(Carlos Schickendantz,- teólogo).- En el mes de marzo de 2017 la importante revista Herder-Korrespondenz de Friburgo, Alemania, ha publicado un artículo que incluye una propuesta sobre la posible ordenación sacerdotal de los llamados viriprobati, varones normalmente casados que ya cuentan con una extensa experiencia de vida eclesial.
Por varios motivos el artículo puede ser útil para la reflexión.
Por una parte, dicho texto tiene una extensión amigable para personas con poco tiempo -menos de 3000 palabras-, por otra, recoge varios de los argumentos centrales que están en juego en esta temática.
El hecho de que uno de sus autores, Helmut Hoping, profesor de la Universidad de Friburgo, sea un ratzingeriano reconocido puede ayudar a que se perciba que esta temática, por su seriedad, debe evitar la casi espontánea clasificación de progresista o conservador que no facilita un examen ponderado del asunto.
Con el deseo de colaborar a un diálogo informado y al discernimiento presente y futuro, el Centro donde trabajo ofrece una traducción de dicho artículo.
Me detengo en la consideración de diversos argumentos que deseo destacar.
El posible acceso a la ordenación presbiteral a viriprobati no es estrictamente un asunto de reflexión sobre el perfil del ministerio, sino, de una manera más amplia, sobre el significado y la importancia de los sacramentos para la vida de la Iglesia, en particular, la centralidad de la Eucaristía para la constitución de identidades cristianas y la construcción de comunidades, en tanto ella es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11).
La disminución continua de ordenaciones al presbiterado representa una tendencia consolidada que no parece vaya a cambiar en el corto y mediano plazo en muchos países occidentales. Las causas que explicarían esta realidad compleja son naturalmente múltiples.
Cierto es que la ausencia de eucaristía dominical en muchas comunidades ‒una realidad ya muy extendida en algunas zonas de la Iglesia‒ tenderá a incrementarse. Es prudente suponerlo. La vida cotidiana de los presbíteros, además, se verá más exigida y el desempeño de ellos deberá concentrarse, progresivamente, en determinadas acciones sacramentales, empobreciéndose así la calidad de su liderazgo y la experiencia concreta y satisfactoria de su ministerio.
De allí solo puede esperarse una situación más exigente y estresante para los sacerdotes y, por otra parte, la creciente ausencia de la experiencia de cercanía del ministerio presbiteral en la vida cotidiana de las comunidades. Esto es ya una realidad, con perspectivas de agravamiento. La ausencia de presbíteros no puede resolverse solo con una mayor participación de laicos y laicas en la dirección de las comunidades, por deseable y correcta que esta medida es en sí misma. El ministerio ordenado es necesario para el normal desarrollo de las comunidades cristianas.
Por otra parte, como ya enseñó el Vaticano II la vinculación entre presbiterado y celibato «no es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva y por la tradición de las Iglesias orientales» (PO 16); también en testimonios del Nuevo Testamento.
Esta no vinculación intrínseca no conspira contra la conveniencia o «conformidad» entre sacerdocio y celibato que explicita el documento conciliar citado. Tratándose de un don del Señor no es posible sino confiar en que Dios seguirá ofreciéndolo a la Iglesia; y que ella deberá continuar poniendo sus medios para que su acogida sea efectivamente posible en muchas biografías. Siempre existirán personas deseosas de traducir en sus vidas, lo más literalmente posible, la forma concreta de vivir de Jesús de Nazaret, incluso en este aspecto.
Pero, la mera renovación del apoyo a los sacerdotes célibes y el trabajo pastoral para el surgimiento de nuevas vocaciones según esa forma de vida no parece una respuesta suficiente a la situación de la Iglesia, ya en la actualidad, y más claramente aún en el futuro cercano.
Como recuerdan Hoping y Müller, los entonces jóvenes teólogos W. Kasper, K. Lehmann y J. Ratzinger se habían expresado de una manera positiva en un informe preparado para los obispos alemanes en 1970.
Según ellos, debía mantenerse en principio la vinculación entre ministerio sacerdotal y celibato, pero, al mismo tiempo, discernir si, junto a presbíteros con vida célibe, no podrían ser ordenados al ministerio varones casados.
No existen dudas que la Iglesia católica posee la libertad para tomar una decisión de esta naturaleza, si las situaciones pastorales lo aconsejan. La sugerencia, por ejemplo, de comenzar con ordenación de diáconos permanentes ya experimentados, que posean una formación teológica y pastoral análoga a la solicitada para los demás presbíteros según la normativa reciente sobre los seminarios, con los acentos en la calidad humana y psicológica que corresponde a un liderazgo eclesial de nuestra época parece prudente.
Conforme al criterio utilizado por el Concilio con la restauración del diaconado permanente ‒introducirlo «donde lo crean oportuno las conferencias episcopales» (AG 16)‒ las conferencias de obispos interesadas podrían proponer al Papa la introducción de esta práctica en una modalidad a determinar y bajo condiciones precisas a formular. Concretada esta posibilidad en algunas iglesias locales disponibles sería posible en un plazo prudente discernir sus efectos y su eventual extensión a otras regiones del mundo. Como afirmaba Pablo VI en 1967 con el Motu proprio Sacrumdiaconatus: «no necesariamente debe ser instaurado en toda la Iglesia latina».
A este punto concreto, también, puede aplicarse una idea general de Rahner sobre las reformas en la Iglesia:
«Lo que es previsible se debería preparar con tiempo y no simplemente seguir haciendo lo mismo… Una planificación a tiempo y un comienzo a tiempo de la ejecución de lo planeado han de tener lugar cuando lo planeado no sea aún urgente por completo ni evidente para todos.
Pero por eso mismo, tropieza con obstáculos internos y externos, que proporcionan fácilmente una excusa para aplazarlo hasta más tarde. En realidad, sólo se planea y se comienza a tiempo cuando, según un criterio sensato, podría todavía esperarse. De hecho, es entonces el momento oportuno, sólo que uno no se da cuenta» (Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974, 59, 64-65)
Una determinada actitud parece prudente hoy: iniciar un proceso institucional y sistemático de discernimiento a distintos niveles y con personas variadas, confiando en que el Espíritu no dejará de asistir e iluminar un discernimiento sinodal responsable, hecho con sensibilidad espiritual y finalidad pastoral, a la luz de la gran tradición de la Iglesia y de cara a los desafíos de nuestro tiempo.
Nadie garantiza el acierto de las decisiones en la Iglesia; pero una medida mínima nos es exigida: poner medios adecuados y suficientes para concretar discernimientos prudentes según el Espíritu. Esto vale para toda renovación en la Iglesia. No estoy proponiendo ninguna opción concreta, que ahora me excede, sino solo la de pensar sistemática y ordenadamente en libertad y discernir en Iglesia. Con palabras de Rahner, «no simplemente seguir haciendo lo mismo».