Un hombre es colgado en mayo de 1887 en San Petersburgo y una mujer se come un gato ciento treinta años después en Río Chico. Y el lugar de tránsito que hizo posible desmentir que no hay mal que dure cien años, Harapanda, exhibe hoy el Ikea más grande del mundo.
La Revolución Rusa de 1917 se gestó en el cuello quebrado de Sasha, el nombre familiar de Alexandr Ulianov, hermano de Vladimir Ilich. Condenado a muerte por el intento de asesinato del zar Alejandro III cuando este se dirigía a la misa de réquiem de su padre, el zar Alejandro II, asesinado por un grupo llamado Voluntad del Pueblo en 1881. Veinte años antes había liberado a los siervos de Rusia, los mismos que el primer movimiento terrorista de la historia quería soliviantar contra todo el orden establecido, como bien habían aprendido los revolucionarios de las doctrinas socialistas y anarquistas de occidente. De los quince acusados de la conjura, cinco fueron a la horca. Uno, el joven Sasha, quien en su vida de estudiante ganó unas cuantas medallas de oro al igual que su hermanito. Ambos brillantes. Ambos asesinos.
Meses después del enjuiciamiento y condena de Alexandr, durante una manifestación en contra de regulaciones universitarias, Vladimir Ilich es detenido como uno de los agitadores y por ser el hermano del terrorista. La Universidad de Kazán admitió en la facultad de Derecho a aquel estudiante sobresaliente; luego de la detención y del acercamiento de Vladimir al grupo Voluntad del Pueblo liderado por Bogoraz, es expulsado. En esos años leería la novela de Chernishevski ¿Qué hacer?, cuyo protagonista tenía una voluntad de acero. Sería conocido desde entonces en los bajos fondos como Lenin, y rumiaría un odio incansable contra quienes irrumpieron en su carrera universitaria: el establishment zarista y la burguesía. El resto es la historia de una vileza dialéctica. Una ontología de la villanía.
Condenado al exilio por tribunales zaristas, Lenin estaba en Suiza cuando el zar Nicolás II abdica ante manifestaciones en Petrogrado. El tren que llevaría al líder de los bandoleros bolcheviques a Rusia se encontraba en el interior del golfo de Botnia, el mar que distingue los territorios del norte sueco y Finlandia. Llegaría en ocho días, entre vagones inmundos para atravesar Alemania (país que financió el regreso), un barco que lo llevaría a Suecia, y otro tren que lo llevaría a la última estación. Churchill escribió: “Hay que entender plenamente las apuestas desesperadas que ya habían efectuado los líderes militares alemanes. No obstante, fue con cierta sensación de pavor que volvieron contra Rusia el arma más terrorífica de todas. Transportaron a Lenin en un vagón de tren sellado herméticamente, cual bacilo de la peste, desde Suiza hasta Rusia”. La biografía de Lenin es la
Revolución rusa. Y de todas las revoluciones y comunismos. Es la biografía de la abyección formalizada por la ideología. O la ideología abriendo cauce al Mal.
El legado: asesinatos, gulag, expropiaciones, hambre, canibalismo, muerte, fosas comunes, vigilancia, delaciones, torturas, violaciones, desapariciones, y más muertes y más fosas comunes y más hambre. Esa mujer que desuella un gato en Río Chico, es el corolario de lo que engendró Lenin al ordenar la degollina de la familia del zar recluida en un sótano inmundo. Las niñas asesinadas, sus rostros desfigurados por las bayonetas, sus cuerpos quemados por la bahorrina bolchevique y enterrados en los bosques en nombre de la justicia y la igualdad. En Los Romanov, Montefiore horrorizado obvia detalles sórdidos de la matanza real. El ahorcado fue vengado.
¿Qué podía nacer de ahí? ¿Un mundo mejor? La zahúrda revolucionaria. El logro del fracaso. La perfección negativa que apunta Amis en Koba el temible. En el paraje helado de Harapanda, el revés del descalabro, se venden muebles para armar. Ikea podría ser el cenotafio de la momia de Lenin, ahora que el ministro de Cultura ruso quiere –cien años y cien millones de cadáveres después, y contando– deshacerse de ella.