Era la Venezuela de Marcos Pérez Jiménez, la época de una dictadura que se perpetuaba a través del miedo y la represión pero también la de un país en la que había descontento social, político y militar. El dictador imponía el «nuevo ideal nacional». De país rural al país potencia.
Se construían el Círculo de las Fuerzas Armadas, la imponente Ciudad Universitaria de Caracas, los teleféricos de Mérida y El Ávila, y una Plaza Bolívar en cada rincón del territorio. Y en medio de una bonanza económica, había también oportunidades para muchos, incluidos los inmigrantes.
Estos últimos querían echar raíces en una nueva tierra. Giuseppe Restifo, entre ellos. Inmigrante italiano que decidió apostarle lo poco que tenía a un puesto de comida callejera para mantener a su esposa Alcida y a sus hijos.
Después de un repentino retorno a su Italia natal para atender una inesperada enfermedad y un regreso a Venezuela 10 años después, un país ya en democracia, comenzó a labrar su camino en Caracas.
Le debe su emprendimiento a un barloventeño que se ganó un cuadro de 5 y 6 quien, con su vida resuelta, no quiso mantener aquel puesto. Con una propuesta simple, ese carrito de acero inoxidable se convertiría cinco décadas después en un patrimonio gastronómico de Caracas: Rulo y sus perros calientes.
No hay rulos, pero sí perros calientes
Apenas marcaban las 10:30 de la mañana de aquel miércoles, dos semanas antes del 50 aniversario que se celebra hoy 17 de mayo. A esa hora, la gran mayoría pensaría en desayunar una arepa con café; quizá una empanada o un sanduchito de diablito y Cheez Wiz. Pero no los clientes de Rulo.
Iban llegando graneaditos. Alfonzo Restifo, su dueño, comenzó a trabajar más temprano aquel día. Paraban sus automóviles en la calle Nicolás Copérnico, subiendo hacia Valle Arriba, justo detrás del Tolón Fashion Mall, en Las Mercedes.
«¿Qué tal, mi hermano?», le dijo uno a Restifo, el primer comensal del día. «Uno jamás le dice que no al mejor perro de Caracas. Tengo viniendo toda la vida. Me los puedo comer de desayuno, almuerzo, merienda o cena». El caballero forma parte de la segunda generación de su familia que disfruta de la experiencia, una especie de ritual que –según él– continuarán sus hijos y nietos.
Alfozo Restifo, agradecido, sonreía. «Así son siempre conmigo, no me puedo quejar», señala. «Y porfa, soy Rulo, llámame así».
Habla pausado y sonríe con frecuencia. Familiar también. Se ríe al explicar que Rulo es un apodo que le puso su clientela ya que cuando comenzó en el negocio, su cabeza estaba llena bucles.
“Hoy en día ya no existen los rulos, pero sÍ los perros calientes”
Tenía apenas un año y medio cuando dejó Venezuela. Su madre había enfermado y su papá, preocupado, decidió llevarla a Italia para que mejorase. Tras ese viaje pasó una década, y unas ganas de regresar y emprender en un país lleno de oportunidades para trabajadores como Giuseppe. Así fue como, en 1974, nació la idea que forjaría el negocio que hoy se conoce como Rulo.
«Nuestro primer puesto fue en Chacao, justo frente a Seguros Chacao», cuenta Restifo. «Era un buen punto, la zona estaba en auge, pero 6 meses después de instalados se nos presentó la oportunidad de irnos a Las Mercedes».
¿50 o 57?
Con cariño, recuerda al dueño original del carrito que fue de su papá y hoy es suyo. Era, prosigue, un barloventeño que se ganó un cuadro de 5 y 6 y provechó la oportunidad de vender su pequeño negocio al mejor postor: un adulto mayor, su vecino conserje. De nacionalidad española y con queriendo regresar a su país, le vendió el carrito que operaba desde hacía 7 años a Giuseppe Restifo, quien sacó adelante lo que hoy, 50 años después, es su negocio. Y ahí es que comienza la verdadera historia.
«Las Mercedes era una redoma. Tú no te acuerdas, porque no habías nacido, pero esto estaba minado de viviendas, no era como ahorita que es puro negocio», y señala a su alrededor y recuerda cómo era el Parque Tolón que antes yacía en donde queda el actual centro comercial que lleva su nombre. «Comenzamos ahí, pero luego nos mudamos a la esquina que todos llegaron a conocer por décadas. Hoy estamos, gracias a la Alcaldía, subiendo por Valle Arriba».
Emocionado, narra cómo a los 11 lo dejó todo, refiriéndose a sus estudios, por atender el carrito y ayudar a su papá. «Fue la mejor decisión del mundo para mí siendo apenas un niño, y nunca me he arrepentido».
Trabajaba desde la mañana hasta el mediodía, cuando le llevaba la comida a su mamá y hermanos, y colaboraba con tareas del hogar. Entre sus planes no había nada más que ser un perrocalentero, de los buenos. Le encantaba el oficio.
Sí ayudó a que sus hermanos estudiaran. El dinero que daba el negocio se invertía en educación. Él, asegura, era malísimo en el colegio. Le costaba concentrarse, así que aún más fácil fue hacerle caso a instinto: calmar la necesidad de colaborar en casa. No fue un sacrificio, dice, sino todo lo contrario.
Cuando cumplió 18 años se hizo con el 50% del negocio de su padre. Su herencia. «Nada de regalármelo, al final me lo trabajé. Fuimos socios en un 50-50», subraya orgulloso, aún sin saber a ciencia cierta por qué Giuseppe y su madre apostaron por aquel puesto de perro caliente como sustento faniliar. «Solo sé que es algo de familia, nuestros primos son los de Filippo en Altamira (refiriéndose al primer puesto de perros de la zona). No sé si apostaron a lo más fácil, mi papá es el único que sabría responder a eso, pero le salió bueno el plan, ¿no?».
Los famosos perros de Rulo
«Cuando mi papá se instaló en este punto de la ciudad, y viniendo de Chacao que tenía más gente, no nos llegaba clientela. Le peleaba porque no se vendería nada. Siendo niño inexperto, me equivoqué. Él siempre supo que estaba haciendo lo correcto y nunca supimos de donde salía la clientela, tal vez fue el boca a boca, pero la pegamos, y más nunca dejaron de llegar», comenta.
Sus perros costaban un bolívar y con ellos comenzaría la moda de comer perros calientes en la calle.
¿Qué hace tan especial a los perros de Rulo? «Son sencillos», confiesa .
“En la simpleza de la realización está la clave, pero siempre con ingredientes de primera”
Antes los hacían con cebolla y repollo picados en cuadritos. «Pero llegó la época de la papita frita a Plaza Venezuela y la clientela nos insistió en ponerle a los nuestros. Me negué por años, pero decidimos ponerlas para complacerla».
Al cabo de un tiempo, eliminaron el repollo para evitar problemas de cólera por el brote que hubo en el país. «Comer en la calle es muy delicado, así que los acostumbré a la cebolla y las papitas. Solo eso».
Destaca que Rulo no es un carrito en el que abundan las salsas, el mezclote o muchos ingredientes. «No es nuestra línea y tampoco es lo que vende. Para mí, no sé para los demás, si uno le pone tantas cosas al perro se pierde la esencia. Se daña».
Cuida todos los aspectos: las salchichas se mantienen en agua caliente, muchas veces aliñada con cebolla, cilantro y otros vegetales. De hecho, el vapor que emanan suaviza los panes. Estos, a su vez, son súper esponjosos y difícilmente se desmoronan. De esto responsabiliza a sus dos panaderos artesanales, grandes aliados, con los que trabaja desde hace muchos años.
Algunas salsas, como su famosa de ajo, es su as bajo la manga; su receta secreta. A Rulo le gusta armar su perro con ella, ponerle queso rallado y picante para acompañar. Pero suele recomendarlo sencillo, con sus cebollitas cortadas, papas bien crujientes y las tres salsas básicas: ketchup, mayonesa y mostaza.
«Mis clientes valoran eso y eso es lo que creo que ha calado tanto. En la simpleza está la respuesta, es lo que me da resultado y no lo digo yo, lo dice la gente. Nuestro 85% de ventas diarias es a clientela fija».
Se venden, por unidad, a 2 dólares. El combo, 2 perros y un fresco, cuesta 5 dólares.
Ni cifras ni competencia
Alfonzo Restifo está en su puesto todos los días, a menos que causas mayores lo eviten. Nunca deja de supervisar, honrar la labor que se hace o preparar sus especialidades.
«Yo siempre me paro porque lo veo atendiendo», dice otro de los comensales cuando escucha la pregunta que está respondiendo Restifo. «Es muy cercano, como un pana más, eso hace que uno venga sin dudarlo», agrega comiéndose su tercer perro de aquella media mañana.
Sobre la competencia, rodeado de conocidísimas marcas que apuestan al mismo nicho, es enfático: no tiene. «Hay cabida para todos en este rubro, todos somos amigos, nos ayudamos. Yo trabajo es por hacer mejor mi negocio todos los días y en eso me concentro».
Se niega rotundamente a hablar de ganancias y ventas. «Vendo mucho, la ganancia es muy buena, gracias a Dios», dice. Y con eso da por cerrado el tema. Se prometió no ofrecer detalles luego de que en una entrevista radial con el periodista Nelson Bocaranda, hace algunos años, proyectaran una estadística con base en aproximaciones. «Me sentí embaucado, burlado, y más nunca comenté ni comentaré al respecto».
Luego de vivir el Caracazo, épocas bachaqueo que resultaron en 4 meses de pérdida porque sacaba dinero de su bolsillo para procurar la calidad y no perder clientela, y la pandemia, en la que no despidió a ninguno de su equipo, reitera que mantener su casa, como llama a su puesto, siempre valdrá la pena a pesar del sacrificio.
Cuenta que tiene ángeles de la guarda que lo protegen no solo en espíritu. «Nunca me han robado o hecho daño. No se meten con nosotros porque somos, como Shakira: bruta, ciega, sordomuda a lo que pasa. Preparamos perros, saciamos hambre. No rechazamos a nadie, ayudamos siempre, fiamos o regalamos a quien lo necesita y todo con una sonrisa, con cariño y cercanía», expresa.
Espera que la generación de relevo, sus hijos, entienda que en esa calle de Las Mercedes hay un legado. Y no solo para él, sino para Caracas y para Venezuela.
«Vamos a ver qué pasa, porque tengo a uno estudiando fuera del país. No tengo expectativas, aunque el otro esté aquí conmigo. Yo solo pienso en trabajar mientras y hasta donde se pueda», dice encogiéndose de hombros. «Los hijos hacen lo que quieren, no los puedo obligar, pero si el día de mañana se deciden, más del 50% del camino está hecho. Todo depende de ellos».
Lo que comenzó con apenas dos personas, hoy es un carrito ampliado que cuenta con 10 colaboradores que, más que empleados, son hijos y hasta sobrinos putativos de Rulo. Entre ellos destaca a Luis, un joven de 25 años de edad a quien conoce desde los 8 y que, bajo su tutela, se ha forjado como perrocalentero.
Vive cruzando la calle, explica al preguntarle sobre su vínculo con Rulo. «Cuando salía del colegio, me pasaba a trabajar un ratico con él, así fuimos forjando esta amistad». Y Rulo agrega que mientras lo ayudaba a despachar o a armar el producto, se podía comer hasta 8 perros calientes.
«¿Que si me gustaría quedarme con el negocio?», repite sorprendido y alzando las cejas. «Primero están sus hijos, creo», dice sonriendo. Alfonzo Restifo le dice: «Bueno, tú eres como mi hijo».
Aunque no es amigo de las franquicias, Rulo tiene un plan de expansión del que prefiere no hablar por ahora, pero que le causa alegría. Y en el ínterin, maneja dos carritos con formato de catering para complacer paladares y gustos exigentes entre sus comensales.
«Llegué a los 50 y jamás lo esperé. Si tengo fuerza y salud, me encantaría poder hacer 50 más»
Horarios
De lunes a sábado, de 11:30 am hasta las 9:00 pm.
Y no, no trabajará en la madrugada, aunque se lo hayan pedido tanto. Son muchas horas en el día y necesita descanso.