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El muslo de pollo y otras mentiras biológicas de la gastronomía

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Que la comida, como elemento identitario de los pueblos, es un valor cultural en alza, es algo que nadie pone en duda. Además de idiomas, historias, leyes, artes, religiones o perfiles de pensamiento, los diferentes pueblos y civilizaciones han generado diversas y sorprendentes formas de entender la gastronomía.

Como consecuencia, un lenguaje culinario extraordinariamente rico se ha ido construyendo en torno a la inmensa variabilidad de comidas existentes. La multiplicidad de términos se aplica no sólo a las especies comestibles, sino también a las vísceras y músculos que entran a formar parte de los infinitos platos y recetas que inundan las secciones gastronómicas de las librerías y que son parte fundamental del acervo cultural de la humanidad.

Sin embargo, en este boom de lo gastronómico hace falta un poco de precisión biológica. Me refiero, concretamente, a una serie de expresiones que utilizamos sin saber que estamos completamente equivocados en lo que a exactitud e identificación anatómica se refiere.

Si es usted curioso y amante del rigor que procuran las ciencias, quizás le guste conocer la verdad que se esconde detrás de algunas de ellas, como el muslo de pollo, las cabezas de gambas o la lengua de las conchas finas.

El muslo de pollo

La carne de pollo es una de las comidas más generalizadas en el planeta y sus muslos, junto con las pechugas, sus partes más codiciadas. Pues bien, un muslo de pollo no es realmente un muslo: es la pantorrilla. Y de aquí se derivan dos consecuencias.

La primera es que lo que denominamos “sobremuslo” no es, ni más ni menos, que el verdadero muslo.

La segunda es que esa “bola de carne” no corresponde a ningún músculo del muslo sino, sorprendente y fundamentalmente, ¡a nuestros gemelos! (que en las aves se denomina gastrocnemio, lo que lo hace aún más apetecible).

¿Qué característica anatómica nos induce a este error? Pues el hecho de que el tarso y el metatarso de los mamíferos, en el caso de las aves, se fusionan para formar un hueso muy largo (el tarsometatarso) que hace que parezca que la pata del ave tiene una sección anatómica “extra”.

Esta pata no es un fenómeno aislado. De forma paralela, se desarrolló hace más de 200 millones de años en los Heterodontosaurios, un grupo de pequeños dinosaurios del Triásico superior.

Las cabezas de las gambas

Pocos manjares son tan deliciosos como el sublime contenido de las cabezas de gambas, langostinos, quisquillas, cigalas, camarones, langostas, bogavantes y demás malacostráceos. Sin embargo, se trata de otro error terminológico: no nos estamos comiendo el contenido de la cabeza sino las vísceras del tórax o pereion.

Chef salteando unas gambas en la sarten
KarepaStock / Shutterstock

Concretamente, los responsables de este delicioso sabor son, por una parte, el hepatopáncreas (llamado así por unificar en una misma glándula digestiva las funciones de nuestro hígado y nuestro páncreas) y por otra, las gónadas. Ambos órganos están localizados en el tórax y no en la cabeza.

El error se explica porque estas dos secciones corporales están recubiertas por un caparazón unitario que configura un cefalotórax del que sale la también mal llamada “cola” (que, en realidad, sería el abdomen o pleon).

Por cierto, los bigotes no son bigotes, son antenas.

La lengua de las conchas finas

Pues sí, ese elemento rojo de las conchas finas que debe moverse al añadir limón como símbolo de estado óptimo de frescura, no es la lengua. De hecho, ni siquiera está en la boca. Se trata del pie, un órgano ventral de los moluscos que constituye uno de los músculos más potentes del reino animal.

Su forma, color y movimiento es lo que nos induce al error conceptual.

Plato de conchas finas.
Plato de conchas finas (Callista chione).
P2221705 / Flickr, CC BY

La “caca” de los caracoles

Con los caracoles no hay posturas intermedias: o los adoras o te mueres de asco sólo con pensar en llevártelos a la boca. Este prejuicio, la mayoría de las veces, está justificado por la frase que suele acompañar a los que los degustan y que hace referencia al extremo más espiralado y profundo del contenido blando del animal: “Lo mejor es la caquilla del final”.

Pues bien, esa porción terminal, de sospechoso color marrón, no tiene nada que ver con el contenido intestinal sino con el hepatopáncreas. De nuevo sale este órgano y, de nuevo, asociado a un sabor suculento.

De hecho, es de la misma naturaleza histológica que el foie. Por eso tiene esa textura tan untuosa y ese sabor tan parecido al paté.

En el recorrido espiralado que hace la masa visceral por el interior de la concha, se incluyen las gónadas, lo que justifica que el deleite organoléptico sea total.

Caracoles en una bandeja sobre una parrilla.
Caracoles cocinados.
JaulaDeArdilla / Flickr, CC BY-NC-ND

Las cabezas de los pulpos

Cuando nos referimos a esa estructura globosa tan característica de los pulpos es necesario saber que no se trata de la cabeza sino de su cuerpo. De hecho, hablamos de un segmento anatómico equivalente al alargado cuerpo de un calamar.

¿Qué ocurre entonces para que nos parezca una cabeza? Pues que en los pulpos, al estar extraordinariamente desarrollados los tentáculos (son gigantes en comparación con los de una sepia), proporcionalmente el cuerpo aparece como una sección anatómica pequeña y redondeada. Por eso tendemos a pensar que el “capuchón” es la parte cefálica. A ello ayuda el que los ojos se sitúan en su base. Sin embargo, la realidad es que la verdadera cabeza queda reducida a una pequeña pieza corporal situada entre el globo y los tentáculos.

Pulpo bajo el agua.
Pulpo.
Albert kok / Wikimedia Commons, CC BY-SA

Está claro que resultaría algo repelente decir que vamos a succionar el cefalotórax del malacostráceo en vez de chupar la cabeza del langostino, así que siga llamando a las cosas como el saber culinario popular las ha denominado siempre. Eso sí, a partir de ahora, hágalo dándose el gustazo de conocer el verdadero concepto biológico que hay detrás de lo que hace.The Conversation

A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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