Imagínese un profesional que ha logrado el éxito en su carrera. Es ambicioso, resolutivo –incluso en las situaciones más exigentes– y atractivo. Gracias a su encanto es capaz de convencernos de lo que se proponga. Sus objetivos coinciden con los de su empresa. Muy valorado, asciende rápido y, una tras otra, alcanza todas sus metas. Nos hallamos ante un triunfador.
Sin embargo, un análisis en profundidad de sus logros implica a otras personas. Vivimos en sociedad, compartimos metas, espacios laborales y también emocionales. Si preguntamos a la gente de su entorno, encontraremos distintos modos de describir su relación con él, pero en algo estarán de acuerdo: no te acerques a él porque acabará contigo, nos dirán.
Indagamos para encontrar que sí, es atractivo. Emplea ese poder de atracción para ganarse nuestra confianza y desmontar nuestras defensas. Es bueno, muy bueno, en descubrir vulnerabilidades. Sus objetivos los tiene tan claros que no reparará en las consecuencias de sus actos con tal de lograrlos, a costa de los demás si es preciso. Su frialdad al afrontar los problemas proviene de su capacidad para no dejarse llevar por un miedo que ni siquiera siente. Siempre decide a su favor. Cuando ha llegado a la cima, vemos tras él un reguero de dolor cuya causa es su falta de remordimientos.
En este mundo tan competitivo, sus cualidades son muy apreciadas porque resultan eficaces. Pero si hablamos de relaciones humanas, su absoluto desprecio por las emociones de los demás son un drama para quienes se cruzan en su camino.
¿A quién podemos llamar psicópata?
La psicopatía es un concepto escurridizo. Ni siquiera se le considera un trastorno: ni el DSM V ni el CIE 11 lo registran como tal en sus listados. Sin embargo, casi todos somos capaces de describir a un psicópata. Es un trastorno muy popular gracias, en buena medida, al cine y la televisión.
Además, existen pruebas que lo evalúan con precisión, como la PCL-R de Hare. Sabemos que la psicopatía está ahí, que hay personas que encajan en un modo de actuar al que denominamos psicopático. Pero aún hay muchas más preguntas que respuestas.
El retrato que hemos realizado más arriba encajaría con la descripción de un psicópata. O, mejor dicho, con una modalidad de psicópatas, puesto que no todos encajan en la misma categoría. De hecho, podríamos establecer dos grandes tipos: uno, aquel cuyo desarrollo personal se realiza mediante la imposibilidad de generar conciencia, entendida esta como el aprendizaje a partir de la experiencia del miedo; y otro, quien, necesitado de sensaciones intensas, se deja llevar por los impulsos a pesar de las consecuencias negativas que puede acarrearle.
El impulsivo suele cometer errores que ponen fin a su empeño por satisfacer sus insaciables impulsos. En cambio, el que no experimenta miedo tiene el suficiente control de su comportamiento como para calcular con precisión cuál debe ser el siguiente paso. El primero puede llegar a cometer crímenes, incluso atroces, mientras que el segundo es capaz de alcanzar sus objetivos sin realizar actos tipificados como ilegales, pero sí carentes de ética o inmorales, como la traición o el abuso de confianza.
Cerebros sin remordimientos
La falta de empatía y la conducta amoral bajo una apariencia de normalidad, unidas a la ambición, conforman una mezcla decisiva. Esa combinación tiene mucho que ver con el modo en que condicionamos el miedo. Si el sujeto siente escaso temor ante situaciones de daño o castigo, no adquiere la experiencia emocional. Es lo que llamamos memoria emocional del evento.
Así, difícilmente responderá con miedo; no experimentará esa sensación y no realizará conductas de evitación. Este tipo de personas no adquieren conciencia, o esta es muy débil.
La amígdala, una estructura cerebral directamente relacionada con el miedo, presenta una activación muy baja en estos individuos. Si esa región no se enciende, la producción de serotonina –un neurotransmisor relacionado con la inhibición de la conducta– es menor.
Tampoco se produce la inquietud ante la presencia de un daño. No hay ansiedad y, por lo tanto, no se evitan las situaciones amenazantes, cuyo impacto emocional tampoco se graba en la memoria. Sobre todo, en el hipocampo.
Si la falta de temor dificulta la adquisición de la conciencia como evitación y su base es la baja reactivación de la amígdala, así como la débil respuesta de anticipación, podemos suponer entonces que ese déficit amigdalar y las anomalías hipocampales también explican la dificultad de los psicópatas para adquirir la conciencia entendida como remordimiento.
Por añadidura, cuando se les presenta a estas personas imágenes que reflejan dolor y daño a los demás, no solo muestran una reactivación prácticamente inexistente de la amídgala, sino que además se activa el núcleo accumbens, estructura cerebral asociada con la sensación de placer. Lo que a la mayoría de nosotros nos produce miedo o compasión, a los psicópatas les produce placer.
En definitiva, nos encontramos ante un cóctel ideal de funcionamiento cerebral, motivaciones y conductas para lograr sus ambiciones sin escrúpulos. O, dicho de otro modo, el imparable deseo de alcanzar los objetivos sin importar sus consecuencias.
Están entre nosotros y no sabemos cuántos son. Lo más triste es que no nos planteamos lo implacables que pueden ser hasta que es demasiado tarde.
Agustina María Vinagre González, Coordinadora Académica del MU en Victimología y Criminología Aplicada, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja y Juan Enrique Soto Castro, Coordinador Académico del Máster Universitario en Investigación Criminal, UNIR – Universidad Internacional de La Rioja
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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