“Si el teatro tiene hoy un sentido, es ponerte en lugar del otro”, afirma el dramaturgo Claudio Tolcachir, autor de la pieza Emilia que se presenta hasta mañana en La Caja de Fósforos.
La pieza llega a nosotros gracias a ese tino magistral de la directora Rossana Hernández (Niños lindos, La cocinera) para elegir textos que conmueven y estremecen por la inmensa humanidad plasmada en ellos. En esta oportunidad la realidad de una familia disfuncional nos bofetea y nos perturba por dibujar a la perfección personajes que son islotes solitarios, incapaces de generar una conexión verdadera con el otro.
Diana Volpe es quien lleva en esta oportunidad el rol protagónico con la maestría que la caracteriza. En esta oportunidad es una antigua niñera caída en la indigencia, que por azares de la providencia se reencuentra con Walter, el niño a quien más quiso, a quien debe re-conocer como un hombre casado, con familia y en un complejo proceso de mudanza.
Tolcachir refuerza el desapego, la desconexión entre los personajes, al desarrollar la historia en medio de un proceso de mudanza. El apartamento es un espacio lleno en cuanto al contenido de cajas, muebles y enseres, y vacío en cuanto a lo ajeno e incómodo que resulta para sus nuevos dueños adecuarse a un espacio desconocido. La escenografía en forma de “casa patas arriba” es un acierto de Elvis Chaveinte.
A Chaveinte se le da con facilidad interpretar a hombres con problemas de control de ira. Lo demostró ampliamente con Mariano, el papel que interpreta en El loco y la camisa, y lo vuelve a probar con Walter, el querubín de Emilia convertido en una persona altamente problemática, dominante y violenta.
Las víctimas de su actitud son su esposa Caro y el hijo de ella, encarnados por Carolina Torres y Martín Moreno respectivamente. La madre, en un estado visible de horror constante. El hijo dominante y abusivo con su madre y con él mismo. La visita de Emilia, en vez de servir como banderín de paz, es un cucharón que remueve el lodo y despierta lo peor en cada miembro de la familia.
Desde el primer momento, Emilia no entiende que Walter es un hombre con familia y que no recuerda los amargos pasajes de su niñez que esta le recuerda. Tampoco logra captar las señales de que algo anda mal, de que esa familia no está bien. Walter tampoco entiende que su antigua niñera se encuentra en situación de calle o simplemente no le importa ni le preocupa cuando Emilia se lo sugiere al decirle que no posee teléfono, ni vecinas.
La permanencia de Emilia en la casa se prolonga gracias a que Caro ve en ella una barricada para defenderse –aunque sea por un día– de los defectos de carácter de su esposo e hijo. A ella no le interesa el bienestar de Emilia, sino el suyo.
Es un trabajo que conmueve, que estremece, que vale la pena ver por su contenido estético y antropológico. Ahora bien, ¿quién debería verlo?
El público sordo
La Caja de Fósforos, sala de teatro ubicada justo al lado de la Concha Acústica de Bello Monte, es un lugar hartamente conocido por su difícil acceso y horarios restrictivos. Si bien algunas líneas de transporte público se acercan a ella, los programadores y directores del espacio suelen colocar funciones en horarios que por motivos de inseguridad resultan inapropiados para peatones. Se restringe, de manera accidental, a un público poseedor de vehículo propio y por ende con cierto poder adquisitivo, público que por ser de clase media a media alta no se identifica con problemas como la violencia de género, la indigencia, o la carencia afectiva. De modo pues que el único problema de Emilia es que no calza con los problemas y necesidades del público que frecuenta La Caja de Fósforos.
La situación sería distinta si la producción de Deus ex Machina estuviera realmente interesada en los problemas de la comunidad que pretende retratar y se encargara de que el público realmente afectado por los dramas que lleva a escena efectivamente pudiera asistir a ver el excelente trabajo que lleva siempre a cartelera. La comunidad lo agradece: el éxito rotundo de proyectos como Pechos de niña del Teatro Nueva Era y el sistema de padrinazgo promovido por el equipo son prueba de que las raíces del trabajo comunitario son amargas, pero dulces los frutos.
Mientras no comprendamos que el hombre no es una isla sino una península, la cultura estará estancada. Ese es el tema de Emilia para su público, y su mensaje para quienes la producen y dirigen.
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