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A propósito de un año de transitar (a la deriva)

Transeúnte es un grupo de Valencia que reinventa la calle y las relaciones humanas a través de medios artísticos, científicos y deportivos. El 23 de abril de 2016 presentó su proyecto al público y empezó a generar puntos de encuentro en la ciudad. Tras un año, ofrece una bitácora crítica del escenario cultural en el que conviven 

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“La calle hablará el 23 de abril”, destaca subrayada en una vieja libreta, entre otras tantas frases que presumimos generarían expectativa, intriga, sorpresa. Eran días agitados, de planificar aquí, preguntar por allá, brincar de lado a lado. Reinaban los nervios y la algarabía, algunas veces nos ganaron las discusiones: hace un año éramos un grupo entusiasta experimentando el típico trajín que corresponde a la organización de un primer evento, “La Mezcolanza”, ese que sería la excusa-oportunidad de presentar “Transeúnte” al público, un movimiento gestado en medio de ingenuas conversaciones en los pasillos y salones de la universidad un par de años atrás.

La idea de dar vida a un fanzine, luego revista, después página web, fue compartida a compañeros de clase y amigos de camino que al escucharla no dudaron en sumarse a moldear un concepto que al principio no estaba muy claro. Sin embargo, movidos por la curiosidad, acudieron a las reuniones que se realizaban en nuestras casas, donde cada vez alguien nuevo se juntaba. Despertar el juicio crítico; la cultura vista como el todo del ser humano; cotidianidad, sociedad e inconformidad; atravesar la puerta de los “porqués” y el no pretender ser objetivos: eran algunos de los puntos de coincidencia derivados de aquellas tertulias. “Día productivo. Nos volvimos a ver las caras”, leemos en otro cuaderno hojeado para escarbar en los residuos de la memoria.

Hoy, tras un necesario ejercicio de regresión hacia 2016, momento en el que inventamos una salida para desafiar la deriva, nos encontramos con que de aquel gentío que iba y venía, solo tres quedamos “comiéndonos las verdes” –tópico infalible cuando se desea referir la dificultad de iniciar un proyecto– en un transitar que ha sido largo, aún más en un lugar solitario y ensimismado como Valencia, ciudad que muere antes que de que la noche caiga, golpeada –por supuesto– por la crisis que atraviesa el país, pero apática ante “lo nuevo” desde siempre, que elige encerrarse en sus edificios desgastados, abusando de mirar solo hacia adentro.

“Valencia está muerta”, “aquí no hay nada que hacer”, “Valencia es un pueblo”, “¿por qué todo el tiempo Caracas?”, son comentarios que nos llevan al hartazgo y que inevitablemente reproducimos ante un escenario en el que escasean las alternativas culturales. Sí hallamos propuestas y personas que trabajan, desde lo pequeño, por cambiar esta realidad circundante; no obstante, no es suficiente que circule una agenda semanal de actividades artísticas, si se quedan solo en espacios reducidos a los que no todas las personas pueden trasladarse por las dificultades de transporte, temor ante la inseguridad, condiciones económicas imperantes.

Aprendimos que para organizar un evento con la pretensión de incluir a todos, es necesario considerar estos factores, pues la ciudad está dividida en dos sectores diferentes: el norte y el sur, separados por una convulsa avenida transversal. Ambos lados con sus propios modos de interactuar y códigos que identifican las clases sociales que allí conviven. Cruzarlos es sencillo en teoría subiéndose en el metro, aunque son mayoría los que se trasladan desde el sur hacia el norte. Precisamente en una de sus estaciones principales y más concurridas, que queda justo en el medio de estos extremos, expusimos ese año unas fotografías que retrataron el barrio venezolano. Doce piezas que prácticamente pasaron desapercibidas para los usuarios casi todos habitantes de estas zonas populares pues no propiciaron en ellos una identificación, aún cuando las imágenes eran cercanas a su cotidianidad. 

Es inevitable preguntarnos qué falló en aquella oportunidad. “Cada quien está pendiente de lo suyo”, comentaba el chofer de un autobús a dos pasajeros que discutían con él acerca de lo que se vive en estos días. Adoptamos esa sabia conclusión la calle habla y la trasladamos a la escena en la que dos jóvenes suben al vagón del metro y hablan de una exposición fotográfica, invitación que queda danzando en el aire, sin respuesta, rostros inmutables y miradas en otra parte. Al salir de la estación, en el centro del bulevar, rayos del sol achicharrando, un brujo ofrece sanación y la adivinanza del futuro. A su alrededor, decenas de personas hacen un círculo, y participan en los rituales y trucos que él oficia. ¿Por qué este espectáculo sí captó su atención? La autocrítica nos lleva a cuestionar si el mensaje no fue acertado por el medio que utilizamos. Quizás los transeúntes prefieren que les hablen de frente. 

Cuando nos toca contar quiénes somos, algunos se sorprenden al asegurarles que todo lo hacemos “con nuestras manos, con las uñas”; otros nos relacionan con andar con una carpeta bajo el brazo pidiendo subsidios a entes públicos. A ellos, un no rotundo. Después de los encontronazos y traspiés, entendimos que las instituciones no funcionan, que las partidas de la alcaldía y la gobernación dedicadas a la cultura son sobras; y que en ocasiones te exigen sujetarte a sus lineamientos, permitir el pendón con los ojos de Chávez y la promoción de la actividad como parte de su fanatismo e ideología. Mientras tanto, los espacios gestionados por ellos permanecen solitarios, vacíos y llevando polvo, además de papeles arrumados y computadoras saturadas de vídeos en YouTube o memes en Facebook.

En Valencia reinan los grupitos, las tribus, las sectas, el culto a las personalidades. Si asistes a una actividad en un lugar ubicado al norte, al centro o al sur, te topas casi siempre con la misma gente, según sea el caso. El guión se repite: una exposición de arte es inaugurada, los interesados se acercan, se saludan como si desde hace tiempo no se vieran, celebran su encuentro, recorren la sala, se fotografían, brindan con vino o comparten un café, vuelven a sonreír y finalmente regresan a sus casas. Entonces, atravesar ese celofán es una tarea un tanto tortuosa. En el proceso salen a flote la incredulidad, las malas caras, la rivalidad. Cuando afloran las actitudes propias de una crítica malsana, la burla y el egoísmo, competencia de egos, la irresponsabilidad y la deshonestidad, nos sentimos tentados a cerrarnos, a reducir el círculo, a dejarnos de pendejadas como la integración, la unión, lo colectivo. Lo mismo ocurre cuando gente con la que creías compartir ciertas maneras de ver el mundo, te enseña, con sus acciones, que la opinión no lo es todo.

Transeúnte cree en la heterogeneidad, no nos inclinamos por las etiquetas, ni las clasificaciones (nos han llamado chavistas, incongruentes, filántropos, ni-nis, proyecto bonito, emprendedores, opositores rancios). Quizás esa búsqueda constante de mezclarnos, rasgo que nos caracteriza, represente un problema a la hora de agrupar a todos; más lógico y fácil sería definir una audiencia con preferencias similares, medirla, y dirigirnos únicamente a ella. Pero aunque resulta arduo abarcar en una sala, plaza o teatro a tantos pensamientos disímiles, estamos seguros de que es allí donde pueden generarse puntos de encuentro, donde se tejan redes entre creadores de distintas áreas, sea la ciencia, el arte o el deporte.

“Cualquier lugar es nuestra casa”, reza nuestro manifiesto. “Somos una comunidad sin techo, pero con muchas ganas de crear y, sobre todo, apreciar otras creaciones”; y durante este recorrido hemos materializado esas palabras porque se nos ha permitido entrar en distintos rincones. No podemos hacerlo solos; por ello reconocemos que nos topamos con personas que, dejando a un lado los prejuicios, la desconfianza hacia lo desconocido, impulsados por la convicción de avivar la ciudad, apoyan nuevas propuestas.

No desdeñamos de aquellos que en un inicio participaron en esas reuniones, y por distintos motivos tuvieron que retirarse, pues muchos de ellos se han quedado colaborando, asistiendo, aportando, según sus posibilidades. Confiamos en que seguiremos hallando otras voces que se unan a este caminar, esas voces inquietas e incesantes, a quienes la búsqueda de una identidad propia les resulte, como a nosotros, plausible. No podemos negar que las condiciones en las que se encuentra el país invitan al desaliento, y que para poder ejecutar todas estas ideas, sin que se queden flotando en la ilusión, se requiere trabajar arduamente. El cumplimiento no se alcanza solo a punta de entrega sin retribución; así que no tememos, ni descartamos, la opción de cruzar otras fronteras para conseguir los medios que requerimos.

El mundo es amplio, la figura del transeúnte es universal. Aquel espíritu entusiasta, crédulo, impulsivo, que hace un año invadía nuestra cordura, poco a poco fue mutando hasta asumir una actitud más crítica, sosegada, realista. Nuestros pies, motores que nos llevan a enrumbarnos hacia rutas inexploradas, se mantienen en marcha. “Aprendemos caminando”, y todavía queda mucho por descubrir. Confiamos en que, pateando, oliendo, oyendo, observando y reinventando el ritmo de las ideas de los individuos que se relacionan entre sí, en este universo social que llamamos calle, se pueden lograr verdaderas transformaciones. Los pasos siguen a la deriva porque el futuro es incierto, pero siempre titilará la posibilidad de forjarnos una salida.

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