7
Rocío Luna
Se despertó en un cuarto oscuro y caliente. Parecía estar acostado, a juzgar por las sensaciones que le producían sus extremidades: piernas y brazos estaban regados sobre una superficie horizontal. Eso estaba claro. ¿Una cama? Intentó incorporarse sólo para descubrir que todo le dolía, desde las uñas de los pies hasta el rostro, o así le parecía al Patricio. Intentó averiguar qué le dolía. Le dolía la espalda, el hombro derecho y un punto indeterminado más debajo de la rodilla, no sabía cúal de las dos cosas le dolía más.
Pero sobre todo le dolía el rostro, o una parte del rostro. Alguien lo había cortado, seguramente. Sentía una especie de laceración en la frente que le llegaba hasta la nuca. Incorporarse fue como descubrir que su cuerpo había envejecido de pronto o había sido triturado por fuerzas desconocidas.
Bienvenido a la vejez o a la miseria, se dijo, mientras terminaba de sentarse en la cama.
Le reconfortó su propio chiste sobre su condición, tan precaria. Los ojos se le fueron acostumbrando a la oscuridad y descubrió que, en efecto, se hallaba sobre una cama en un cuarto oscuro. Había una puerta cerrada, a unos pasos; junto a la cama había también –a cada lado– dos mesitas de noche, una de las cuales portaba una jarra de agua.
Alargó la mano y tomó la jarra por el asa. Una jarra de cristal que pesaba lo suyo en la oscuridad. Bebió un largo sorbo de agua sin preocuparse de que una parte se le derramara en el pecho.
Sabía que la sed no terminaría en un rato, así bebiera como un condenado a muerte, de modo que recolocó la jarra en la mesita de noche y lanzó un suspiro, tan agudo, que él mismo se extrañó.
Decidió recordar cómo habría llegado hasta este lugar.
Lo último que recordaba era la pelea en la mezquita de Ibrahín, mientras sostenía a la Rubí con una mano, y con la otra trataba de golpear al imán con la cacha de la pistola, de la Walther PPK recortada que su abuelo chileno le había mandado por General Express desde Santiago.
Luego de eso, el vacío, la negrura de este cuarto. ¿Es que estaba preso en la mezquita?
Maldito Ibrahím, gritó, para sus adentros, el Patricio. Él sólo había intentado cobrarle el salmón al imán, y, también, encontrar un refugio para la Rubí, que estaba herida.
¿Qué era este sitio? ¿Cómo coño había llegado hasta allí?
Buena pregunta.
Como no podía responderla y estaba encerrado en la oscuridad, decidió gritar. A ver si pasaba algo, a ver si alguien aparecía.
–Ibrahín, hijo de puta, ¿dónde coño estoy?– gritó, y le salió un grito agudo, casi como el de una mujer.
Nada ocurrió, por unos largos segundos.
Luego se escucharon unas carcajadas femeninas, inconfundibles, detrás de la puerta oscura.
–Maricón –respondió una de las voces femeninas–, aquí no hay ningún Ibrahín, ja, ja, ja. Cágate.
Trató de procesar aquella respuesta inverosímil pero lo único que se le ocurrió fue responder:
–Pedazo de puta, ¿dónde estoy?
Se escucharon susurros, como si las mujeres detrás de la puerta estuviesen discutiendo qué hacer.
¿Es que, acaso, los guardias de esta mezquita son mujeres?, pensó el Patricio
–Ya sabemos tu nombre, pajúo. Te llamas Patricio. Tenemos tu cartera.
De nuevo las risas de las mujeres se le atornillaron como un enigma al Patricio en las orejas.
¿Te llamas Patricio? Tenemos tu cartera.
Entonces, con un chirrido –en medio de la oscuridad, que ya no era tanta– se abrió la puerta y aparecieron dos figuras, que, evidentemente, eran mujeres.
No podía distinguir las ropas con las que estaban vestidas pero eran mujeres por los peinados y la manera de moverse –sinuosa–, contra el fondo oscuro de la habitación.
Una de ellas dijo:
–Encontramos tus balas, cabrón.
Qué coño…
–Y ahora nosotras tenemos la pistola, así que no hagas ningún movimiento rápido, si no quieres que te metamos una bala en el ojo.
De nuevo las risas femeninas llenaron el cuarto. Se estaban divirtiendo en serio, éstas dos putas. Pero, ¿dónde estaba Ibrahín? ¿Las había dejado a cargo el puto imán?
Se acercaron, lentamente, como tanteando el terreno, como si temieran que él les hiciera algo. Lo cual era totalmente absurdo, estaba a su merced.
Siguió recordando:
–¿Rubí? ¿Eres tú?
–Claro que sí, imbécil –dijo una de las sombras chinescas que se enfrentaban a él, un poco más allá de sus pies.
–¿Qué fue lo qué pasó, Rubí? Cuéntame, por favor.
–Ahora sí que estás suavecito, ¿verdad? Te pareces a una gelatina. Pero hace un rato…
–Te las das de muy macho pero aquí la Rubí te ha dejado un par de recuerdos en la cara… –dijo una voz proveniente de la otra figura claroscura. El Patricio empezaba a entender.
–No le cuentes eso, ¿para qué? –otra vez las risas largas y agudas de las dos mujeres chinescas le trepanaron el cerebro.
–¿Qué coño me hicieron ustedes dos, pedazos de putas…
–Yo no te hice nada, todo lo hizo ella solita, mi amor.
–¿Y se puede saber quién eres tú?
–¿Yo? Rocío Luna. Una de las putas –hizo énfasis en la palabra– que te salvo de morir apuñalado. Por cierto, mientras estabas allí tirado como una plasta de mierda, mi amiga Rubí te ha dado tantas cachetadas que te ha dejado la cara como…
–Malditas perras…
De pronto las mujeres avanzaron como cobras en la oscuridad –lo pudo ver– y, sin transición, sintió que el cañon de un arma –no podía ser otra cosa– se le introducía en la boca.
–¿Te gusta así, cabrón –dijo una de las dos voces femeninas.
Luego sintió un sonoro paff en el rostro y se desmayó.
El comisario general Ramón Cabello estaba fastidiado. Muy fastidiado.
Esto se estaba convirtiendo en un cangrejo, en un caso complicado. Claro que sabía que, al final, lograría atratpar al asesino del periodista de, ¿cómo se llamaba? Ah, sí, El Vacacional. Vaya nombre. Un semanario de mierda que no vendía ni dos ejemplares en papel.
¿Huellas dactilares en la escena del crimen?
Doce huellas dactilares diferentes, a saber: las huellas, en el mostrador de la entrada, de una secretaria de nombre Yajaira, que, por lo demás, ya no trabajaba en aquel nido de ratas.
Uhmm, las huellas de un repartidor de comida china, de uno de esos locales de comida china del centro que no se sabía si servían carne de pollo o de gato.
Ah, muy interesante, las huellas de una de las prostitutas de la Av Norte, en las paredes, sobre la mesa de trabajo, en el baño, etc.
Al parecer, el periodista, de nombre… uhmmm, nota mental, ¿cuál es el puto nombre del periodista muerto?
En realidad, parecía una muerte por robo. Ya que el periodista había firmado un cheque –justo antes de la muerte, según el forense– de cincuenta millones de bolívares blandos. Nada mal para que una puta callejera lo matara.
También había las huellas de un repartidor de salmón, de nombre Patricio, vaya nombre ridículo, que, probablemente, le intentaba vender al idiota periodista un salmón de segunda, cuando es un hecho sabido que el mejor salmón viene de Noruega. No.
Las huellas de una masajista, de un repartidor de pizza, de una vecina de cuarenta y cinco año que –por cierto, estaba buena, o eso decían sus detectives.
Allí paró de contar.
Algo faltaba.
En fin.
Más jodida era la muerte en el Cantón chino. La propia policía del Cantón chino le había pedido ayuda, lo cual era totalmente inusual.
–Cabelo, quelemo acceso a tu base de dato. Muelte muy mala.
Se había reído del asunto. Ni de vaina. Estos hijos de puta habían nacido en Venezuela pero ni siquiera hablaban español. Que se fueran a joder a la tía de su madre. ¿O quizá se hacían los que no hablaban español?
Nadie podía saberlo.
El hecho es que en una barra de un restaurant chino de segunda categoría te vas a encontrar las huellas digitales hasta de Sun Yat Sen, el fundador de China. Impósible catalogarlas. No me jodas.
Seguramente era un arreglo de cuentas, ¿qué otra cosa podía ser tratándose de la cultura china, la cultura más corrupta de la historia?
Le empezó a doler la cabeza. Necesitaba respuestas, así de simple, respuestas o no sólo lo iban a joder desde arriba, sino que quizá lo dejarán sin pensión.
Y, sobre todo, la urgencia del Alcalde de los Cuatro Condados por recobrar a la Rubí Rodríguez. Todavía no eran las doce de la noche pero ya sabía que no iba a dormir esta noche.
Vaya una mierda.
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