El título de este texto ?en realidad se trata de una corazonada? lleva varios meses rondándome, como el diablo ronda a aquel personaje en el relato El alma, ávido por comprársela a cambio de un don que al final resulta ser la capacidad para mentir sin pestañear. Yo, sorteando las tentaciones luciferinas, y poniendo un poco de orden en mis ideas, traté de hacer como Aristóteles y quise comenzar primero por lo primario, pero no pude; así que empiezo por el final, que son dos citas que me han puesto sobre la pista de mi corazonada.La primera irrumpió como un tambor de guerra cuando en una librería de viejo de la calle del León me topé con un volumen de El Quijote, de Vladimir Nabokov, las brillantes (y envidiosas) clases que dio en la Universidad de Harvard sobre la obra total de Cervantes: ?Vamos a hacer todo lo posible por no caer en el fatídico error de buscar en las novelas la llamada vida real?. Vamos a no tratar de conciliar la ficción de los hechos con los hechos de la ficción». La otra idea que me puso en el camino de este texto que escribo la leí hoy: ?La realidad es siempre interpretada. Y la primera interpretación consiste en nombrarla?. Son palabras de Julián Marías extraídas de su estimulante (y muy lingüístico) Breve tratado de la ilusión, donde el escritor pucelano se detiene a reflexionar, después de veinte años intentándolo, sobre una palabra que en español usamos de manera peculiar: la ilusión no solo es la locura del desesperanzado, también es la amable esperanza del loco.Ambas frases, la de Nabokov y la de Marías, perfilan todavía pálidamente un aspecto de la ficción que me inquieta desde hace mucho. Lo explicaré con un par de ejemplos. No es infrecuente, cuando vemos una película, que el director coloque al principio esta advertencia: ?basada en hechos reales?; por su parte, en infinidad de novelas, los autores se guardan de las acciones legales colocando algo así: ?esta es un obra de ficción aunque se basa en la vida real; el autor ha escrito su relato libremente sin que lo narrado se corresponda con la realidad?. ¿Por qué hacen esto novelistas y directores? ¿Para qué semejante perogrullada? Algo parecido sucede de manera recurrente en mis clases de creación literaria. Un participante lee emocionado su relato con ganas de que los demás lo comenten y, justo al finalizar, no puede evitar agregar la siguiente coletilla: ?esto ocurrió en la vida real?, seguro de que esa información elevará el nivel literario del texto. Pero si la vida real no existe en la ficción, pienso. ¿No es obvio? Me llama poderosamente la atención la necesidad general de justificar/explicar/disculpar/inutilizar a la ficción adulterándola con el marchamo de la realidad. ¿Por qué no entendemos que, como la antinomia lengua: habla propuesta por Saussure, la realidad y la ficción constituyen las caras de una misma hoja, y una no podría existir sin la otra, aunque son definitivamente dos entidades distintas? ¿Por qué ese miedo a que la ficción sea independiente de la realidad, por qué ese deseo de domesticarla, de quitarle sus poderes? ¿Tanto miedo nos da lo ficticio? Si, como explica Nabokov, no hay que buscar la vida real en la ficción, pero la realidad se interpreta nombrándola, como expone Marías, ¿no se tratará, pues, de que usamos la ficción de manera equivocada, para nombrar la realidad, y a cambio recibimos aquello que nos aterra ?el ?bien de la ficción??, lo otro que estremece las delicadas fibras de nuestro pánico ontológico? ¿Será que cuando Garmendia escribe ?hubo un tiempo en que los héroes de historias éramos todos perfectos y felices al extremo de ser completamente inverosímiles?, tan solo trata de conjurar una maldición de la que no nos hemos librado y que nos impulsa a tratar de ?domesticar? la ficción para apaciguar sin éxito el terror cósmico que revela esa verdad otra? ¿De qué lado del espejo estamos realmente, si hay?