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Elisa Lerner: una vela encendida

Palabras pronunciadas con motivo de la presentación de la última novela de la cronista, La señorita que amaba por teléfono, editada por Fundavag en el 2016. La presentación estuvo a cargo de Alberto Márquez 

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Leyendo, pues, a Lerner, celebramos las sucesivas muertes de un país. Ella tiene esa cualidad: nos induce al goce por la vía del descuartizamiento. No por nada se la ha llamado Sádica Elisa.

Milagros Socorro

La buena escritura tiene un ingrediente soñoliento que no siempre manejan los más espabilados: un misterio rápido como el vuelo de una mariposa inesperada y bella.

Elisa Lerner

Les pido que no se vayan a asustar si comienzo por leerles las últimas líneas de La señorita que amaba por teléfono. Les aseguro no revelar nada que pudiera precipitar un desenlace, cuyo ocultamiento fuera capaz de arrebatarles parte del gozo de leerla. No es como esas películas trabajadas de tal manera que se prestan a la revelación de un acertijo que, de saberlo de antemano, acaban con el hechizo que nos mantiene pegados a la trama para saber qué va a ocurrir. Es como si le dijéramos a alguien que se acerca a una obra de Armando Reverón que el tema de un cuadro es, por ejemplo, digamos por caso, un cocotero. Ni siquiera si fuéramos más allá para decir que trata sobre la luz, la luz del trópico. En nada estaríamos perjudicando su acercamiento. Pero se me hace, en cambio, que tal vez pueda servir de ayuda al lector de esta novela entregar algunas claves que nos acompañen para no perdernos, aunque extraviarse un poco en su lectura también es un estímulo. Así termina este libro, la segunda novela de Elisa Lerner:

“Desde mi pequeña terraza —esperanzada— miro caer las hojas de un árbol catedralicio en el techo de zinc del edificio de enfrente como dulce llamarada de otoño tropical. Solo me inquieta la harina ignota, desconocida, que se apodera de la montaña cercana cuando comienza a llover. Temo que la montaña blanca oculte los recuerdos más íntimos del país”.

Este pequeño párrafo, de hecho las últimas líneas de la novela, tal vez sería suficiente material no solo para penetrar en el mundo que habita en estas páginas, sino también en la obra toda de Elisa. Hay escritores que parecieran haber nacido con una misión y que van tras ella contra todas las adversidades; con tonos diferentes, en géneros y modulaciones distintos, festivos o melancólicos. Ya lo escribió Truman Capote en el prefacio de Música para camaleones: «Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse». La tarea de Elisa, la que tal vez desde su primera juventud se le impuso, fue la de hacer memoria. No es poca cosa en un país al que siempre se ha caracterizado justo por lo contrario: desmemoriado, olvidadizo, de pasiones pasajeras y efímeras. Y esta íntima, casi obsesiva necesidad, proviene del temor fundamentado de que se vayan perdiendo, irremediablemente, los recuerdos del país, es decir, su memoria, es decir, su alma. Incluso aunque no forme parte directa de la trama de su novela o asunto de su crónica hay una presencia, una vela encendida, el faro que ilumina eso que sin saberlo bien a ciencia cierta uno llama «lo venezolano». Y, por desgracia —para darle continuidad al párrafo que nos ocupa— somos un país tropical al que cíclicamente nos inundan las lluvias. Hemos conocido muchos períodos de oscuridad y ahora mismo pasamos por uno que ya se hace demasiado largo.

Este que hoy se presenta es, en verdad, un libro importante; para recordarnos lo que somos, para enfrentarnos con esos vicios evidentes u ocultos que no queremos ver de nosotros mismos. Armando Rojas Guardia, recientemente incorporado como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, abordó en su discurso de incorporación las relaciones entre el centro y la periferia, argumentado su adscripción a una línea espiritual y literaria marginal y periférica que en Venezuela encara ese sentimiento de fracaso que, por muchas razones, entre ellas, la incapacidad para haber construido una institucionalidad moderna, encara sin subterfugios, de manera directa esa incompletud a la que estamos expuestos y, entre muchos ejemplos, pone a Rafael Cadenas y sus grandes poemas «Derrota» y «Fracaso» como paradigmas. Estas son sus palabras:

“Hay un sentimiento soterrado, y a veces muy explícito, en nosotros los venezolanos. Más que una conceptualización es eso, una suerte de sensación, un sentimiento: la sensación y el sentimiento del fracaso. Algo profundo en nuestro sentir colectivo se relaciona orgánicamente con lo fallido, lo truncado, lo abortado, lo desgarrado, lo desviado, lo extraviado (como una flecha que no logra dar en el blanco)”.

La obra de Elisa es igualmente paradigmática en este sentido. Pocos como ella en la crónica, el relato corto, el teatro y la novela se han enfrentado con eso que nos sobra y nos falta. Para decirlo con un verso de Juan Sánchez Peláez, a quien también convoco aquí por gran amigo de Elisa: «Prueba la taza sin sopa / ya no hay sopa / solloza hermano / prueba el traje / bien hecho a tu medida / te cuelga / te sobra por la solapa / nos falta sopa».

Los personajes de esta novela, en su mayoría, desembocan en destinos truncos, en lo individual, lo familiar y lo social, hombres y mujeres que terminan desviando el camino al que parecían apuntar, a veces desgastados prematuramente.

Sin embargo, como buena mujer de teatro, hay otros elementos que siempre enriquecen su escritura y que en La señorita que amaba por teléfono también disfrutamos con verdadera fruición: la grandeza de su lenguaje, sus largas frases llenas de vivacidad, la ironía que despierta todo lo que toca, la inteligencia y la gracia de sus metáforas, la modernidad —que es al mismo tiempo de conciencia y de palabra, la conjunción de lo grave y lo liviano, del peso y la levedad.

Creo que ningún otro escritor venezolano se hubiera atrevido a ponerle este título a un libro, más propio de telenovela. Solo Elisa, que se ha desplazado a su antojo y con audacia en la cultura popular, el cine y la televisión es capaz de hacerlo. Ese título es un gancho y un engaño. Ella sabe hacer que los lectores caigamos en sus redes. Se me antoja que esa señorita se parece mucho al país que nos da el gentilicio. Pero no me atrevo a afirmarlo. El libro que pronto tendrán en sus manos está hecho para ser releído. Su peligro: nos seduce con facilidad, pero no nos entrega tan fácilmente sus misterios. Mientras se avanza, cuando despertamos del magnetismo de su escritura nos asalta la pregunta: ¿hacia dónde vamos?, ¿en qué dirección? ¿Es novela, es teatro, es cuento, es crónica? Es todo eso y más: caja de resonancia, juego de espejos, concierto de voces, ensayo, en el sentido literario y teatral. Mejor aún, musical, a la manera de Fellini, donde todo se junta: realidad y ficción.

Ayer, mientras terminaba esta pequeña presentación y teniendo en mente las palabras de Elisa cuando dice que la literatura es un acto de resistencia, pensaba en la carga de verdad que tienen sus palabras y acompañan mucho en el momento que vivimos. La literatura y el arte en general como el sistema inmunológico del organismo social. Cuando vemos la aparición conjunta de libros tan buenos como este en un rango de edades y generaciones tan distintas, tenemos la certeza de los anticuerpos saludablemente activados en nuestro organismo. Ya vendrá el momento de hacer balances, pero estoy seguro de que en materia de creación pasamos por un etapa de esplendor. Ya se verá.

Quiero terminar con una anécdota graciosa y conmovedora que Elisa varias veces ha contado. La primera vez la leí en una aguda entrevista que le hiciera Milagros Socorro, amiga, gran escritora y excelente periodista.

“A esa edad (once años) mi padre me regaló unos zapatos muy lindos, abiertos en la punta y adornados con una trenza que remataba en un lazo. Me pareció que aquéllos eran zapatos de escritora y así se lo dije a mi padre: «Papá», le dije, «estos son zapatos de escritora. Ya estoy armada para ser una escritora”.

Hasta leer La señorita que amaba por teléfono no terminé de entender este cuento tan bello. Me parecía curioso que para el destino de una escritora los zapatos pudieran ser tan importantes. Pero es verdad, Elisa. Seguramente ya tu papá sabía que estabas armada para ser una escritora, una gran escritora, que a tantos nos has acompañado haciéndonos más amable y comprensible este trayecto, largo, para el que evidentemente no es suficiente con el lápiz. Hay que tener zapatos.

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