Nacido en Caracas, en 1980, es poeta, ensayista, cronista, editor y “agitador cultural”. Estudió Letras en la Universidad Central de Venezuela y fue cofundador de la revista El Salmón, que postuló una relectura generacional de la poesía venezolana y universal. Actualmente, es coeditor del portal Prodavinci.
Cuando caminaba junto a su padre por el bulevar de Catia, empezaba a leer anuncios y afiches. El progenitor se asombraba de que con solo tres años de edad pudiera entender vocales y consonantes. “En mi casa, para aquietarme, me ponían a buscar letras y palabras en periódicos y revistas”. Las maromas de su abuela Graciela y de su tía abuela Luisa, ambas de apellido Guevara Pacheco, no bastaban para calmar al crío que entonces empezaba a descubrir el mundo. Muchos años después, el niño ya crecido le diría al padre que quería estudiar Letras. Y para confirmar su pasión, buscando amoldarse a las exigencias académicas, aseguraba haberse leído toda la obra de Juan Rulfo.
El poeta que también es cronista habla con soltura. Lo hace desde una especie de cápsula que lo aparta del resto de la ciudad. A pesar de la lluvia y del corneteo que se oye a lo lejos, la vieja casa tiene un misterio que para nada espanta, pues más bien invita a la contemplación. Con sus dos pisos bien definidos, desde arriba se puede apreciar un prominente Ávila. Lúgubre pero amena, con paredes que han cobijado a varias generaciones, allí vive su novia, la directora de teatro y profesora de yoga Jennifer Gásperi. Quizás por los oficios recurrentes, la casa podría confundirse con un escenario para centenares de tramas: misterio e imaginación señalarían por qué el desorden no es reprochable. Los innumerables objetos son necesarios para materializar y expandir los vericuetos de la creación.
“Soy un ser dichoso, pero también sortario, pues desde pequeño he sabido lo que quería: leo desde los tres años de edad”, admite en tono confesional mientras presenta a Tango, el perro que vive en la casa. “Estuvo con Jennifer cuando vivió en Argentina. Es inteligente y de mundo”, agrega mientras el animal lo ve a la cara, como a la espera de alguna indicación.
Además de poeta y cronista, se define también como editor de no ficción. “Procuro que los textos parezcan cuentos de verdad”, alude a una frase de Alberto Salcedo Ramos, uno de sus referentes. “Pero además soy agitador cultural”, agrega. “Ese término lo inventó Rafael Cadenas en 2009, cuando coincidimos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Me gustó la idea, que anteriormente le había escuchado a Nelson Garrido, otro gran maestro, y la asumí. El agitador cultural agarra la cultura y la menea… a ver qué pasa”.
Cuando la revuelve, agrega, entran en contacto elementos, grupos y personas. Todo lo cual produce una evolución. “Los espacios creativos en Venezuela, con excepción de la literatura, son muy gregarios. Esa actitud podría justificarse por aquello de la defensa de los espacios. Pero la dinámica de los escritores, por vocación o necesidad, los lleva a escribir sobre plástica, a ejercitarse en la crónica o a cumplir con presentaciones o prólogos. Hay gran oportunidad de contagio con otros ámbitos”. Menciona a Federico García Lorca y Antonio Gamoneda para ampliar su idea: “Ambos decían que la poesía y la literatura consisten en hacer que coincidan, gracias a la palabra, cosas que nunca antes se iban a encontrar. La agitación cultural es eso”.
Es nieto del periodista Ebert J. Lira, mejor conocido en los predios de las redacciones y pautas como “El Cojo Lira”, progenitor de su madre Graciela Lira. El oficio resonó entonces desde pequeño, no exactamente en los términos de un reportero atento o de un entrevistador ansioso, pero sí en cuanto al arte de la palabra y la enorme influencia que podía ejercer en los otros. “La palabra me fascinaba como a otros muchachos la pelota”.
Otra atracción eran los filmes de Pedro Infante, que disfrutaba con su abuela paterna Carmen Omaira Prieto. “Cuando me preguntaron en el colegio qué quería ser cuando fuese grande, respondí que Pedro Infante. Veía que en una película era carpintero, en otra boxeador, en otra más cantante, y así hasta el infinito. Y además, siempre se quedaba con la muchacha. ¿No era una buena elección? Lamentablemente, esa opción no aparecía en las carreras de la universidad”, rememora entre risas. Luego evoca los duelos de coplas entre el actor y el cantante Jorge Negrete en Dos tipos de cuidado (1953). Y por las coplas recuerda que, en la niñez, también empezaron a notarse las inclinaciones por la rima. El primer poema que se aprendió de memoria fue “Amor constante más allá de la muerte”, de Francisco de Quevedo. Lo recitó en una exposición del colegio.
“En el 23 de Enero, a los ocho años, participé en improvisaciones durante los velorios de Cruz de Mayo. En los sancochos del Bloque, muchas veces dos personas con sus respectivos cuatros empezaban a contrapuntear con versos. A partir de ese momento, la décima empezó a ser muy importante para mí. En Proust y los signos, Gilles Deleuze afirma que la vocación es la capacidad de codificar signos. O sea, las pasiones siempre están allí. Cuando ves que los demás no sienten lo mismo que tú ante determinadas cosas, entonces te das cuenta de que vives una pasión”.
Además de la prensa, Willy nombra otras referencias importantes: el ya olvidado libro de Mantilla para aprender a leer y el Repertorio poético de Luis Edgardo Ramírez, que recopilaba obras de Amado Nervo, Rubén Darío, Andrés Eloy Blanco y muchos otros. “Mezclaba a modernistas con románticos. Es de esos libros que uno se encontraba en muchas casas venezolanas. Ahora bien, el primer libro que fue enteramente mío, me lo regalaron. Se llamaba Un yanqui en la corte del Rey Arturo y era de Mark Twain”. Willy recapacita por unos minutos y, de pronto, mira hacia un televisor viejo que señala: “Eso también fue muy importante en mi crecimiento. Mucha gente lo subestima, pero no debería ser así. En mi infancia y adolescencia me encantaban programas como Contesta por Tío Simón y La pandilla de los 7”.
La vida entre el arte
Cuando nació, vivió en el Bloque 36 del 23 de Enero. Después de El Caracazo, su familia se mudó más abajo, hacia los alrededores del bulevar de Catia. Los hechos del 27 de febrero de 1989 lo marcaron: “Fue la primera vez que vi un muerto”. Para entonces no imaginaba que experiencias como el terror serían parte de su poesía.
Carlos Raúl Villanueva empezó a circundar su vida. La obra del arquitecto lo vio crecer en los bloques del 23 de Enero y en los de El Silencio. Los primeros años de primaria los cursó en la Escuela Juan Antonio Pérez Bonalde: “la misma en la que estudió Jacobo Borges”; y los últimos en la Ramón Isidro Montes. Sus años de bachillerato los vivió en el Instituto Cecilio Acosta de Propatria. Y por último, en los espacios de la Universidad Central de Venezuela se volvería a encontrar con el maestro Villanueva. “¿Cómo no va a ser entonces importante la palabra si la memoria siempre estaba presente? El relato arquitectónico se imponía por sí solo”.
Willy procesa a la vez decenas de recuerdos que quisieran salir al mismo tiempo. Y ahora vuelve otra vez a los de su padre, Alfredo Madrid, recientemente fallecido. Los lentes oscuros que lleva puestos para aliviar su fotofobia –la luz le causa migrañas– no ocultan los cambios de la mirada. Se nota afligido y melancólico. “Pienso en el hombre melómano que tuvo su mejor época musical en los 70. ¿Qué se escuchaba entonces? Pues al mismo tiempo los Rolling Stones y la Fania, por ejemplo. Héctor Lavoe y Janis Joplin coexistían en la radio con curiosa fraternidad”. Se emociona aún más cuando recuerda que, hacia los 80, su progenitor fue operador de estación del Metro de Caracas. “Y uno de los primeros. Se esmeraba ante un panel de control que lucía bombillos, botones, micrófonos y diversas pantallas. Era como trabajar en la NASA”.
Fe y escritura
Si bien el contexto familiar favorecía su entusiasmo, la familia nunca estuvo de acuerdo con sus estudios de Letras. “Durante los primeros semestres, mi mamá le decía a todo aquel que le preguntara que yo estudiaba periodismo. Le mantuve la falsa fe de que, si no me gustaba, me cambiaría a Comunicación Social. Pero eso no iba a ocurrir nunca, pues me negaba tajantemente a estudiar estadística”.
Aunque la pasión por la letra escrita y cantada era permanente, la juventud no estuvo exenta de problemas. La rebeldía adolescente afectó la relación con los padres, al punto de probar “algunas sustancias”. Ante las malas conductas juveniles, es común que las familias vean los horizontes militares o eclesiásticos como tablas de salvación. Y en el caso del joven poeta, se impuso el segundo. Antes de entrar a la UCV, exploró el noviciado con los franciscanos. “Era una salida formativa. Si solo quería leer y escribir, a lo mejor en el seminario podría hacerlo con creces. Afortunadamente elegí una orden muy exigente, que no se avenía con mi carácter. Tenía diecisiete años de edad; apenas fueron unos meses”.
Pero la tentativa dejó huellas. Willy ha sido una persona de fe. Tiene escapularios y pulseras que no puede dejar en casa. Tampoco cruza una puerta sin antes persignarse. “Vengo de una familia en la que una mitad es espiritista y creyente, y otra mitad comunista y militante. Por eso creo en absolutamente todo”. Lleva además dos pulseras por cada abuela: una tiene escrito en clave Morse el vocablo palabra y la otra un Eleguá para abrir caminos. También lleva escapularios de los Reyes Magos, la Chinita y la Divina Pastora. “No soy muy mariano. Me gustan más las fuerza teológicas sin forma, como el Espíritu Santo. Sin embargo, la virgen María me parece tan corpórea que me gusta más como personaje. Las dos que cargo son las cracks del occidente del país”.
Sabe rezar un muerto, el orden de los sacramentos y los misterios del Espíritu Santo, “pero no soy un beato”, advierte. “Me parece que lo religioso vuelve a unir. Lo más parecido a una novela, a un relato moderno, es el Evangelio. Incluso si pactamos que Jesucristo no existió, es un texto sorprendente. La poesía es una forma de rezar. Creer es una estrategia para hacerte más fácil la vida. Me alimento de todos los credos: me interesa eso de religare. Todas las religiones te dicen que no perjudiques a otro porque, si no, te van a perjudicar a ti hoy, mañana o en la eternidad. La fe no te puede privar de conocer el universo de otro”.
Willy no repara en admitir su gran temor por la muerte. Le gustaría ser como esos religiosos convencidos de que hay vida después de la muerte. “Yo todavía no lo puedo decir con seguridad. En este país, además, me preocupa lo poco que se necesita para morirse. Me da miedo que no teman matarte. Es una sensación que me aterra”.
Una vez agotada la opción del noviciado, Willy se enfermó. Entró en el Hospital Clínico Universitario con una fuerte bronquitis. Cuando salió, en 1997, se enteró de que estaban abiertas las convocatorias para presentar la prueba de la Escuela de Letras. Allí conoció a Édgar Colmenares del Valle, para ese entonces director. Eran reducidos cupos y Willy no pudo entrar por prueba interna. “Edgar me dijo que probara con un propedéutico como vía de ingreso. Así que le pedí prestado el dinero y me inscribí. Eran cinco mil bolívares de los viejos”.
Ya en la UCV, empezó a relacionarse con aquellos que estaban más adelantados, como César Segovia o Elena Cardona. “Era un ambiente mágico. Pude ver clases sobre el Poema de Gilgamesh con Adriano González León, un curso sobre Don Quijote con Guillermo Sucre, un seminario sobre el cineasta ruso Andréi Tarkovski con María Fernanda Palacios. Rafael Cadenas se encontraba con Darío Lancini y se iban a comer. Toda la gente que leía el Papel Literario de El Nacional o Verbigracia de El Universal estaba allí”.
En aquel ambiente halló su hogar. Sus inquietudes se veían correspondidas por la academia, sin la rigurosidad que suele predisponer a quienes escuchan la palabra universidad. No era el Gran Café de Sabana Grande, pero tampoco era Oxford leyendo a Albert Camus en francés. Se sentía en el sitio indicado, aunque desertara temporalmente. “Siempre me gustó la docencia, y por un tiempo muy corto estudié Educación Especial en Avepane. También di clases en el colegio Belagua de Guatire. Entre una cosa y otra, fueron casi tres años. No inscribía las materias, pero tomaba algunas clases como oyente. Finalmente me gradué en 2007”.
Tatuajes e ideas
En su cuerpo, los tatuajes dibujan un mapa de ideas, temores y fortalezas. El primero es una cuatricromía de impresión: “Se trata de un tatuaje religioso. Todo lo que percibimos puede tener una representación con esas cuatro tintas. Eso me parece mágico. Un paisaje cualquiera lo puedes reproducir en ese espejismo”. Como protección, lleva dos estrellas en tobillos y codos. En el brazo derecho, se ve El hombre en llamas, de José Clemente Orozco. También rinde honor a una acepción en desuso: “Me tatué palabra porque mi abuelo, el Cojo Lira, también fue linotipista. Así le decían a los pequeños moldes de plomo que usaban los que ejercían el oficio”.
Willy también lleva en su cuerpo versos del poema XVI del libro Trilce, de César Vallejo. Los más recientes dicen “Leer no te salva de nada” y “Nada te salva de leer”, frases que surgieron durante un recital poético realizado en 2013. “Me tocó interpelar a Leo Felipe Campos, quien era muy amigo del periodista de boxeo Jhonny González, al que acababan de asesinar. Leo estaba muy dolido y, en medio de su intervención, salió ese juego de palabras”.
“Mucha gente vinculada con la literatura, en vez de invitar a leer a aquellos que no suelen hacerlo, los tratan como escoria. La gente puede ser feliz sin leer, incluso ser más feliz. Nada te salva de leer porque siempre estamos decodificando, como el jardinero cuando sabe que a una planta la afecta la sequía. Pero creer que leer nos eleva es un espejismo con el que hay que tener mucho cuidado, sobre todo en una dinámica cultural tan pequeña como la nuestra, donde la arrogancia abunda”.
Considera necesaria a gente que define como los amables destructores. “Así llamamos Natasha Tiniacos y yo a esas personas que te dicen si un texto sirve o no, a los que te conocen y te comentan en privado lo que opinan. Eso no se consigue afuera. Todo el mundo se acostumbró a la dinámica del espaldarazo con la esperanza de recibirlo más adelante”.
Califica como prescindibles las labores del escritor. Según sus palabras, la poesía como oficio no es envidiable, y menos cuando se ejerce desde un ligero egoísmo. “La poesía la ponemos en un lugar inaccesible de elevación del lenguaje, que hace creer que uno anda levitando. Deberíamos aprender de Rafael Cadenas, que toma un por puesto para ir a su casa. Esos discursos que hacen creer que los que leen son mejores terminan generando letrados sin gracia, por no decir desgraciados”.
Poesía a contracorriente
Willy ha intentado ser narrador, pero se considera malo. Aún hace el intento, porque persiste el asombro que genera la ficción. Lo compara con la vez en que un niño descubre la posibilidad de la mentira: “la fascinación de crear universos si se dicen las cosas de una manera específica”.
Por los momentos, se atrinchera en la poesía y la crónica cultural, además de su rol como editor en el portal Prodavinci. Hasta ahora tiene dos poemarios: Vocado de orfandad (2008) y Paisajeno (2011). El segundo –que puede inscribirse en lo que llaman poesía documental–, en su opinión, engulló al primero. En 2014 participó en el proyecto colectivo Nuestra Señora del Jabillo, que mezcló poesía con música. Aún se cuece Desde el pleistoceno.
“Me gustaría haber publicado más. Hay proyectos que no termino de cerrar por falta de tiempo. Si acá existiera la posibilidad de tener un trabajo de ocho horas, uno podría dedicarle al menos dos horas diarias a la escritura. Tal vez tendría tres poemarios más”, reflexiona mientras afirma que también es productor teatral, moderador de actividades culturales y tallerista. “Cuando uno cumple 35 años de edad, ya no puede ser considerado una joven promesa, sino una joven decepción. De ahora en adelante, cualquier pirueta es una buena noticia”.
“No sé si es momento de leer a los custodios de la belleza. Vocado de orfandad fue una especie de rebelión contra esos poetas, pues muchos de los que los leen en realidad quieren gritar. Mi poesía es fea en ese sentido. Acaso he escrito dos o tres poemas de amor, pero ninguno termina bien. Hay algo que Santiago Acosta ha cumplido mejor que yo: la noción de que al escribir merezca la pena el tiempo que uno le roba a quien te lee”, dice en alusión a su amigo y compañero de lides.
Con Santiago editó la revista cultural El Salmón, de la que solo publicaron nueve números de los diez que estaban previstos. En esas páginas, que se pueden descargar por Internet, defraudaron a muchos: no demolerían, por ejemplo, a Rafael Cadenas o a Eugenio Montejo. Solo apuntaron a lo desconocido: aquellos poetas que no les enseñaban en la universidad, pero cuyas obras los sorprendían en Biblioteca Nacional o en la Gran Pulpería de Libros Venezolanos en Chacaíto. “Traicionamos las expectativas cliché. Escribimos sobre tipos malditos: Josefóscar Ochoa, Darío Lancini, Rita Valdivia o Salustio González Rincones. Este último hizo vanguardia antes que César Vallejo; así de sencillo lo digo”.
Como ejemplo de esa poesía que grita, cita el “Canto 14”, con el que ganó la primera edición del Concurso Nacional de Poesía Joven Rafael Cadenas. “Tiene que ver con Reneduar Jiménez, el trabajador que se encargó de cerrar la fuga de una válvula de gas en la tragedia de la refinería de Amuay en 2012. No me basta con escribir bonito. No le encuentro sentido a la poesía que vigila el llano, la montaña, la playa, y no nuestras desgracias. No tenemos una poética de la desgracia. Todo es épico: el río, el héroe, nuestra historia de próceres”.
Un día a la vez
Willy puede despertarse temprano y hacer ejercicios. Todo depende de su novia Jennifer, que aparte de ser instructora de yoga “sabe dar órdenes como buena directora teatral”. Lo que no podría faltar en la mañana es una buena ducha y café. También disfruta cuando cocina, y lo que mejor prepara es el mole, que aprendió a hacer durante un viaje a México. “Pero no me va bien con los postres. Con ellos no hay vuelta atrás. Cuando metes la torta al horno, no hay posibilidad de reparar”.
Forma parte del equipo que se encarga del espacio de Prodavinci en la radio, y también ejerce su rol como editor en las oficinas del portal. Uno de sus medios predilectos para movilizarse es la mototaxi. Ha tratado de aprender a manejar, pero la amaxofobia se lo impide. Le han dicho que ese temor a sentirse encerrado quizás se deba a un trauma que lo afecta desde la infancia. “Esa especie de cáscara me desespera. Lo que sí me gusta del carro es la metáfora del retrovisor: eso de mirar hacia atrás mientras avanzas. Deberíamos tomarla en cuenta en estos momentos de país, cuando vemos desde el palco preferencial el retorno al siglo XIX”.
Al dormir le gusta no pensar. Y para lograrlo, enciende el televisor, come helado, colorea, escucha música o escribe. No se trata de apagar el cerebro o de poner la mente en blanco, sino de esperar la llegada de un pensamiento y dejarlo ir.
Le gustaría ser recordado como un sujeto con suerte, que pudo escribir un par de cosas decentes. Siente que empieza a dejar un legado. “Seguramente varios escritores de mi generación, más pudorosos que yo, dirán que no lo tienen, pero todo escritor dispone de un ego que se manifiesta en público. Es lo que sabemos hacer y por eso publicamos. A veces nos queremos convencer de que es imprescindible, pero para nosotros es como un ejercicio del alma. La escritura es un fracaso constante. Escribes un poema con el objetivo de cambiar el mundo, y al tercer verso te das cuenta de que eso no ocurrirá, pero ya has avanzado. Lo importante es ser honesto, no hacer trampa, porque el lector es implacable”.
Considera que, más importante que ser el responsable de un gran libro, es tener un hijo. “Me veo como padre, pero quiero tanto a mis hijos que todavía no los traigo”.
A veces piensa en emigrar, pero inevitablemente aparecen razones para quedarse. Evita caer en aquel lugar común que dice alguien tiene que permanecer. Admite que cada vez hay más trabajo, porque son más los que se van, aunque el dinero compre cada día menos. “Tal vez viva un tiempo afuera, pero al final este país te persigue: es como Pac-Man. Extrañas desde el queso fresco hasta las redes sociales: siempre quieres saber lo que está pasando. Llegamos tarde al realismo mágico, pero por la vía documental, que es terrible”.
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*La entrevista forma parte del libro Nuevo país de las letras, publicado por Banesco Banco Universal, Caracas, 2016. Compilación: Antonio López Ortega.
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