, Helena se labró un nombre que hoy en día es referencia en la gastronomía criolla.
«Siempre he sido cocinera. Ejerzo desde hace más de 40 años y, sin duda, puedo decir que soy pionera en las calidades de los productos venezolanos gracias a mi madre y mi abuela paterna, María Luisa Casanova», subraya. Y es que gracias a Ibarra existen, por ejemplo, los tequeños de queso de cabra con sirope de papelón y especies, o el tepuy de lomito con salsa yin yang de caraotas negras. Así pues, la fusión de la cocina nacional e internacional nació con ella.
Helena no, Susanita
Tratando de volver a sus raíces, cuenta que siempre se sintió como Susanita, la inseparable amiga de Mafalda con aspiraciones de ser ama de casa. Lo femenino era lo suyo, como las muñecas y las cocinas a medida. Además, su madre era muy liberal y se empeñó en llevarle la contraria. «Historiadora e investigadora, fue también doctora de Estado en Ciencias Políticas, pero yo me dediqué al criticado oficio que, en aquel tiempo, estaba previsto solo para las mujeres de servicio». No le importó. Al final, se quedó prendada al Disney que para ella representaba una clara de huevo convertida en una nube o donde la alquimia de los sabores se volvía una aventura fascinante. Inacabable.
Así pues, cree que su camino en la gastronomía comenzó con los teteros de leche que le dieron al nacer, que le encantaban tanto que aún recuerda su sabor como si fuese ayer. De ahí pasó a la bouillabaise licuada, una sopa de pescado que su progenitora consideraba debía consumirse para que hiciera estómago y aprendiera de sabores. «Decía que se debía dar ese golpe desde que uno nace», recuerda Ibarra. Ella, contrario a lo que se esperaría, no solo saboreaba, sino que gemía de gusto.
«Te puedo decir entonces que cocinar es mi ADN, lo hago sin que me lo pidan o sin tener necesidad de esforzarme. La vocación no me vino, yo vine con ella». Y así también lo es su empecinamiento, en particular, con la cocina venezolana, y aún más con sus calidades. Esa es la razón por la que acaba de lanzar la segunda parte de su galardonado libro Cocina extraordinaria.
«Nuestra tierra tiene perfumes y potencias a nivel de sabores de las que otros países escasean. Por eso, mi labor es ver en el interior de Venezuela», apunta. Muchos, agrega, podrán decir que no les gusta cómo cocina Helena Ibarra o cómo presenta sus platos.
“Lo que tú quieras, pero es imposible negar lo que yo detecto con esta lengua”
Una política de Estado
Su libro Cocina extraordinaria 2. Amazonas, la despensa inexplorada se convirtió en realidad y fue bautizado el 13 de marzo de 2023. En él, enseña cómo se come Venezuela y, en sus más de 100 páginas, el lector, el amante de la gastronomía o el cocinero profesional encontrarán las recetas de 44 platos gourmet ideados a partir de ingredientes como onoto, copoazú –su favorito–, yuvía, cola de escorpión, temblador, pijiguao y bachacos, entre otros.
El libro editado por abediciones, sello de la Universidad Católica Andrés Bello, ha obtenido varios reconocimientos. El último otorgado por Gourmand World Cookbook Awards o Premio Gourmand, galardón anual que premia los mejores libros de cocina y del vino alrededor del mundo.
«Mi libro es un pedacito de lo que se puede hacer en el país», señala y hace énfasis en la necesidad que debe existir en el gremio de publicar cosas. «Tanto los míos como los de otros autores, son puertas, ventanas y accesos al país. Faltan muchos registros, falta cultura por ser plasmada en papel y lápiz; en dibujos y fotos».
Recuerda lo especial que fue trabajar en él, a pesar de haber sido tres extenuantes años donde se encargó de todo: pruebas, medición de recetas, redacción, curaduría de fotografía y diseñar los escenarios. «Es duro, largo, complicado, desordenado y creativo», rememora. Lo hizo al poco tiempo de haber fallecido su madre. Fue casi un tributo a la persona que fue cuando trabajó con las culturas Caribe, Tupí y Guaraní.
«Sentía la necesidad de retratar todos aquellos cuentos; aquella vida que tuve cuando me disfrazaban de indiecita o me pintaba la cara con onoto, como si fuesen tatuajes aborígenes. En mi casa el tema indígena, así como la comida, era un tema libre, cotidiano y cercano».
Para Helena Ibarra, el foco de su creación estaba en recrear lo que le habían enseñado. «Cocina extraordinaria 2 fue un viaje que no hice desde Amazonas, sino desde Caracas con productos de allá, y la idea con esto es que se conozcan en la capital para que puedan mercadearse y que nuestros indios puedan recibir el sustento que se merecen por el trabajo que hacen». Piensa que es cuestión de tiempo lograrlo. «Es un problema de políticas de Estado. Debemos enseñar y ayudar a esas comunidades para que puedan hacer de sus cosechas algo exportable. Encaminar productos de calidad amazónica hacia un restaurante con 3 estrellas Michelin es mi sueño».
Por eso su libro es vanguardia pura, afirma. Junto con el Fuego pemón de Lucy Quero y Una mirada yecuana de las Morochas Ocque. «Estamos listas para seguir cambiando el mundo».
Gastronomía: la mujer y Venezuela
Alguna vez dijo de sí misma: «Estando en el oficio, me fue difícil moverme yo solita en principio, pues todavía no existía la tradición de ver a la mujer como una cocinera de verdad, nos veían como ‘cachifas». Pero los retos no la paralizan. Desafiando todo pronóstico, recuerda cómo trabajó para Oscar García Mendoza, el banquero, y para Alfredo Boulton. También hizo cenas para Alejandro Otero, Arturo Uslar Pietri, Carolina Herrera, Marisol Escobar, Gustavo Cisneros, Guy Meliet y Lorenzo Mendoza. Para el maestro Carlos Cruz-Diez creó un plato, Las persianas del mar, inspirado en el cinetismo. «Era una vieira del Japón con una joulé de pescado y juliana de vegetales. Me dijo una belleza que nunca olvido: ‘Es la primera vez que como pintura».
Ese es parte de su legado… Y sigue construyéndolo.
Se lamenta, sin embargo, de que no haya tantas mujeres que escriban sobre cocina, aunque sí hayan escrito recetarios. No hay costumbre, señala. Tanto así que hasta en los Premios Gourmand existió la categoría de Mejor chef mujer del mudo, precisamente porque no se puede competir con los hombres al ser mayoría, manifiesta. «Pero tener dos premios es prueba de que, en el género, cuando damos la batalla, lo hacemos sin chistar. Hoy tenemos una voz que no está dispuesta a quedarse callada».
Y a la de Ibarra no la silenciaron nunca porque escogió una profesión donde el decir palabra no era lo importante, sino cocinar.
“Yo no abro la boca para hablar, le abro la boca a los demás para que puedan comerse lo que hago”
Para estar entre los mejores, hablando de Venezuela como país, afirma que no lo somos porque no lo hemos permitido. «No nos gusta mucho que nos vean y eso viene desde la conquista. El choque cultural fue tan brutal, que se nos quedó por debajo de la mesa el temor de que nos van a destrozar y van a apoderarse de todo. ‘Mejor no muestres nada porque se echará a perder’, hay algo de eso», describe. Para eso, sin embargo, existe un remedio: el de las nuevas generaciones, las redes sociales y la diáspora. «Eso está elevando el nombre de Venezuela», asegura.
Una vida en cinemascope
Treinta minutos después de haber comenzado la conversación, tiempo cronometrado en su agenda pues está llena de compromisos, así como cuando fue chef ejecutiva del Palms, restaurante del hotel cinco estrellas Altamira Suites, esta cocinera amante de los sabores ácidos pero que no puede vivir sin mantequilla, que ama el olor avainillado y el color naranja, que vive en la Caraballeda de su pasado y tiene una fijación actual por Falcón y sus alrededores, que aún tiene en las papilas gustativas el sabor a tetero que le daban de niña y que de no existir Venezuela viviría en París, se define como exploradora. De todo.
Admira al mejor chef del mundo que, según ella, es el francés Pierre Gagnaire, y en el país sigue los pasos de Francisco Abenante, por sus empanadas, y la propuesta completa –»pura magia», opina– de Mr. Jac, mejor conocido como José Antonio Casanova. Se refiere a Víctor Moreno como un clásico, un grande. «Como buen comensal y buen diente, me gusta todo lo que yo no hago».
Nació con los sentidos abiertos. Ve la cocina en todas sus especificidades, en sus luces, texturas, perfumes y fibra; en su calidad, color, tamaño y sabor específico. «Son muchas las cosas e las que hay que hablar a través de la cocina y es imposible que no veas esa totalidad y esa inmensidad en pantalla grande. Por eso, es la pantalla grande de mi vida. Vivo en ella, feliz, y en la cocina quiero estar. Estoy en la película que siempre quise ver».
En 2024 quiere seguir descubriendo el Amazonas, pero dedicándose enteramente a la nutrición y las barras alimenticias de las comunidades. «Quisiera llegarle a un millón de niños, contribuir con sus alimentos y superalimentos. Darle un vuelco a la que hay, pobre y chuchera, llevándolos a una desnutrición crónica».
“Espero terminarlo. Esa es la respuesta al año que viene: vamos con todo por la salud”
¿Dónde conseguir Cocina extraordinaria 2?
En todas las librerías del país. Además, puede adquirirse directamente con la autora a través de sus redes sociales @helenaibarrapersonal
Costo: 80 dólares.
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