Seis
El imán
De nuevo el Patricio y la Rubí Rodríguez cruzaron una alcabala, ésta vez entre el cantón chino y el cantón musulmán. La alcabala era un arco de metal por debajo del cual transitaban los carros, eso lo sabía bien el Patricio como todos los caraqueños. La alcabala era un escáner gigante, repleto de sensores.
Tenía cámaras de luz normal y cámaras infrarojas que registraban la matrícula de los automóviles y los rostros de los pasajeros y transferían la información a una computadora central que los identificaba. Si el carro era robado o alguno de los ocupantes estaba siendo perseguido, el programa de identificación hacía sonar una alarma. No sólo eso, sino que el arco de metal –la alcabala–, en caso de alarma, le disparaba al vehículo un chorro de pintura metálica que no era más que un rastreador GPS.
Naturalmente, el chorro de pintura metálica que se adosaba al costado del carro producía un sonido como el de un puño contra la carrocería. Pum.
Todo esto lo sabía el Patricio –como cualquier caraqueño corriente–, y por eso cuando cruzó con su Toyota Sentien hacia turcolandia, suspiró profundo. No se había producido el golpe de la pintura rastreadora, es decir, que todavía su identidad era desconocida para las autoridades. O lo que es igual, que tampoco podían –todavía– rastrear su carro.
Tengo un poco más de tiempo, un poco más.
En todo caso, no tenía mucho tiempo y lo sabía. Tenía que reorganizarse, curar sus heridas –si las había– y seguir con el plan que, a estas alturas, estaba un poco desdibujado.
Su intención había sido siempre utilizar la pistola –la Walther PPK de su abuelo chileno– para conseguir dinero, no para matar a nadie, en realidad. Además, era un dinero que le debían y estaba cansado de que no se lo pagaran.
Se dirigió, raudo y tranquilo, hacia la Mezquita de la Piedra Negra. Turcolandia de noche era fantasmagórica y en muchas esquinas había figuras oscuras portando kalashnikovs y mirándote como si fueses un sapo en una piscina: como un intruso.
No importaba para nada.
La Rubí –su tesoro–, descansaba desmayada en el asiento del copiloto, dulcemente, como si se hubiera tomado una triple dosis de valium ore.
Contó mentalmente las balas que había disparado.
A ver:
Dos balas para el periodista arrastrao.
Tres balas para los cargadores de cables de la telenovela, la holonovela.
Dos balas para el pobre Huan.
Ésas últimas dos balas le habían dolido. El Huan era simpático, casi un hermano. Pero el Huan era un necio y lo había llamado chileno demasiadas veces.
No sabía si le quedaba una bala o no.
Todo dependía del modelo de PPK que tuviera en el bolsillo de la chaqueta de cuero; todo dependía de si la pistola cargaba siete, ocho o nueve balas.
Todo dependía del modelo de Polizeipistole Kriminalmodel que tuviese en el bolsillo, del modelo de Pistola de policía criminal que tuviera en el bolsillo de la chaqueta.
Lo que sí sabía es que era una pistola recortada, más pequeña que la Walther PP –la original–, que había dado paso a esta versión recortada para policías de paisano.
Una pistola pequeña es muy útil si eres un policía que persigue comunistas en las calles del Berlín de mil novecientos treinta y cuatro.
Te la metes en el bolsillo interior del abrigo y nadie la notará. Sin embargo, es bastante precisa hasta los veinte metros. Puedes dispararle a un comunista en una plaza sin que nadie te vea, paff, paff, y luego te la guardas y la engrasas en tu casa, mientras la mutter te hace la cena.
–¿Otra vez col y salchichas grasosas, mutter? –le puedes decir a tu madre, mientras engrasas tu pistola. Porque tu pistola te conducirá al partido y el partido te llevará a otra vida.
Otra vida, hay que dejar todo atrás.
En eso el Patricio estaba de acuerdo con los viejos nazis y con los fabricantes de la pistola que todavía llevaba en el bolsillo de la chaqueta de cuero negra, mientras se adentraba en el cantón musulmán, comúnmente conocido como turcolandia.
Sacó la cabeza por la ventaba del carro y se aseguró de que los vigiglobos no estaban sobre él. Era seguro que nadie lo seguía. Fue manejando muy despacio por entre las calles estrechas en las que –de vez en cuando– se escuchaban los tiros al aire de los jihadyn que celebraban a Alá.
Una bala, de pronto, impactó el vidrio del frente y lo atravesó con un sonido cristalino. Una lluvia de cristales lo bañó al Patricio y a la Rubí se le hizo una raja en la sien derecha y la sangre le empezó a manar como si nada.
La diva ni siquiera suspiró.
Patricio perdió el control del carro que giraba y hacía eses y golpeaba las aceras.
De pronto, todo se detuvo.
Se escucharon un par de tiros más.
Luego, nada.
El carro se había apagado, así que le dio una orden verbal:
–Préndete.
Brum.
Siguió manejando por diez minutos en el barrio árabe que era algo así como la Franja de Gaza; un barrio sin luz donde el sonido de los disparos al aire se confundía con el sonido de la música ululante.
En una calle ciega se detuvo e hizo un cambio de luces. Chas, chas.
Una puerta se abrió y el Patricio se bajó cargando a la Rubí como si fuese un costal de papas hasta adentrarse en un pasillo oscuro que olía a incienso y que estaba iluminado por unas velas rojas.
La puerta que había dejado atrás se cerró con un clak y sintió en la espalda la punta de un puñal. Alguien dijo en español:
–Te estábamos esperando, infiel. Camina.
Caminó con la Rubí en los brazos por incontables pasillos sinuosos hasta que el hombre del puñal le dijo:
–Para.
Se detuvo en la oscuridad pensando que quizás aquí lo iban a matar, que hasta aquí había llegado. Aunque, por otro lado, Ibrahim no lo mataría sin saber qué cosa había venido a hacer el Patricio en sus dominios.
Aquel pensamiento lo reconfortó un poco. Lo suficiente como para acariciarle el pelo a la Rubí y para descubrir en su mano rastros de sangre. No obstante, la hemorragia se había detenido y la sangre se le había hecho más gruesa y más negra en la frente a la diva. La Rubí estaba bien, pensó. Le tomó el pulso por si acaso. Al menos tenía pulso, constató.
De pronto, frente a él, se abrieron unas cortinas y una potente luz amarillenta lo cubrió como si fuese –sin transición– el espectador de una obra de teatro.
–Infiel –dijo la voz de Ibrahim–, acércate.
–Maricón –dijo el Patricio, más o menos con voz recia–, quítame al cabrón del cuchillo de la espalda. Soy Patricio.
–Abdel Alim, deja al infiel tranquilo.
De inmediato, desapareció el cuchillo de la espalda del Patricio y logró éste enderezarse, no sin un respingo. Recordaría ese puñal pronto el cabrón que se lo había puesto en la espalda, claro que sí.
–Chileno infiel, ¿qué te trae a la casa de Alá?
–Ibrahín, errrr, señor imán, le vengo a cobrar lo que me debe.
–Te refieres, infiel, ¿a peces con escamas y aletas, que son los únicos que podemos comer los elegidos?
–Me refiero, perdona, a los ciento cincuenta kilos de salmón que me debes, Ibrahím, ni más ni menos.
–Ah, un hombre que valora las matemáticas. Nosotros, los musulmanes, para tu información, chileno, fuimos los que preservamos la matemática pitagórica de los años oscuros…
–Por favor –interrumpió el Patricio–, Ibrahím, no me jodas con tus historias. Quiero mi dinero.
Para el Patricio se estaba complicando la situación de una manera muy seria. Tenía prisa y el idiota imán parecía tener todo el tiempo del mundo. Para más vaina, la Rubí estaba desmayada en sus brazos y no sabía si se iba a despertar. Tendría que escapar, joder, sin cobrar.
Coño, coño, rápido, Patricio. Haz algo.
El punto era que no sabía si acaso le quedaba una bala, si sólo hubiera revisado bien la información de Internet Kuantum… había tres tipos de PPK, coño, una de siete balas, una de ocho balas y una de nueve balas.
No sabía. Él no había cargado la pistola, la pistola estaba cargada cuando le llegó de Chile, vía General Express. Claro que sí sacó el cargador y lo volvió a poner un par de veces, con un click –como prueba– pero nunca contó las balas.
¿Siete balas, ocho balas o nueve balas?
Aunque, por otro lado, Ibrahim –el idiota imán–, no sabía que él no sabía cuántas balas tenía. Ajá.
Las pupilas se le habían cerrado al Patricio y ahora veía el espacio enfrente:
Una especie de spa a la manera árabe. Con corrientes de agua que terminaban en una pequeña laguna donde una mujer desnuda dejaba ver dos senos rosados justo sobre la línea del agua.
No dudó más:
–Acércate, Ibrahim, que si no te mato –y lo dijo sacando la PPK que nadie le había quitado y apuntándosela al imán a la cara.
–El hombre infiel es un traidor y nunca será tan viril como el hombre musulmán, chileno…
–Puede ser pero si yo fuera tú –le dijo el Patricio, apuntándole–, pedazo de imbécil, me pagaría mi dinero. Digamos diez mil dólares.
–Ja, ja, ja. Un hombre de Alá..
El Patricio le asestó un culatazo con la PPK al imán y lo vio caer al piso, manchada la frente con una sangre que se le hacía al Patricio ridícula y muy merecida.
Se volteó y encontró una daga curvada frente a él, la daga de Abdel Alim, el sirviente de Ibrahim. Abdel hacía eses con la daga frente a él, mientras el Patricio con una mano cargaba a la Rubí y con la otra a la pistola.
Éste hijo de puta, ¿de dónde salió?
Pero el verdadero problema era que Abdel podía lastimar a la Rubí que le hacía de protección al Patricio sin querer, mientras el Abdel lanzaba cuchilladas. Y, coño, el Patricio no sabía si le quedaba una bala o no.
De pronto, justo cuando el Abdel iba a cortar a la Rubí, alguien se le encaramó por detrás y le metió los dedos en los ojos furiosamente.
Por un instante, el Patricio vio a una chica caer hacia atrás y al Abdel intentar apuñalarla.
Luego, estaban los tres en el carro, en el Toyota Sentien:
Patricio, la Rubí y la chica extraña.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó Patricio a la chica, mientras conducía el Toyota hacia el próximo cantón.
–Rocío Luna. Sigue manejando, cabrón.
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