Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes
GillesDeleuze&FelixGuattari
algo así como una estatua
sobreviviente de un incendio;
una figura,
que en la oscuridad no se ve,
pero se siente.
Carolina Gómez Maray
Hay libros como rayos: te atraviesan en el instante mismo de abrirlos. No es un amor preparado, que nazca del trato, del irse conociendo. Es un encuentro de improviso, que surge bruscamente cuando lector y libro se ven. “Pero el rayo no nace de la nada sino de nubes que tardan mucho tiempo en acumularse, ese tipo de amor se está formando desde la infancia”; un lector pasa al lado de mil libros y de pronto encuentra un libro que su instinto reconoce como único. En realidad en ese libro cristalizan sus sueños, sus ilusiones, los deseos de la vida anterior de ese lector. Así, como el amor (en el que cree Francisco en El ángel exterminador, de Luis Buñuel), único es el libro Antolín Sánchez.
Puede sostenerse entero en la palma de una mano, como un presagio de la felicidad (casi clandestina) de la lectura que llega así vestida de amarillo. El libro de Antolín Sánchez, editado por La Cueva, abre como una puerta de frecuencia irrepetible tras la que cohabitan los recuerdos ajenos, lo que quisiéramos olvidar y las evidencias de algo no vivido y sin embargo experimentado interiormente. Un diálogo inconcluso, acaso, entre el autor y el lector, que se van tramando un imaginario común en el vacío instalado por el movimiento silencioso de una página a otra, en el que es necesario callar y ver, ver y callar. Seguir pausadamente el llamado de otra imagen.
Cierto es que todo libro “está hecho de materias diversamente formadas”; mas en este caso la afirmación de Deleuze y Guattari adquiere, a mi juicio, una pertinencia sustantiva y de carácter concreto. En el despliegue de 20 series fotográficas correspondientes a épocas y lugares diferentes (aunque unos y otros reincidan en significantes repeticiones) con extensiones y duraciones también variables, se ofrece al lector (¿espectador?) una particular cartografía con territorios (conceptuales, emocionales, vitales) de diversas densidades y velocidades que manifiestan el acto fotográfico como conducta volitiva en sí. Cada imagen acaece ante los ojos del lector como la objetivación de la voluntad creadoradesde el punto de vista del fotógrafo, en la que pensamiento y acción, mirada y técnica, cristalizan en una unidad imaginal indivisible que no es ya la realidad (ni vivida ni observada) sino la transfiguración lúdica de la experiencia individual en memoria visual compartida.
Si “La luz es como el agua”, como reza aquel cuento (de navidad) de Gabriel García Márquez, las fotografías de Sánchez rezuman(sombra, ausencia, interrogación). El lector puede ver estas series como depósitos suspendidos en las márgenes de un canal que antes fue el territorio de la realidad y donde ahora se sedimentan las formaciones discursivas de un autor complejo en estratos diversos. El asunto entonces, de este libro al menos, no es solo la potencia de la imagen que se queda en los ojos como un cuerpo que procura otro cuerpo; la imagen que se da como una intimidad que transparenta el todo en sus fragmentos densos(aunque imágenes de ese tenor habitan el libro). El asunto, me parece, es el autor y la experiencia. Más que un nombre propio a quien atribuir la responsabilidad de la realización de estas fotografías, y su propiedad, Antolín Sánchez es una posición del autor en el libro (al decir de Michael Foucault) que articula las conexiones internas hacia el exterior visible, que atraviesa los blancos entre las sucesiones de fotografías de una misma serie y las segmentariedades de una serie a otra, es decir, los límites de la imagen, y las caracteriza según un ordenamiento que es más estereográfico que cronológico, como puede verse en el tránsito de las páginas, lo cual otorga el carácter verdadero de “portafolio” a esta publicación.
No como una mera colección de imágenes, a lo sumo representativas de distintas etapas en el desarrollo de la obra de un fotógrafo, como podría ser cualquier portafolio, digamos. Este libro en el que el nombre del autor y el título se funden y confunden, sintomáticamente, se hace lugar originario en el que la escritura (visual) es autor y obra, obra del autor. De la combinación entre dos formaciones discursivas que el propio Sánchez confiesa como procesos diferenciados, al menos, en dos grandes modalidades: series cuyo proyecto responde a una definida conceptualización previa y a una clara intención expresiva, y las (llamadas por él mismo) series sedimentarias, aquellas que son el resultado de los hallazgos casi arqueológicos del archivo fotográfico de Sánchez, más que el relato prospectivo de la obra de un Premio Nacional de Fotografía, se traza un mapa de discontinuidades temáticas y técnicas, propias de la libertad creadora del autor y de la experimentación estilística emprendida por una inquieta (e inquietante) voluntad de “hacer ver” cierta trama de las evidencias que lo interrogan de la realidad, y que de vuelta nos interrogan al encontrarnos con las imágenes.
En tanto fotolibro, Antolín Sánchez ofrece una muestra condensada y rigurosamente seleccionada (con la curaduría del mismo autor) de una extensa trayectoria fotográfica, atinadamente enmarcada por el prólogo de Keila Vall y la cronología final, conjunto todo que servirá sin duda de consulta y referencia para el estudio más profuso de la obra de este fotógrafo, y también de la fotografía en Venezuela. Ahora bien, en tanto portafolio, el lector asiste a la reflexividad de una conciencia crítica y a la vez poética que en sí misma propicia una experiencia del pensamiento visual de su autor.
Muchas lecturas podrán hacerse, claro está, de las tramas y subtramas que cruzan (notoria o silenciosamente) la obra de Sánchez. Tal es la densidad de contenido de sus series, la potencia emocional o la complejidad intelectual de los postulados que puede anunciar una correspondencia dinámica entre ética y estética. Y si por un momento logramos pasar de lo contingente en este trabajo, si podemos ver más allá de la realidad material que sirve de objeto referente al acto fotográfico (la época o su geografía específica), y se presenta variable en el devenir histórico, creo que también podremos advertir tres rasgos mínimos que aquilatan el ethosdiscursivo de este portafolio como una sedimentación mayor de la experiencia, en la cual el desarrollo individual del estilo (fotográfico) se manifiesta de acuerdo con su vocación (mítica) y genera territorios (series) de riquezas individuales a partir de sus potencialidades: la pulsión narrativa, la disolución del yo y la configuración simbólico-imagética.
De esa sedimentación mayor avisoro un camino sinuoso y (re)velador en el que la tríada anterior hace sentido: de las ánimas al ánimus. El portafolio de Sánchez da inicio con la serie “Gracias, ánimas de Guasare”, seguida de “Tarot de Caracas” y “Ausencia”, eje inicial en el que se configura un universo de imágenes arquetipales que vinculan la conciencia del yo con el inconsciente colectivo, y en las que está la presencia de lo eterno femenino, no como representación de la mujer necesariamente, sino como fuerza vital que impregna la imagen, o como eros que imanta la mirada en su tanteo con la muerte. Asiste el lector, allí, a un viaje inmóvil, interior, de las pulsaciones de sentidos que se estructuran no ya exclusivamente por los referentes representados, sino por las propiedades formales de la imagen (orientación, movimiento, equilibrio, tensión, contraste), que exceden todo conocimiento previo cultural e incluso el reconocimiento perceptual de los objetos fotografiados. Pues la simbología de estas imágenes, ciertamente, convoca el imaginario social (en particular “Tarot de Caracas”) pero su fuerza comunicativa, su saber, es autónomo y no puede ser reducido a la estructura de los signos convencionales; son realidades (visuales) en sí mismas: fenómenos, en los que condensadamente la forma es “existencia” (y no contenedor del significado), y como tales ejercen su propio influjo en quien los vive y puede percibir que algo se escapa a toda descripción; porque estas fotografías no significan (la muerte, el poder, el olvido, el amor, la fuerza, la ausencia, la ciudad), tornan presente (y por tanto visible) lo que antes no podía verse, lo que ni siquiera puede ser comprendido sino experimentado con los sentidos e incorporado a la conciencia.
Sin intención de imprimirle linealidad a un territorio que más tiene de vericuetos que de rectas, puede leerse entre las siguientes series del portafolio cómo la historia mayor (la de un país o una región) se muestra íntima, historia mínima, y no obstante desprendida de toda anécdota o rastro declaradamente biográfico. El camino de la lectura va acompasado, creo, con un cierto y sutil movimiento que despersonaliza la enunciación hasta hacer de lo íntimo lo humano trascendente. El sujeto de enunciación (el fotógrafo) no se presenta como figura constantemente reafirmada en la autorreferencialidad (tópico habitual de la representación fotográfica); es en cambio una presencia-ausentada, como movimiento inverso del gesto plenamente fotográfico en el que la técnica hace presente lo que por defecto no puede ya sino estar ausente: la imagen (en este caso) muestra los objetos ausentes (lo fotografiado) y disuelve al sujeto presente en el acto, hasta fundir uno y otros en la escritura de la experiencia, que desemboca como un río (no ya un camino) en el autorretrato: ánimushermético que aparece como encarnación del significado irresuelto entre el consciente y el inconsciente, y que sella el final del portafolio, como un tiempo otro que vuelve a empezar incesantemente. Un modo de durar el olvido, sí, es una de las tantas conciliaciones de contrarios que cifran la poética de este portafolio.
También en los destiempos entre las series, que marcan el ritmo de la disolución del yo, se hace visible una narrativa condensada y espesa, pero no cerrada, que puede articularse tanto en la contigüidad propia de la estructura secuencial más analítica (en las series “Fotonovela: El vacío”y “Un asunto de estado”) o más sintética (como en “Domingo en ciudad ajena”, “Fuga insomne”, “La abstracción”, “En B”, “Pix”, “Bajo tierra”); o puede manifestarse bajo la estructura de “eventos”, microrrelatos de una sola imagen que contienen en sí mismos la duración del ahora en el que antes y después quedan subsumidos por la inferencia del lector, y que además se articulan a un relato mayor en el conjunto de la serie a la que pertenecen (como ocurre con “Ausencia”, “Paisajes metafísicos”, “Montaña en exilio”, “Paisajes acuáticos”, “La caída de Babilonia”, “Tarot de Caracas”). Más allá de las diferencias estructurales o tonales de estas narrativas, prevalece en ellas la conciliación de contrarios: la luz y la sombra; la emoción y la razón; el adentro y el afuera; lo colectivo y lo individual; lo construido y lo natural; lo concreto y lo abstracto; lo fijo y lo mutable; lo visto y lo imaginado, aparecen en el plano transfigurados por la condensación simbólica de modo que ambas fuerzas coexisten tensionadas sin aniquilarse; al contrario, su existencia inestable genera un tercer espacio-tiempo, ya el propio e irrenunciable de la imagen liberada de la exigencia referencial de la realidad, una tercera materia que es a la vez real e imaginal, y en la que el autor ha extraído de la circunstancia lo trascendente, como quien deja secar lo percibido en el instante del acto fotográfico, pero en la sombra, procurando que las instancias perdurables de la experiencia en la emoción se depositen. Acaece aquí la escritura fotográfica como tiempo mítico espacializado, que es herida más que huella. Por momentos la imagen se hace cristal que revela el tiempo, por momentos hoyadura en el movimiento. De un modo u otro es depositaria del resto, esa materia intermedia entre la realidad y el pensamiento: la experiencia, que insoluble se ha asentado en la fotografía por su propia gravedad.
______________________________________________________________________
Elena Cardona. Ensayista, poeta y fotógrafa. Licenciada en Letras y Magíster en Estudios Literariospor la UCV. Autora deDramaturgias del mal: Conrad y Coppolay Entremiradas. Visualidad e imaginario cinematográfico en la narrativa venezolana de la modernidad.
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional