En la biografía que escribí sobre Manuel Antonio Carreño ?que apareció bajo sello editorial de El Nacional-Banco del Caribe? me detenía en un manual que se reimprimió en Caracas. Se trató de unas páginas orientadoras, cuyo autor fue Santiago Delgado de Jesús y María, sacerdote de las Escuelas Pías de Castilla. Llevó por título Catecismo de urbanidad civil y cristiana para uso de las escuelas. Salió de los talleres en la Caracas de 1833. Ese manual recibió nueva impresión en 1846, lo que deja ver que tuvo lectores confiados en sus consejos.Fueron varios los puntos que atendió el autor de ese manual de comportamiento. Se dedicó a aconsejar sobre las maneras de conducirse en la mesa. Le interesó guiar a sus lectores en los modos de conducirse en sociedad: cómo reírse, de qué manera saludar a las personas, qué hacer cuando se recibían visitas, etc.Uno de los puntos que le interesó tenía que ver con la manera de caminar cuando la persona transitaba por las vías públicas. Este autor estaba convencido de que salir a transitar por las calles, a manera de reconfortante paseo, no era asunto para dejar al acaso. También dar una caminata tenía su protocolo. ¿Y cómo debía proceder la gente cuando salía a caminar? Para dar respuesta a esa pregunta que, seguramente, se harían sus lectores, el sacerdote era prolijo al apuntar:?Si uno fuere solo, o dos las personas de respeto, entre dos irá siempre en medio la más calificada, y entre cuatro las dos de mayor carácter; si iguales, alternarán ocupando el centro en sus vueltas, con este orden: el que lleva la derecha del sujeto del centro, le ocupa al fin del paseo en su vuelta, quedándose aquel a la izquierda, y sucesivamente el que quedó a la derecha, entra a la otra vuelta?.Suelo recordar con hilaridad el día que di con ese manual. Me encontraba en la sala de libros raros y manuscritos, de la Biblioteca Nacional, cuando leí esas líneas al siempre recordado Jorge López Falcón. Jorge fue un querido amigo y, además, excelente referencista de esa sala. En su compañía, practicamos lo que nos decía Santiago Delgado de Jesús y María en momentos en los que sólo había una lectora en ese recinto dedicado a especialistas.Es probable que una persona de estos tiempos valore como exageradas las indicaciones que hemos conocido. A final de cuentas, pensarán algunos, salir a caminar no reviste mayores problemas. Sin embargo, quien escribe esta columna piensa en otra dirección. Suelo imaginar la poca atención manifestada por la mayoría en relación con los demás, al momento de salir de su casa. Tantas indicaciones del sacerdote debieron surgir para evitar los empujones, pisotones, irrespetos que las personas más débiles (ancianos y niños, sobre todo) sufrían al estar fuera de su casa en tránsito por la ciudad.Y si los venezolanos valoraban aquellos consejos ello obedeció, desde luego, a que la conducta pública en las ciudades venezolanas estaba (como en España) fuera de toda regla y medida. Los más fuertes, guapetones o, simplemente, desaprensivos(as) habrán perpetrado todo género de violencias que ofendían a los más indefensos. De ahí el valor de las pautas que recibían y, sobre todo, la disposición a acatarlas.No sólo se trató del arte de caminar por las ciudades, también la conversación fue sometida a normas orientadoras. A quienes hemos dedicado tiempo a leer los numerosos artículos de costumbres que se publicaron durante esos años, se nos hace familiar la imagen de interlocutores especializados en hablar zoquetadas.Abundaron, sin dudas. Por eso, en varias ocasiones se encuentran, tanto en los manuales como en la prensa, consejos para inculcar competencias en el arte de la conversación. Dentro de esos propósitos, puede contarse a Manuel Antonio Carreño y Francisco Javier Yanes, hijo. Los avisos donde estos dos letrados publicitaban las bondades del establecimiento educativo que fundarían dentro de poco (el Colegio de Roscio, en 1839) fueron utilizados para esos fines.Ciertamente, entre sus objetivos pedagógicos contemplaron estimular en los jóvenes las maneras adecuadas ?de saludar, de conversar con personas de distintas edades y sexos?. De ahí se sigue el interés que tenía ganado el asunto de la charla en ejercicio socializante.Tan era así la atención en la materia que el diario La Mañana, en 1841, desarrollaba el tema bajo el título ?Conversación?. En esta ocasión la censura iba dirigida a los hombres que pretendían acaparar la atención de todos, a pesar de que sólo abrían la bocota para decir sandeces. Por eso, decía el anónimo cronista de las páginas mañaneras:?Para algunas personas la conversación se reduce a una sarta de anécdotas o cuentos, y si bien nada hay que anime la conversación, y le dé tantos atractivos como las anécdotas chistosas y oportunas, una sucesión continua de ellas es cansada; por desgracia los anecdotistas de profesión suelen con harta frecuencia repetir varias veces la misma anécdota en todas ocasiones?.Si las líneas traídas a colación le resultan familiar, podemos concluir que muchos hombres y mujeres del siglo XXI se expresan con mayor impropiedad que los venezolanos de comienzos del siglo XIX. Y hablo de impropiedad porque han pasado casi dos siglos y todavía no han aprendido.Hartos de escuchar estupideces, los letrados del siglo XIX acuñaron una expresión para caracterizar a los que parloteaban sin parar y, para colmo de males, repetían una y otra vez las mismas anécdotas. En ello no tuvieron piedad. Fue entonces cuando decidieron otorgar ?a estos anecdotistas el nombre de cucús de la conversación?.Ahora sabemos que cuando un venezolano o una venezolana de las décadas de 1830-1840 oía a un fulano o fulana hablar sin parar sólo para proferir insensateces, lo llamaba ?cucús?.