«Valladares, usted es una líder». Aún recuerda ese acento francés. El de la hermana Elizabeth, una de sus favoritas en el colegio donde estudió toda su niñez, el San José de Tarbes de El Paraíso. Se lo repetía siempre que podía: «Líder. Usted es una líder». Debió haber sido, asegura Claudia Valladares, por su valentía y determinación. Con apenas 7 años, entendió que había nacido para crear impacto.
Lo supo aquella noche decembrina, hace más de cuatro décadas, cuando la realidad de la Cota 905 le cayó como balde de agua fría mientras se desprendía de sus regalos del Niño Jesús para, junto con sus hermanos, donarlos a quienes ni soñaban con celebrar la Navidad. Un encontronazo con la pobreza que, por primera vez en su corta vida, la forjaría como mujer, pero aún más como la emprendedora que hoy en día es.
Con 55 años de edad, la reconocida directora y cofundadora del Impact Hub Caracas fue escogida este 2024, por el Consejo Editorial de Bloomberg en Línea, como una de las 50 mujeres más influyentes de Latinoamérica. Consideraron su metodología en liderazgo, impacto empresarial e influencia social para asegurarle un puesto en el ranking.
Y concluyeron que inspirar a generaciones futuras a través de las finanzas, el desarrollo de negocios, los deportes y también el arte resumen un camino plagado de interesantes logros donde los matices (mentales, emocionales y espirituales) han dominado cada paso de su vida. «Estoy en la búsqueda constante de un mundo más justo y equitativo», señala. Algo que sigue quitándole el sueño por la inapagable inspiración que la rodea.
Cambiando las reglas del juego
Según el Banco Mundial, para 2023 Latinoamérica tenía un total de 334 millones 627 mil 975 habitantes. 50,8% son mujeres. Es decir, alrededor de 167 millones. De esa cantidad, Claudia Valladares brilló entre las 50 más influyentes, una distinción importante no solo para ella sino para Venezuela.
No supo bien cómo llegó a estar en la lista de Bloomberg. No la entrevistaron ni se pusieron en contacto con ella. Su asistente tampoco recibió llamadas o correos haciendo referencia al tema. Llegó a la noticia gracias a un amigo que, estando en Dallas, le envió el link donde aparecía su nombre. Vaya sorpresa, se dijo hace un mes cuando salió a la luz la publicación. Y sin esperarlo, agradeciendo siempre, contesta a la pregunta de cómo se llega a ese punto: «Hay que prepararse, estudiar. Trabajar en lo que te gusta teniendo fe en el proceso y sorteando el cansancio, las ansias de renunciar, con profunda pasión e interminables ganas».
Una investigación exhaustiva de su background, sin duda, influyó en el proceso.
Habla inglés, francés y portugués. Los domina al igual que el español. Es ingeniero de sistemas de la UNIMET con un MBA en Loyola University Chicago. Tiene también un Master en Finanzas del IESA y un posgrado en Creative leadership en THNK School of Creative Leadership de Amsterdam.
Ha realizado cursos especializados en microfinanzas, emprendimiento y responsabilidad social corporativa en Harvard Business School, Harvard Kennedy School, INCAE e INSEAD Business School. Además, cuenta con más de 14 años de experiencia en el sector financiero y microfinanciero en Latinoamérica: trabajó en CitiBank NY, CitiBank Venezuela y Banesco.
Así pues, Claudia Valladares suma más de 30 años desarrollando programas e iniciativas públicas, privadas y desde organizaciones sin fines de lucro en favor de los segmentos más desatendidos y necesitados de la sociedad.
Pero pocos saben que es tenista federada y rankeada a nivel nacional, le encanta la cocina, pintar con guache o acuarelas, viajar, la fotografía, cantar ópera y la música, sobre todo el jazz.
Que proviene de una familia mitad independentista/socialitè, mitad forjada a punta de emprendimientos. Se casó dos veces y se convirtió en madre de un niño que solo vivió 14 días. Que su sueño de tener muchos hijos nunca pudo consumarse como la tradición lo manda, en familia, sino a través de sus proyectos, ejerciendo la maternidad de otras maneras. Que su abuelo fue uno de los fundadores del Banco Mercantil, que es la mayor de 4 hermanos y que, aunque sigue una rutina saludable de comidas y ejercicio, se babea por los sanduchitos de diablitos con queso kraft y salsa de tomate, y el Toddy que tanto merendaban en su casa.
Claudia Valladares sin filtros
«Siempre he sentido la responsabilidad de ser la mayor», señala sobre su niñez. Dos hermanas más y un hermano menor completan su nicho familiar. Por eso su disciplina férrea. Sus padres, Rafael Max y Luisa Elena, los dejaron desarrollar todos sus intereses, cosa que agradece.
El cuatro, el órgano y la guitarra dominaron su lado artístico. También el ballet y el deporte, que convivían como un matrimonio todos los días como actividades extracurriculares.
«Recuerdo regresar a la casa después de una tarde repleta de actividades. Hablaba con mis amiguitas del colegio y ellas estaban despertándose de una siesta o estaban viendo televisión y yo decía: ¡Guao! Qué diferentes somos», dice.
“Lo que hacía me define hoy.»
Le gustaban –gustan– demasiadas cosas, afirma. Todas completamente distintas y no necesariamente complementarias. «Nunca me encasillé porque los números, siendo ingeniera, definen mi racionalidad, por ejemplo. Pero he logrado desarrollar con igual balance mi otro lado, el creativo y soft, más intuitivo y romántico. Saber que mi corazón tiene dos grandes lados al igual que mi cerebro me ha ayudado mucho«, subraya.
De su niñez no puede olvidar que se tomaba hasta la última gota del almíbar de las latas de melocotón; tampoco de las «lechosadas» que les hacía su mamá con leche en polvo bien espesa, lechosa y leche condensada, o de las albóndigas con arroz y plátano.
«Fui súper feliz», subraya. «Me rodeó mucho amor, sobre todo porque éramos un batallón». Revive aquellos días con alegría, sobre todo al pensar en el enorme jardín de la casa de su abuela donde tenían una tree house, una especie de club donde comenzó uno de sus primeros emprendimientos: cobrar entradas para ser parte del selecto espacio. Era un tema serio, insiste.
«También hacíamos bautizos de muñecas, celebrábamos de verdad. Mi abuela, con sus mantos antiguos, hacía de cura. Creábamos las invitaciones y todo, en pergamino y letra palmer. Era apoteósico».
De hecho, la caligrafía de esas tarjetas se convertiría en su primer negocio formal. Algo que supo cuando, a los 15, en el colegio le ayudaron a perfeccionar la técnica.
«Nuestra caligrafía debía ser perfecta. Recuerdo que, en segundo grado, nos obligaban a escribir los exámenes solo con pluma fuente». La monja Elizabeth, su consejera, recalcaba la importancia de pensar bien antes de escribir porque no hay forma de borrarlo.
Tras ese conocimiento, le pidió a su tía Mercedes, quien actualmente tiene 100 años ayuda para prestar sus servicios. Ella, recuerda, lo hizo colocando un cartel en la tienda de una de sus amigas en La Castellana. «Y así comencé a escribir los sobres de las tarjetas de matrimonio… O de lo que fuera. No sé cuánto ganaba, eran los bolívares que nadie quiere recordar hoy. Pero me alcanzaba para ahorrar, comprarme ropa y viajar. Íbamos a Margarita y todo, en pleno blossoming, la mejor época de Venezuela».
Una niña bien acomodada
Claudia conoció a su abuela Valladares, la paterna, que falleció cuando tenía 12 y a la materna, Olaizola, de la que disfrutó solo 7 años. De la segunda no recuerda mucho, pero la primera dejó una gran impresión en su infancia.
Al ser su madrina de bautizo, cuando nació le regaló acciones del Banco Mercantil con las que le abriría una cuenta de ahorros. Cuando creció, se enteró de que su abuelo fue uno de los fundadores de la entidad.
«Tenía una cultura grande del manejo del dinero, de la inversión. De la importancia de ser autónoma», señala, algo que se quedaría plasmado en ella incluso cuando planeaba sus escapadas de adolescente a la playa y hacía uso de los intereses de sus acciones para costeárselas.
“Siempre me resolví sola.»
A los 17 años comenzó a trabajar formalmente y más nunca le pidió dinero a su papá. «Solo me pagaba la universidad, que era carísima».
Antes de decidirse por la Ingeniería, pensó en dedicarse a la Arquitectura o la Biología. También se inclinaba por el Ambientalismo y la Medicina. «Todo me inquietaba, quería saber hasta lo más mínimo», dice haciendo memoria de aquellos días en los que pasaba horas dentro de las bibliotecas, como la de la UCV, leyendo o hablando con expertos.
Siempre encontró inspiración en su padre, un reconocido ingeniero civil. «Sentía que también me gustaba eso, por todo lo que aporta a nivel de estructura mental», destaca.
Rafael Max Valladares fue un servidor público. Trabajo muchos años en el Banco Obrero, que luego pasó a ser el Inavi. Dedicó, según cuenta, toda su vida a construir viviendas de interés social. También fue uno de los fundadores del Fondo Nacional de Desarrollo Urbano y, por muchos años, fue director en la Fundación de la Vivienda Popular. «Esa era su pasión: trabajar para servir a otros, al país. Nunca quiso aceptar posiciones en ministerios, por ejemplo. Rechazó ser parte del de Desarrollo Urbano, porque no era político, no pertenecía a ningún partido. Jamás soñó con ser el presidente de algo porque no quería que lo botaran. Quería seguir trabajando siempre. Eso me encantaba del él», recuerda Valladares.
El linaje que lo cambió todo
Está consciente de que siempre fue privilegiada. Enormemente. «Mi papá venía de una familia muy acomodada, de mucha tradición. Es interesante porque mi abuela perteneció a la familia De Castro, había un linaje. Había vinculaciones con el gobierno, ministros y hasta independentistas que firmaron el acta: Diego Ibarra y Nicolás de Castro», rescata.
«Pero mi abuelito, Rafael Max Valladares, fue un hombre que, literalmente, se hizo», manifiesta. «Venía de un pueblo de Barcelona. Era hijo de un canario muy blanco, de ojos azules, y de una mujer venezolana de rasgos y descendencia indígena. Muy interesante sus mezclas. Mi ADN es una locura».
El abuelo Valladares decide entonces, iniciado el siglo XX, irse a Caracas en burro, cuenta su nieta orgullosa. Su fin era estudiar Derecho, espacio que ganó al pertenecer a un grupo destacado de jóvenes que estudiaban con lámparas de kerosén en su pueblo y que llegaron a la capital para forjarse un mejor futuro. Así lo hizo: perteneció a las primeras generaciones de graduandos de la Universidad Central de Venezuela y se convirtió en uno de los abogados más importantes del país para la época.
«Fue el primero que intervino en el tema de las concesiones petroleras. En aquel entonces el petróleo no se comercializaba; el gobierno no podía hacer transacciones directas con las compañías extranjeras como Shell o Caribbean Petroleum. Mi abuelo representó a Venezuela ante estas compañías y con él, por primera vez, se tienen regalías sobre la explotación del petróleo. Fue un hombre súper trabajador, un emprendedor nato», relata.
También fue dueño de chocolates La India y participó en la fundación del Country Club de Caracas. «El abuelo Rafael Max tuvo una vida súper nutrida, llena de reto y logros e hizo una gran fortuna. Muy bien habida».
A la abuela de Claudia, la De Castro, le criticaron que lo hubiese escogido como esposo. «Mis bisabuelos no estuvieron nunca de acuerdo porque era un don nadie, pero terminó al final siendo más reconocido y teniendo una fortuna más grande e importante. Se casaron con el mundo en contra, pero estaban enamorados», destaca.
La historia de su mamá es completamente distinta. Su abuelita Olaizola se divorció a muy temprana edad con 6 hijos. «Mi abuelo no se portó muy bien con ella, le gustaba beber mucho lamentablemente, así que ella decidió separarse cuando era mal visto hacerlo. Tuvo que echarle mucho pichón», relata. «Cocinaba y cosía, y con el fruto de su trabajo pudo levantar a sus 5 hijas y su único varón».
Luisa Elena, entonces, nunca tuvo la oportunidad de estudiar. A los 15 trabajó igual que el resto de sus hermanos. La única que logró graduarse fue la más pequeña de la familia, que estudió Derecho.
«Mi mamá comenzó a trabajar desde muy joven en un banco; era secretaria. Mi papá se terminó enamorado de ella porque en ese entonces estaba construyendo viviendas en Valencia. Ella se crió allá, aunque nació en Puerto Cabello, y él hacía negocios con el ente por lo de las construcciones. Le puso el ojo, la conquistó y terminaron casándose».
Rafael Max padre murió hace 20 años y hasta el último día permanecieron inseparables. Eso fue amor de verdad, cuenta Valladares.
Claudia Valladares y su hub de impacto
El significado de todo lo que había construido a lo largo de su vida lo entendió gracias a un premio y dos palabras: emprendimiento social.
Era 2010 la postularon, sin ella saberlo, a un reconocimiento como Emprendedora social del año de la Fundación Venezuela Sin Límite y el World Economic Forum. «Allí me di cuenta de que mi labor, intuitivamente, tenía un universo, un nombre y apellido», reconoce Valladares.
Atrás quedaron entonces su primera ONG, Gente nueva, y el programa social Compartamos, donde organizaba congresos de hasta 2.000 personas, traían premios Nobel y apoyaron a más de 5 mil familias con enseres y alimentos. También Guadalajara, México, donde fue voluntaria por un año con la misma organización y, a su regreso, su paso por el Inavi, donde continuando el legado de su papá, se desempeñó como Gerente Nacional de Desarrollo de Administración de Viviendas.
«Allí aprendí a lidiar con la corrupción, fue desgastante», señala. «Desarticulé una banda interna de extorsión y pude limpiar la reputación dañada de la empresa», agrega. Aquella fue la primera vez que se enfrentó a amenazas de muerte. Después de eso, le dijo adiós definitivamente al sector público.
En su pasado también quedó su matriculación para estudiar Administración de Empresas en Chicago y las pasantías enfocadas en microfinanzas que realizó en Bolivia durante 4 meses. También su sueño de fundar el primer Banco de ayuda social en Venezuela.
“Me quedé con el proyecto debajo del brazo cuando Hugo Chávez ganó la presidencia en 1998″
«Los inversionistas salieron corriendo cuando el Banco del pueblo y el de la Mujer se presentaron como proyectos», dice.
Atrás, pero no en el olvido, quedó su experiencia en el mundo corporativo con CitiBank Venezuela y Nueva York, donde desarrolló el sistema de toda la tesorería de Latinoamérica. También su incansable voluntariado junto al padre Alexis Bastidas en su parroquia en La Gran Manzana. «Hicimos muchas obras sociales, filantrópicas, de caridad, conciertos, recogimos fondos, hicimos subastas para recoger fondos para Venezuela; visitas a ancianatos y obras de teatro; fue algo bello».
Tres años después, ya en Venezuela, ayudó a fundar la banca comunitaria de Banesco, donde otorgó créditos y microcréditos a casi 300 mil personas. «Estuvimos en más de 8.500 barrios y abrimos más de 500 mil cuentas bancarias para personas que no estaban bancarizadas, sobre todo mujeres. Fue un trabajo que me llenó de orgullo y alegría. Empecé sola y llegamos a ser un equipo de 600 personas», recuerda.
Al final, entregaron más de 620 millones de dólares equivalentes en microcréditos. «Y llegó el día en que sentí que hice lo que debía en Venezuela y quería escalarlo a otros países en donde Banesco tenía alcance y presencia: Panamá, Colombia, Puerto Rico, Estados Unidos, pero el banco y yo no estábamos sincronizados; para ellos no era el momento. Me sentí como un pájaro que quiere volar pero que está en una jaula. Allí decidí arrancar renunciar y arrancar con el proyecto de Impact Hub Caracas».
Incansable
El 12 de febrero de 2014, fatídico día donde aquella marcha acabó con la vida de varios estudiantes, estaba destinado para la inauguración oficial del Impact Hub Caracas. No ocurrió. Incendios, protestas, y barricadas eran el recordatorio constante de que el tiempo no era el perfecto.
«Paramos, reflexionamos y nos repreguntamos: ¿qué papel tendremos en esta sociedad?, ¿cómo comportarnos ante los problemas locales?, ¿cómo atender a la ciudad, al país estando en crisis?, ¿qué ha cambiado en mí y cuál es mi compromiso con Venezuela?». Con el peso a cuestas de esas interrogantes, comenzó un proceso más profundo y definitivo del que inicialmente quisieron generar.
Pero tres meses después era el momento. «Arrancamos con un World Café, una metodología de diálogo profundo. Así abrimos el Impact Hub Caracas y eso quedó plasmado para siempre en la memoria colectiva», destaca.
Diseñaron así un lienzo en blanco con programas, iniciativas y espacios seguros para los emprendedores y el desarrollo de sus ideas, empresas, organizaciones y fundaciones con triple impacto.
«Han sido 10 años donde más de 40 programas, que hemos diseñado desde cero, nos ayudaron a atender necesidades; desde programas que refuerzan valores en nuestras comunidades más necesitadas hasta desmitificar creencias y reforzar la educación», comparte Valladares.
Todos esos contenidos están presentes en un currículo educativo innovador, con metodologías interesantes de aprendizaje y experiencias. Son replicados a través de Fe y Alegría, llegando a 42 mil alumnos, de primero a quinto año de bachillerato, en 124 escuelas alrededor del país. Algo que esperan siga creciendo.
50 y los que faltan
Aún queda mucha tela que cortar en la vida de una Claudia Valladares que cree que a la lista de Bloomberg le hace falta presencia de muchas más mujeres venezolanas. Hay muchas, considera, que están haciéndolo impresionantemente bien y aunque no se siente del todo cómoda con la definición de influyente, porque preferiría Mujeres de impacto, entiende que el concepto, de igual forma, está alineado con su vida, trabajo y corazón.
Agradece infinitamente a su actual pareja, Pablo Bayley, por el apoyo y amor incondicional. También al hijo que nunca llegó a ver crecer, Nicolás. A la vida por enseñarle, en medio del dolor, a aceptar que su plan de vida era otro y que sus retoños serían proyectos.
No trabaja porque quiere que la reconozcan. Lo hace porque quiere ser recordada como alguien que luchó por sus sueños y los ajenos. «La vida es muy dura, los emprendedores sociales sufrimos de burned out o agotamiento en mayor porcentaje que el resto, o que la media, en un 75%. Sufrimos porque nuestros problemas frustran cuando no se pueden resolver; pero aún me queda vida para seguir tratando, ¿no?».
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