Después de hacer un cálculo rápido, Consuelo Gómez responde: «37 años. Porque mi primo tiene 38 y yo soy un año menor». A esta edad, un punto casi indefinido en el tiempo, que no puede precisar de inmediato, la ex religiosa experimenta algo que podría considerarse un nuevo arranque en su vida.
—Ahora se trata de lo que yo siento y de lo que yo digo. Nadie me va a poder decir lo que tengo que sentir o pensar.
—¿Antes te dirigían los sentimientos?
—Totalmente. No nos dejaban pensar por nuestros propios medios, y casi no podíamos sentir, porque nos ordenaban todo.
Consuelo supo, hace más de treinta años, que cuando creciera iba ser matrona, veterinaria o monja. Al momento de decidir, después de salir del colegio con 18 años, pensó en entrar a las Hermanas del Buen Samaritano en Molina, una congregación fundada por Irene García de Prado, religiosa española que empezó, además, un policlínico y una hospedería.
En la Región del Maule, el lugar se caracteriza por la atención a ancianos y enfermos, que viven ahí y reciben cuidados de manera gratuita. Era un lugar que conocían su abuela y sus padres, desde hace años. «Quede enamorada ahí, y entré», recuerda ahora, desde Talca, Chile. Era el año 1998 y estuvo en la congregación hasta que la abandonó en 2017.
«El trabajo era de verdadera esclava»
Color de rosas. Así define Consuelo la realidad que se encontró apenas entró de novicia, cuando le tocó empezar con el trabajo religioso y el cuidado a los enfermos. Antes de entrar, ya era catequista, corista y preparadora de confirmación en otra parroquia.
«Pero después fueron pasando los años», rememora ahora. Además de las tareas misioneras y de cuidado, a las novicias les correspondía hacer labores de aseo y mantención del convento, incluyendo preparar las comidas. Por todo su trabajo, y a pesar de la existencia de una especie de contrato con la congregación, asegura, nunca recibió ninguna paga, ni para gastos personales.
Cercana a sus padres y hermanos, Consuelo recuerda que lo más complicado fue el control que recibía sobre su conexión con el mundo más allá de las paredes del convento. Las visitas se limitaban a dos o tres horas, una vez al mes, y los llamados tenían que durar menos de diez minutos.
«No podíamos hablar con gente de afuera, porque nos decían que eran amistades particulares y que no correspondía. Siempre, todo lo que hacíamos, era con miedo», cuenta. Cada vez que se conversaba con alguien, tenía que comunicarlo a su superiora.
A veces, cuando trabajaba en turno de noche cuidando a los enfermos, su hermana la visitaba. El resto de las religiosas dormían. En ese proceso, Consuelo recibió un gran golpe: la muerte de su abuelo, lo que la sumió en una depresión.
«Me salieron herpes en todo el aparato digestivo, comenzando con la boca, y jamás me llevaron al médico, sólo me tenían con suero y medicamentos a su parecer», relata. Nadie le informó a sus padres de la situación, pero cuando pudieron enterarse la llevaron personalmente a ver un doctor.
A esa presencia de su familia atribuye lo que vino después, cuando el panorama, como recuerda, se le complicó: la congregación la envió a España en el año 2000.
«Ahí sí que el trabajo era de verdadera esclava», acusa. Dice, por ejemplo, que aquellas novicias a las que no se les asignaban turnos de noche, no tenían derecho a descansar durante la tarde. Tenía que estar, en todo momento, ocupada con una tarea. «De lo contrario eran retos, retos y más retos», cuenta. Empezó a tener crisis nerviosas y cayó en la anorexia.
Recuerda que siempre estaban pendientes y que les revisaban, incluso, la ropa interior que usaban. «Por lo mismo había mucho acoso de los sacerdotes, capellanes y directores espirituales, muchas tocaciones indebidas. Se les iban las manos hacia zonas que no debían. Esto pasaba también en Chile, pero en España lo defendían mucho y aceptaban este comportamiento», relata.
Estando allá, pasó por Tenerife y Loja, donde, recuerda, vio cosas como presbíteros tomando sol completamente desnudos en el patio. También vivió un período en México, donde estudió para ser Técnico en Enfermería, además de trabajar en turnos de más de 12 horas diarias.
Comenzó a sentir dolores muy fuertes de cabeza, del cuello y del cuerpo en general. «Nunca me creyeron y me obligaban a levantarme aunque estuviera revolcándome en la cama de dolor, incluso me daban cachetadas como castigo», recuerda. En esa época, incluso, intentó terminar con su vida.
Tendrían que pasar casi diez años para que se diera cuenta de que lo que vivía «no correspondía». Como muchas jóvenes que optan por la vida religiosa, su decisión se basaba en una profunda creencia y algo que ella todavía identifica como su vocación.
«Empecé a tener consciencia de que no estaba bien cuando llegué de España, el 2008», precisa. Pero siguió. Después, la congregación resolvió enviarla junto a otras dos religiosas a trabajar en la Nunciatura Apostólica, en Providencia.
Allí, asegura, recibían una paga de cerca de 200.000 pesos para gastos médicos y objetos personales, como toallas higiénicas. «Se supone que era un trabajo de administración, pero pasábamos a ser las empleadas de los curas y de las mismas empleadas que estaban contratadas para eso», cuenta.
Estuvo ahí poco más de tres años, de los que recuerda algo muy específico: no haber tenido ningún día de descanso. Ni los domingos, ni los festivos. «Nos tocaba hacerle todo a los curas: levantarnos temprano a preparar el desayuno como ellos querían, hacer el almuerzo como lo pedían, hacerles la cena, limpiar la cocina, tener que acompañarlos. Eran todos muy exigentes», recuerda.
«Me hicieron sentir culpable de todo»
La frase que ahora dirá Consuelo es una que se ha dicho muchas veces, por muchas otras personas que han vivido lo mismo. Pero para ella, es una de las primeras veces en que las formula en público: «Ya no tengo miedo».
«Yo fui abusada sexualmente por una monja en España, que también era chilena y superior a mí, varias y repetidas veces. Y todos sabían y me hicieron callar. Me hicieron sentir a mí que era culpable de todo. Pero ahora comprendí que esta es una historia que yo viví, que es mía, y que no soy la única», dijo, por primera vez a un medio.
Entonces, todavía era novicia y, calcula, debe haber tenido cerca de 20 años. Para Consuelo, sacar cuentas de fechas es un ejercicio. En cierta forma, es como si hubiera vivido siempre el mismo año, compuesto de meses infinitos.
Dice que, la primera vez que pasó, cuando la religiosa abusó de ella en la pieza que compartían, después de que le sincerara su angustia por lo que estaba viviendo y se pusiera a llorar, tenía asco. «Sentía que me quitaba mi dignidad», recuerda. Después, los hechos se repitieron.
«Cuando yo entraba al baño, ella también lo hacía y cerraba con llaves para luego manosearme. Me forzaba física y psicológicamente a hacer cosas que yo no quería», añade.
Por eso, Consuelo acudió al sacerdote que era el director espiritual del recinto. «También me hizo callar, por lo mismo, porque me dijo que le iban a dar la razón a ella y no a mí, que yo para él era una simple novicia, y yo, por miedo, no sé a qué, pero por miedo, porque estaba lejos de mi familia, me quedé como parapléjica», dice.
Pero eso, aclara, ya terminó. Ahora, cuando se cruza con monjas en la calle o escucha la palabra, ya no llora. Ya casi no le dan crisis de pánico. Ahora ha recuperado el peso que perdió estando adentro, que no podría precisar en kilos pero sí en la reacción que tuvo su familia cuando la volvió a ver, demacrada. «Parecía cualquier cosa», recuerda.
Se debe, en parte, a que lleva desde el año pasado en tratamiento psicológico y psiquiátrico. Fue, precisamente, a través de su psicóloga que llegó a José Andrés Murillo y a su Fundación para la Confianza, quienes están apoyándola.
Y explica, también, que se decidió a hablar porque le preocupa que la historia se siga repitiendo. La suya, que es la de alguien que abandonó la congregación teniendo bulimia, o la de una de sus compañeras, que se escapó del convento mientras todas las demás estaban en misa.
«Sé que quedan congregaciones de religiosas y que hay muchas jóvenes que, a lo mejor, tienen esa inquietud, y no quiero que les pase lo mismo que pasé yo. Y también sé que hay muchos papás que se preguntan cómo será la vida adentro, y tampoco quiero que se sientan como se ha sentido mi mamá, con la culpabilidad de que ella fue la que me dio permiso», añade.
«Injusto, cruel y vergonzoso»
Los últimos años en que vistió sus hábitos fueron los que pasó en la nunciatura, donde fue destinada en 2013. Ya había intentado abandonar la congregación muchas veces. «Me confesaba a los padres y me decían: no le des este tremendo dolor a la madre Irene».
En la nunciatura, alrededor de edificaciones blancas, fue donde se sintió mejor. Valorada, dice, con la sensación de que servía para algo. Fue allí donde la enviaron al médico y fue diagnosticada con fibromialgia, hirsutismo, osteopenia, artrosis y problemas en la columna y la cadera.
Fue, también, donde explotó, durante una reunión con el nuncio Ivo Scapolo, con quien fue a conversar sobre otro tema. «Pero me puse a llorar, me preguntó qué me pasaba, y le conté todo mi caso, que me sentía pésimo, y todo lo que viví en España», rememora.
Según su relato, el nuncio fue comprensivo y la entendió «perfectamente bien». «Me enviaron al psiquiatra, que sin mayores palabras se dio cuenta de la depresión severa y del trastorno de estrés postraumático que tenía producto de lo vivido en España, de estar guardando todo por más de diez años», afirma.
«Pero a mí la rabia que me da ahora es que el nuncio, sabiendo todo esto, no ha hecho nada», reclama.
Dice que, por los tiempos que normalmente se toman en estos procesos, la situación debería estar en conocimiento del Vaticano, o debería haberse iniciado una investigación contra la religiosa. «Pero no ha hecho nada», recalca.
Se salió de la nunciatura a fines de ese año y volvió al cuidado de su familia, en Talca. Le costaba concentrarse, no era capaz de hilar sus ideas, tampoco controlaba esfínter. Fue a principios de 2017 cuando envió una carta a la congregación para solicitar un descanso y 250 mil pesos mensuales para costear gastos de salud. Aunque aceptaron, en cuatro meses sólo recibió 400 mil pesos. Finalmente salió.
«Me ha costado volver a vincularme con mi familia y confiar en el mundo, porque fueron casi 18 años de estar sometida a un régimen. Ya no se puede decir que estuve en un convento buscando a Dios, porque nunca tuve la posibilidad de hacerlo», dice ahora.
En su situación, asegura, hubo vicio, como denuncia que también existió en otras que le tocó presenciar. Una de esas eran las visitas de los sacerdotes que recibían en Molina. «Los sacaban de sus diócesis por razones que… bueno… ahora me estoy dando cuenta… y los metían ahí, y estaban en comunidad con nosotras», cuenta.
Menciona, como ejemplo, a Javier Cartes, sacerdote de Curicó que fue condenado por la justicia civil a 5 años de pena remitida por abusos a un menor de 12 años, a pesar de que el tribunal eclesiástico lo absolvió.
«A él la Iglesia lo dejó sin hacer misa, pero iba allá y le daba la comunión a los enfermos, celebraba la eucaristía, todo. Y pobre de la que hablara, porque eran capaces de echarla», asegura.
Es una de las cosas que, afirma, no logra comprender. «Si fue un abusador, ¿cómo lo pueden tener un convento donde hay monjas, donde hay mujeres? No me cabe en la cabeza. ¿Y quiénes los ponían ahí? Venía desde las cabezas de la Iglesia. Por eso, ya que se están destapando cosas, que se destape todo de una vez», añade.
A pesar de que al principio lo evitaba, ahora Consuelo ve las noticias. Por eso está al tanto de lo que ocurrió con la Conferencia Episcopal chilena, quienes dejaron sus cargos a disposición del Papa Francisco por los casos de abuso que han ocurrido en el país.
«Yo sé lo que sufrieron esas personas, porque también pasé por eso. Todo lo que se pueda hacer contra los obispos es poco. Yo los metería a la cárcel. Son todos una pila de mentirosos, sinvergüenzas e hipócritas», señala.
Pero dice que algo de la situación, tan amarga, le provoca gusto. «Por fin está saliendo a la luz pública la verdad de lo que ha pasado y lo que hemos soportado todo este tiempo», destaca.
Por eso, se sincera, ha cambiado de opinión: antes pensaba que si tenía que enfrentar su caso públicamente, le pediría a su hermana que la representara y hablara en su nombre. «Pero en estos momentos ya no necesito que alguien hable por mí», asegura. «Es mi historia y yo la tengo que contar. Y estoy dispuesta a contar todo».
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