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Capítulo 8: Dispara y olvida

Novela de ficción. Síguela los domingos en la sección de Literatura 

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8

Cantón Gringo

El Patricio recobró la conciencia poco a poco, sólo para descubrir que estaba en la misma habitación donde se había desmayado la última vez, aunque esta vez el cuarto estaba iluminado. Era evidente que alguien había abierto las cortinas, las ventanas o lo que fuese que estaba detrás de su cabeza. La luz venía de atrás, no cabía la menor duda, y era luz natural, no de bombillas.

Recorrió con la mirada la habitación con los ojos entrecerrados y descubrió los mismos objetos y el mismo mobiliario que recordaba haber delineado antes de desmayarse: la mesita de noche a su derecha con la jarra de agua todavía medio llena, la cama misma, la puerta al fondo que ahora se le reveló de buena madera; sobre su cabeza un ventilador que siseaba dulcemente y, coño, una mujer sentada en una silla.

—¿Rocío? —atinó a preguntar, todavía con los ojos entrecerrados por lo deslumbrante de la luz que rebotaba del exterior.

—Rubí, cabrón. —dijo la Rubí, que fue apareciendo lentamente ante los ojos dormidos del Patricio, vestida con una bata rosa muy corta y extrañamente sonreída.

—¿Dormiste bien, mi amor?

—¿Qué hora es? —le repreguntó, ignorando el sarcasmo femenino.

La respusta vino concisa y directa, como si la Rubí hubiera meditado mientras él dormía su desmayo.

—Me parece que es la hora de que hablemos, mi amor.

Le respondió simplemente, aunque el mi amor en tono de falsete empezaba a inquietarle.

—¿De qué quieres que hablemos?

—De quién eres tú, por ejemplo, de por qué me raptaste y quién te mandó.

—Tú ya sabes quién soy yo porque tienes mi billetera. Y nadie me mandó.

—Lo único que sé de ti es tu nombre, Patricio, un nombre bien ridículo, por cierto. Nada más.

—Mis padres son de Chile. Allá Patricio es un nombre común, como Wilmer aquí.

—Wilmer también es un nombre ridículo, mi amor, y no es tan común por estos lados. Pero no nos desviemos. Queremos saber algunas cosas de ti, como las que te acabo de preguntar. Cómo te lo diría… Lograste despertar nuestra curiosidad.

—¿De quiénes?

—De nosotras dos, yo y Rocío.

—¿Se conocían de antes?

—No. Pero nos hemos hecho amigas. Y necesitamos saber en qué peo estamos metidas antes de entregarte a la policía.

¿Entregarte a la policía? ¡Entregarte a la policía!

El sobresalto que la frase le pegó al Patricio fue tal que del tiro se incorporó en la cama, apoyándose en los codos. No había tenido tiempo de siquiera pensar en la posibilidad de que lo entregaran a la policía. ¡Sí es que él tenía dos muertos encima —quizá tres contando al imán Ibrahín— que ni sabía bien por qué los había matado! Estaba recontra jodido…

—No te muevas, cabrón —dijo la Rubí, en un grito contenido, ya olvidado el mi amor, y Patricio pudo ver que lo apuntaba con la PPK que le había mandado su abuelo chileno por General Express. ¿Cómo se la había quitado?

—No me vas a disparar… las putas como tú, las holoputas como tú no saben manejar una pistola…

—Puede que yo sea una holoputa, como dices tú, pero mi papá fue policía por 30 años y yo crecí jugando con pistolas. Pistolas de verdad. Sé disparar perfectamente una pistola como ésta y soy una tipa muy sensible, me podría poner nerviosa…

—Ok, entendí el mensaje, tranquila.

—Ahora responde. ¿Quién eres tú? ¿Por qué me raptaste?

—Me llamo Patricio de la Barra, como tú bien sabes y…

—El apellido es todavía más ridículo que el nombre. Sigue.

—Bueno, soy historiador…

—No me jodas.

—Sí, soy historiador, sólo que a nadie le interesa la historia en este país y terminé siendo vendedor de salmón…

—Por eso mataste al chino, ¿te debía plata de salmón y no te quería pagar?

—No, no me debía plata. Los restaurantes chinos de segunda no venden salmón, y mira que intenté muchas veces…

—Entonces, ¿por qué lo mataste?

—La verdad… no lo sé. Creo que por rabia. Tú escuchaste que me dijo chileno, ¿verdad?

¿Lo mataste porque te dijo chileno?

—Me lo dijo varias veces.

—Dios. Mira, loco de mierda, me importa un coño por qué lo mataste. Lo que quiero saber es por qué me raptapte a mí. Dime.

—Bueno… es que estoy escribiendo una historia de la holonovela en Venezuela y cuando te vi allí en el set… para serte franco, soy tu admirador… —soltó el Patricio, como si eso lo explicara todo.

—Hijo de puta, ¿qué quieres, que te dé las gracias, que te nombre presidente de mi club de fans? Lo que me provoca es pegarte un tiro, maldito cabrón.

—A estas alturas, creo que no me importaría demasiado…

—A mí tampoco, cabrón. Pero primero quiero saber por qué me raptaste. Tengo algunos enemigos, aunque no lo creas.

—No estoy tan seguro de eso, la verdad.

—Que me creas o no, me importa un coño. Dime, ¿por qué me raptaste?

—Ya te lo dije, soy una especie de fan tuyo porque soy historiador y…

—Ay, no me jodas.

—¿Dónde está la otra, la tal Rocío?

—No te preocupes por eso. Preocúpate por que no te entregue a la policía.

—¿Se puede saber dónde estoy?

—Humm. Claro. Asómate a la ventana.

Patricio se terminó de incorporar en la cama. La Rubí arrastró la silla hacía atrás con un chirrido, con la pistola firmente agarrada en la mano derecha, apúntándole. La vio deseable en su vestidito que era, más bien, como una bata corta, y se sonrió levemente.

—¿De que te ríes, imbécil?

—De nada, tranquila.

Se paró a un lado de la cama y se volteó hacia la ventana. De inmediato, se encontró al Ávila enfrente, erguido bajo el sol y cubierto de nubes que hacían una franja que dejaba al descubierto los topes de la montaña. Justo al lado de uno de esos topes, despuntaba el Hotel Humboldt, aquel viejo edficio tubular de los años cincuenta del siglo pasado. Se alzaba sobre las nubes como un símbolo redivivo de la ciudad de Caracas.

Por mucho tiempo abandonado, el antiguo y fallido Hotel Humboldt —nunca había recibido huésped alguno, sino que había permanecido vacío —, había devenido en el Centro de Vigilancia Permanente (CVP) de los cuatro cantones. Desde allí, se monitoreaba intensamente la ciudad y más allá. Aunque, claro está, con resultados variables.

La estructura tubular de hotel estaba ahora coronada por una esfera de vidrio cuadriculado, hecho de espejos que reflejaban esta mañana intensamente la luz hasta los ojos del Patricio. En un alarde de ingenio, los diseñadores habían sido astutos y no habían colocado el peso de la esfera sobre el edificio original, sino sobre una suerte de exoesqueleto que envolvía el viejo hotel.

Patricio, también, lograba ver, desde la ventana, el valle de Caracas, lo cual le indicaba que estaba en el cantón gringo, en las pequeñas colinas del sur de la ciudad donde vivía la población más o menos acomodada: el remanente de la clase media, los nuevos ricos y los viejos ricos.

—¿Contento? —le preguntó la Rubí.

—Sé. ¿Qué van a hacer conmigo?

—Nada, si te portas bien. ¿No quieres agua? Debes estar sediento —sí, estaba sediento. Volteó y miro a la Rubí por un momento, con una sombra de duda. La holodiva sonreía de medio lado. Se inclinó y bebió directamente de la jarra un largo trago que se le hizo azul, por alguna extraña razón.

–Dime, ¿por qué me raptaste?

—Coño, si es que ya te lo he dicho…

De pronto sintió que la habitación se movía, de uno a otro lado, extrañamente. Al principio, fue como un mareo suave, luego tuvo que sentarse en la cama, mientras escuchaba nuevamente las carcajadas de la Rubí.

—¿Qué coño me hiciste, puta de mierda…? —atinó a decir mientras terminaba de desplomarse en la cama como un zombie muerto.

—Nada, mi amor, no te hice nada. Bueno, sí, el agua tenía un somnífero, o, mejor dicho, una mezcla de todo lo que encontré en el baño de la Rocío. ¿Te digo los nombres de las medicinas que le puse al agua?

–El coño de tu…

Y ahí, el Patricio se volvió a desmayar, en medio de las carcajadas estruendosas de la Rubí.

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