Me voy al Cementerio del Este en Metrobús. Dos viejitas, que van a Chuao, se me pegan desde Chacaíto. Como no saben llegar a Chuao, y yo sí, funjo de guía hasta la Plaza Altamira, desde donde es fácil agarrar el Metrobús que pasa por Chuao y sigue su periplo hasta Plaza Las Américas, que es a donde yo voy (mi penúltima parada, en realidad).
Plaza Las Américas es, entonces, el tercer tramo de mi trayecto para ir al cementerio. Sólo falta quien me suba hasta el cementerio mismo desde allí. Por ocioso que parezca, me he investigado por internet, antes de salir, si hay carritos por puesto que suban hasta el Cementerio del Este desde Plaza las Américas, y, efectivamente, sí que los hay.
Y hete aquí que, apenas me bajo del Metrobús, se estaciona, junto a mí, un carrito por puesto que pone El Llanito en el parabrisas. Por no dejar, le pregunto al chofer:
—Buenos días, ¿sabe el nombre del carrito que sube al cementerio?
—Yo mismo soy —me dice el chofer, con una sonrisa. Por alguna razón el tiempo se me alarga y la mañana, gris y astrosa, se me hace más alegre.
Voy a visitar a un amigo que ha perdido a su madre. Mi amigo Manuel. Me subo en el por puesto y observo cómo cae una llovizna dulce a lo largo del trayecto.
—Yo llego hasta la capilla —agrega el chofer.
Asiento con la cabeza, sin responderle ni entender de qué habla. Estoy muy concentrado en el hecho de la muerte, en la muerte de una madre. Esta vez no es mi madre la que ha muerto, pero, sin embargo, voy hacia el mismo cementerio.
En la subida de La Guairita, que creo que así se llama la subida que termina en el cementerio, descubro múltiples negocios: floristerías, panaderías, empanaderías, talleres mecánicos, ventas de agua de coco, e, incluso, un viejo restaurant —una taguara— que vende cochino frito, al que una novia me quería llevar (afortunadamente, no lo logró). Todo un supermercado a la intemperie, como antesala al cementerio.
La lluvia persiste suavemente mientras me bajo frente a la capilla del cementerio y camino hacia la funeraria, esa estructura acristalada que parece una nave espacial, dispuesta a partir al cielo. Lo primero que hago, al entrar al recinto aquel, que se me asemeja a un multiplex de velorios, es dirigirme hacia la máquina de café Nestlé (sí, ya me conozco el camino). La metáfora del multiplex de velorios, por cierto, no es despectiva en lo absoluto, y es que en cada velorio hay una historia, una película de vida diferente.
Me tomo dos mocachinos aguados seguidos para calentarme y, para, de pronto, asimilar el momento. Hago tiempo en los balcones del multiplex, observando el paisaje semi nublado y montañoso de un verde intenso por la lluvia, que discurre a mis pies, un paisaje poblado de tumbas invisibles.
Encuentro el velorio de la Lola, que así se llamaba la madre de mi amigo, y me asomo, discretamente. Saludo a mi amigo, me abrazo con él y, sin darme cuenta, me sonrío, sin reparar en lo solemne del momento, pero es como un reflejo social. Hago algo parecido cuando, después de abrazar al hermano de mi amigo, le pregunto:
—¿Y tú, cómo estás?
Me responde, sin inmutarse:
—Bien, porque estoy acompañado —y me señala, después de hacer un gesto con el que abarca a toda la gente de la sala.
Manguareo por ahí, me tomo otro café aguado (qué lujo insólito en tiempos de hiperinflación), y me dejo ver un poco más antes de irme. Desde el multiplex se distingue, a lo lejos, el signo de un banco, empotrado en una pequeña construcción. ¿Será que hay un banco en pleno cementerio? Recuerdo que tengo poco efectivo, y, sin pensarlo demasiado, echo a andar bajo la fina lluvia hacia el signo del banco.
Efectivamente, hay un banco, con cajero electrónico y todo y, maravilla de las maravillas, no hay cola. La verdad, no me lo puedo creer, en un país en el que hay que hacer colas para todo, incluyendo las interminables colas para conseguir efectivo, un cajero en el cementerio es como una aparición celeste.
Así que, todavía dudoso, le pregunto al vigilante que dormita en la entrada, señalándole el cajero automático:
—¿Sirve?
—Ajá.
Saco algo de dinero y escribo mentalmente un haikú irónico que transcribo ahora:
“Extraño lugar
Los muertos tienen dinero
Que no pueden usar”.
Muy complacido por mi reciente invención, regreso al multiplex a despedirme.
Me despido y me paro, luego, en la plaza frente a la capilla, a esperar que un carrito por puesto me baje de aquel lugar donde está enterrada mi madre.
El carrito rueda vacío, a excepción del chófer mismo, naturalmente, y de la que presumo será su novia (es bastante más joven que él), que ocupa el asiento del copiloto. Se paran en la bajada frente a un cuchitril que tiene unos cocos verdes amontonados en la entrada. La mujer desciende del carrito y regresa al poco rato con un enorme vaso de plástico en la mano.
—Hummm, cocada —dice el chofer, relamiéndose—. Pásamela, pásamela.
Se la van intercambiando y chupando a punta de pitillo toda la bajada, mezclando expresiones de gozo: “Qué rica está, ¿verdad? Sí, mi amor, tá buenísima”.
Para ellos, pienso yo, debe ser un momento de disfrute el pasar por el cementerio, porque lo tienen asociado al disfrute de la cocada compartida. No me hacen caso y está bien que sea así. De pronto, estoy en la playa un domingo, bebiéndome una cocada gigante, en un sitio en el que siempre nos parábamos con mi mamá. La dulzura de la parejita del carrito por puesto, del momento de la cocada, se me ha transmutado a mí, y la amarga sensación que me ha dejado el cementerio cede un poco.
Llegamos al final de la bajada y, como el carrito dobla hacia El Llanito, debo caminar, bajo la llovizna gris y azul, hasta Plaza Las Américas.
Para mí no tiene nada de dramático. Al contrario, es un momento plácido de agradable soledad. Además, llevo gorra y chaqueta. Mientras camino, me encuentro un parque, tristemente abandonado, que bordea la calle. Las malezas crecen a su antojo, hay algunas esculturas derruidas, que comparten el parque, que es oblongo —más largo que ancho—, con aparatos infantiles estropeados.
Escribo, mentalmente, otro haikú:
“Parque abandonado
Sólo los fantasmas
Juegan”.
Y otro:
“Si los niños regresan
Al parque
Se irá la lluvia”.
En el Metrobús de vuelta, me siento tranquilo mirando por la ventana. Por una vez, no pienso en nada. La gente se va subiendo en las paradas de El Cafetal y, de pronto, me doy cuenta de que todas son mujeres. En el bus no hay ni un solo representante, excepto yo, claro está, del sexo masculino. Es como un cuento de Cortázar, me digo, recordando un cuento del argentino en el que un personaje se tiene que bajar de un bus en el que viaja porque le atormenta no saber en qué se diferencia del resto de los pasajeros.
Sin darme cuenta, saco mi libreta y me pongo a escribir un poema con el que cierro esta crónica:
“No dudes,
haz rebotar tu piedra
todas las veces que puedas,
y una más,
Sobre el mar,
sobre lo rugoso del día,
antes que llegue la noche”.
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