Por KEYLA BRANDO / ISAAC GONZÁLEZ MENDOZA
Un silencio aplomado rodea la figura de Armando Rojas Guardia. Su voz, vibrante y blanda, rompe sutilmente la quietud. Pero nunca se transforma en espectáculo. Sus ojos sobrios son una brecha hacia el espíritu bondadoso que predica esencialmente su subversiva vocación católica.
Su modo de asumir el cristianismo se halla en estas líneas de El Dios de la intemperie: “Dios no nos da ningún poder mágico, sino la desamparada fortaleza del amor, por medio del cual vencemos a la misma muerte al estar dispuestos a ir hacia ella por los hermanos (…) Un amor que es fuente de historia porque se traduce en un intento de construir una casa fraternal para aquel desamparo de los hombres”.
La enseñanza del cristianismo “amarás a tu prójimo como a ti mismo” está todavía en proceso de asimilación. Basta con salir a la calle y ver lo difícil que se ha vuelto la construcción de esa casa fraternal en la que tenga cabida el desamparo del venezolano.
Rojas Guardia es un ejemplo de la armonización de ideas que a primera vista parecen opuestas. El pensamiento dogmático que no permite a una persona ser, al mismo tiempo, de izquierda, católica u homosexual no figura en la poética y la vida del escritor.
Han pasado más de 30 años de la primera publicación de ese inusual libro, en el cual Rojas Guardia conjugó la filosofía, la poesía y la teología para responder una interrogante que, tal vez, todos los humanos se han hecho: “¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo?”. Palabras temblorosas y, como dice Juan Liscano en el prólogo, orgánicas y sin pretensiones ornamentales: cada oración cumple una función con el ser.
En 2015, Otero Ediciones reeditó El Dios de la intemperie, una propuesta que el tiempo no ha devorado. Por el contrario, parece necesaria como instrumento para enseñar a amar y entender los fracasos. En palabras del autor, “en una sociedad montada sobre la indiscriminada aspiración al éxito, solo el fracaso preserva la lucidez existencial”.
Aunque el mismo Rojas Guardia ha sido objeto de triunfos: en julio de 2016 asumió como Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua. No obstante, define el éxito como algo muy secundario dentro de sus intereses.
—El Dios de la intemperie es un libro excepcional: mezcla el ensayo, la poesía, la teología y la filosofía
—Claro. Es una reflexión teológica filosófica. En Venezuela hay un estereotipo que data del inicio de la República en el siglo XIX, según el cual un escritor no puede ser verdaderamente moderno si es al mismo tiempo católico. Eso se debe a un laicismo inveterado de las élites intelectuales. Para las élites intelectuales venezolanas, no puede haber un escritor moderno y católico al mismo tiempo. Y El Dios de la intemperie rompe ese estereotipo porque aborda absolutamente el tema religioso. Además, el libro está escrito desde una perspectiva creyente. Eso es inusual dentro de la literatura venezolana.
—¿Ya sabía que iba a romper con algo cuando lo estaba escribiendo?
—Por supuesto, por supuesto. Yo sabía que estaba rompiendo un esquema a la hora de escribir el libro. Aunque el enfoque es el de un creyente que es también muy poco convencional. Mi catolicismo no es el común y corriente. Es uno que quiere ser libre, antidogmático y poco convencional. Es un cristianismo, por decirlo de alguna manera, provocador. Subversivo.
—¿O protestante?
—No protestante. Esa palabra generalmente la usamos para señalar el cristianismo que nace en el siglo XVI con la Reforma de Lutero y Calvino. Mi cristianismo no tiene nada que ver con eso. Es subversivo porque transforma las pautas, los patrones usuales con los que se aborda el tema cristiano.
—A 35 años de la primera publicación de El Dios de la intemperie, ¿qué ha cambiado en su postura sobre los temas que aborda?
—Yo diría que el enfoque a mis 66 años es el mismo que cuando tenía 35. Yo no desmiento ninguno de los aspectos que trato en el libro. Simplemente el abordaje del tema político sufre una cierta modificación porque en El Dios de la intemperie yo planteo este aspecto desde un izquierdismo militante y hoy sigo siendo de izquierda, pero con un pensamiento más atento a la complejidad del asunto. Me parece que todo el judeo-cristianismo se resume en la pregunta que, según el libro del Génesis, Dios le hace a Caín, inmediatamente después de que este asesinara a su hermano Abel: ¿Dónde está tu hermano? Y esa es la interrogante que Dios nos hace a nosotros. Por lo tanto, forma parte del patrimonio doctrinal judeo-cristiano la atención a la interpelación insoslayable que le hace a la conciencia moral del hombre la existencia de los pobres, las víctimas y los marginados. Pero en el libro ese asunto se aborda desde un ángulo “revolucionario”. Hoy la designación “izquierda” y “derecha” hay que matizarla porque se nos confunde muchas veces el planteamiento izquierdista con versiones populistas y demagógicas que no tienen nada que ver con la verdadera izquierda: aquella que no ve con buenos ojos el capitalismo. Y yo sigo siendo fiel a esa genuina izquierda. No tengo buena opinión, en general, del capitalismo, pero la manera de superar este modelo se ha demostrado que es mucho más compleja y matizada de lo que creí cuando escribí El Dios de la intemperie. Eso es lo único que ha cambiado.
—En el prólogo, Juan Liscano señala que su escritura “nunca es ornamental, sino funcional”. ¿Está de acuerdo con esta afirmación?
—Sí, en el sentido de que yo no busco adornar retóricamente el contenido de lo que digo. No me interesa el mero ornamento literario. Cuando Liscano usa la palabra funcional, yo diría que lo que busco es decir de una manera estéticamente eficaz lo que tengo que decir.
—¿Cuál es la relación entre el fracaso y el triunfo?
—En esa relación yo soy un discípulo de Rafael Cadenas. Por una parte, él tiene un extraordinario poema, uno de los grandes de la literatura venezolana, que se llama “Fracaso”. Cadenas conecta con la propuesta espiritual implícita en la obra de Franz Kafka. Ambos autores tienen el genio del fracaso. Por otra parte, también está “Derrota”. Con ellos podemos ver que el fracaso es el acontecimiento que nos lleva a darnos cuenta de nuestros límites y es lo que se opone al mero triunfo. Toda la sociedad contemporánea está montada sobre la aspiración del éxito. En los Estados Unidos hay una palabra que para cualquier norteamericano promedio es una mala palabra: loser. Eso habla mucho del talante espiritual, no solo de esa sociedad, sino de la sociedad contemporánea. Estaba leyendo una estadística que señalaba que el uno por ciento de los estadounidenses vive con el cincuenta por ciento del patrimonio en dinero de la población. Digamos que esa mitad es una mitad perdedora y solo ese uno por ciento es un sector exitoso. La injusticia me parece flagrante. Entonces yo haría que “Fracaso” fuera enseñado en todas las escuelas y liceos del país. Si viviéramos en una sociedad madura, ese poema sería aprendido por los niños ya a una edad muy temprana porque puede servir de antídoto contra la aspiración espectacular que avasalla la espiritualidad del venezolano, que siempre tiende a la pantalla publicitaria. La buena literatura y la gran poesía compaginan muy poco con el show mediático.
—¿Usted se considera exitoso o fracasado?
—Es decir, yo trato de que el éxito no me importe. Como soy muy imperfecto espiritualmente, a veces constato que el éxito me importa. Pero trato de que no sea aquello que mueve mi vía espiritual y mi vida psíquica. Sí, yo diría que a mis 66 años soy un hombre que ha conocido el éxito, pero es algo muy secundario dentro de mis aspiraciones más íntimas.
—¿Cómo conjuga la izquierda, la homosexualidad y el catolicismo?
—Mi vida y la de muchos otros demuestran que puede haber una perfecta síntesis entre esos elementos. En primer lugar, mi orientación política subvierte los patrones del establishmentsociopolítico y económico. En segundo lugar, si yo soy de izquierda es única y exclusivamente porque soy cristiano, mi religión me ha permitido atender la interpelación que me hace la existencia de los pobres, los marginados y los oprimidos. En tercer lugar, ¿la homosexualidad por qué no va a ser perfectamente integrable a lo religioso y lo político? Los estereotipos son los que plantean una dicotomía entre esas tres opciones. Yo intento que dichas opciones entren en comunión dentro de mí y ese es el destino que he asumido existencialmente.
—¿Usted va a la Iglesia Cristiana?
—¡Claro que sí! Soy católico practicante.
—En las iglesias critican el comunismo y la homosexualidad
—Ya lo sé. Pero, bueno, primero: la Iglesia Católica no es solo el Vaticano y la jerarquía episcopal. La Iglesia Cristiana, verdaderamente, está compuesta por aquellos hombres y mujeres que optan por la misericordia y la compasión. Allí donde un hombre y una mujer optan por la compasión y la misericordia está presente el espíritu de Cristo, por lo tanto, allí está la Iglesia.
El Vaticano y la jerarquía episcopal son muy secundarios. Yo creo que dentro del mismo catolicismo yo soy un marginal. Soy un marginal porque no comulgo con los estereotipos teológicos tanto del Vaticano como de la jerarquía episcopal. Pero creo que, después de reflexionarlo mucho tiempo, el catolicismo (pese a todas esas fallas estructurales que lo caracterizan, la inercia sociológica y los defectos humanos, demasiado humanos, de sus líderes) es la versión más idónea y completa del cristianismo. Por eso me digo católico.
—En el poema “Pequeña serenata amorosa” la voz poética habla sobre el orden moral que el hombre homosexual debe tener. En su opinión, ¿cuál es este orden?
—El heterosexual tiene una tradición milenaria que lo respalda con patrones de conducta ya establecidos, a diferencia del homosexual, que muchas veces desconoce el orden moral implícito en su opción erótico-afectiva. Creo que esa es la tarea del homosexual en nuestro tiempo. Este orden se va construyendo poco a poco. Apenas estamos en los comienzos de la aceptación social de la homosexualidad como una opción. Es muy pronto todavía para tratar de definir dicho orden moral. Por ser tan reciente la aprobación social sobre el tema, no hay que alarmarse ni ser impacientes ante la rémora de lugares comunes.
—El Dios de la intemperie inicia con la pregunta: “¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo?”. ¿Usted se preguntó eso mismo cuando era niño o adolescente?
—Todo el libro tiene una explicación de la respuesta a esa pregunta. “¿Quién eres, tú sonoro al fondo de mí mismo?” es una pregunta por Dios. ¿Por qué? Porque ese “tú sonoro al fondo de mí mismo” es el Dios que está en el centro de mi ser, en el centro de mi interioridad. Todos los místicos de todas las tradiciones religiosas postulan que en el centro de la interioridad humana habita el absoluto: el hombre, desde el mismo momento en que es concebido, tiene pautada una cita con el absoluto que habita en el fondo de sí mismo. Todo el libro quiere ser el desarrollo de la respuesta que yo he encontrado a esa pregunta.
—¿Por qué es tan difícil la búsqueda de la interioridad en los tiempos actuales?
—Porque vivimos en una sociedad que nos externaliza compulsivamente, es decir, nos vuelca hacia los estímulos externos y nos hace olvidar el espacio de nuestra interioridad. En otras palabras, el bombardeo audiovisual, la contaminación sónica, la propaganda, la avalancha de imágenes…, soslayan nuestra vida interior. Siempre digo que debemos degustar nuestra carnalidad subjetiva. Todos los místicos de todas las tradiciones religiosas postulan que en el hombre hay un abismo de vida interior que hay que aprender a reconocer y disfrutar. Esto supone atención, cierto margen de soledad y capacidad de silencio.
—¿Debemos enfrentarnos al bombardeo audiovisual para encontrar ese silencio?
—Así es. Bueno y qué es la meditación y la oración: justamente el intento de abrir un espacio y un tiempo dedicados única y exclusivamente a conectarnos con nuestra vida interior.
—¿Desde qué edad asumió el pensamiento místico?
—Toda mi vida. Yo fui educado, desde una edad muy temprana, por los jesuitas. Más allá de los obvios defectos de esa formación jesuita (que los tuvo, porque, como toda educación católica, tuvo fallas gigantescas, como la retórica culpabilizadora), esta estuvo llena de aciertos, de alegría vital y de preocupación social.
Yo soy un producto típico de la formación jesuita. Desde muy niño yo desarrollé esa vocación, vamos a decir así, por la vida interior.
—¿Eso lo complementaba con la poesía?
—Bueno porque mi papá era poeta. Tener un ejemplo cercanísimo de un hombre entregado, casi a tiempo completo, a la poesía y la literatura fue como un faro iluminador para mí.
—¿Cómo fue su acercamiento al ensayo?
—El ensayo surge por mi idiosincrasia psicológica. Siempre fui dado a la reflexión tanto conceptual, como libre, caleidoscópica y personal. El ensayo es la fiesta subjetiva de la conceptualidad, así trato de definir este género en mis talleres. Entonces eso obedece a mi propio talante psíquico: me inclino por el ensayo y por el pensamiento analógico, simbólico y metafórico de la poesía.
—Sobre sus gustos, ¿qué deportes o géneros musicales le gustan?
Bueno, en deporte, yo diría que me gusta mucho el fútbol. Desde la primaria y la secundaria fui siempre muy mal deportista. Pero tengo una vieja afición por el fútbol. Bueno, no sé.
—¿Cuál equipo le gusta?
—Yo diría que en el fútbol europeo prefiero al Barcelona. No me canso de ir a favor de la Vinotinto. Lamento muchísimo sus derrotas y conflictos internos.
Me gusta mucho la música, no solo la clásica: soy casi un adicto al jazz. Como aparece en el último fragmento de El Dios de la intemperie: amo muchísimo a ciertos grandes músicos y cantantes de jazz. Desde Louis Amstrong hasta John Coltrane, pasando por Stan Getz o cantantes como Billie Holiday. En materia de gospel, me gusta Mahalia Jackson. De modo que, eso es lo que te puedo decir.
—¿El jazz influye en lo que escribe?
—Sí, como no.
—Hay un poema en El Dios de la intemperie que aparece sin título y no tiene comas. ¿Alguna relación rítmica con este género musical?
—Ese es un poema que aparece en mi primer libro de poesía. Lo titulé “Poema de la llegada”. En El Dios de la intemperie no aparece el título, pero sí el poema entero. Y bueno, no diría que es un poema calcado de los patrones rítmicos del jazz, pero sí hay algunos míos que abordan el tema del jazz explícitamente. Como, por ejemplo, “Espiritual”, en homenaje a Mahalia Jackson, y “Escucho a John Coltrane”, que aparece en un libro titulado «El esplendor y la espera».
—Puede hablarnos sobre su experiencia en los grupos literarios de los que formó parte
—Calicanto fue una experiencia fundamental en mi vida, no solo porque era un taller dirigido por Antonia Palacios y ella fue ejemplo inspirador para todos nosotros. Una mujer entregada con pasión y fervor al quehacer literario, incluso a costa de su salud física y psíquica. Luego porque fue un centro de discusión literaria importantísimo. Allí conocí a escritores que hoy todavía después de 36 años siguen siendo íntimos amigos míos, por ejemplo: Yolanda Pantin, Igor Barreto, Miguel Márquez, Eduardo Liendo, Hugo Achugar, Eleazar León y Blanca Strepponi.
Y luego estuvo la experiencia de Tráfico. Allí también compartí con los integrantes de Calicanto y otros como Rafael Castillo Zapata. Lo que buscábamos era hacer una poesía urbana que rescatara lo histórico y lo cotidiano porque nos parecía que lo que se hacía en ese momento no incluía ninguno de estos aspectos. Es por ello que decidimos salir a la palestra pública con esa propuesta.
—¿Qué opina de la literatura venezolana actual?
—La literatura venezolana vive un momento esplendoroso. Por mi actividad como coordinador de talleres literarios, yo estoy y he estado en permanente contacto con lo que se hace en poesía en el país, con lo que hacen los jóvenes poetas. Gente como Adalber Salas, Alejandro Sebastiani, José del Pino, Francisco Catalano, Leonardo González Alcalá, Zacarías Zafra, Luis Perozo Cervantes, Raquel Aben Bandalen son extraordinarios poetas, pero extraordinarios poetas. Creo que lo único que les falta es consciencia generacional, aunque están a punto de tenerla. Hacen una gran poesía. Y todos son muy jóvenes.
—¿Por qué hay una preferencia hacia la poesía en el país?
—Eso es un misterio. No sabemos a qué se debe. En Venezuela tenemos la siguiente paradoja: acogemos una de las tradiciones poéticas más importantes de la lengua española y, sin embargo, somos un país que no propicia, como paisaje existencial y cotidiano, estados profundos de conciencia donde aparezca la experiencia poética. Hay grandes poetas desde hace por lo menos un siglo. Joaquín Marta Sosa dice que el S.XX fue el siglo de oro de la poesía venezolana, y lo sigue siendo en el S.XXI. Todos los nombres que les mencioné anteriormente lo atestiguan.
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