Nadie olvidará en Ibarra la noche del 19 de enero. La ciudad ecuatoriana presenció la muerte de una mujer embarazada apuñalada por su ex pareja, frente a la mirada absorta de la policía. Y observó con asombro cómo se desató la ira de sus pobladores, no tanto por aquel feminicidio, sino por el hecho de que el autor fuese de nacionalidad venezolana. Ese detalle enardeció a las masas y dio pie a una cacería de brujas contra la población migrante, cuyos efectos no sólo se hicieron sentir en la capital de la provincia de Imbabura sino en otras localidades del país.
«Por primera vez, despierto en Ecuador con miedo a salir a la calle. Lo primero que hice al abrir los ojos fue llorar de angustia. Debo ir a trabajar y me da terror salir del apartamento», escribió desde Guayaquil Valentina Prieto en su Twitter.
El miedo se ha apoderado tanto de los venezolanos en Ecuador, que fueron los grandes ausentes durante las concentraciones de júbilo que realizaron sus compatriotas en todas partes del mundo, a raíz de los acontecimientos que ocurrieron en Venezuela el 23 de enero. Tres testimonios dan fe de que el pánico que generó los hechos de Ibarra está vivo, más de una semana después.
Rossana Seijas, abogada, Ibarra
«Lo que vivimos en Ibarra fue una cacería de brujas al estilo nazi. Todo lo que pasó nos hizo vivir en carne propia el terror. Ese sábado, como a las 11 de la noche, una banda de motorizados empezó a recorrer las calles amenazando y gritando: ‘malditos venezolanos, los vamos a matar. Váyanse a su país’.
«Desde mi casa se escuchaba todo, porque yo estoy justo en el centro de Ibarra, a tres cuadras de lo ocurrido. Aquí vivo con mi hija de 12 años de edad y una comadre. Tuvimos que quitar la bandera de Venezuela que teníamos colgada en casa, porque se ve desde la calle. Nos escondimos en un cuarto y apagamos todas las luces. Así pasamos esa noche, porque pensábamos que se iban a meter en el edificio.
«Pasaron como tres veces. Los gritos no cesaban. Los nervios eran incontrolables. Nos dio un ataque de pánico. No podía explicarle a mi hija lo que ocurría. No podíamos hablar. Solo llorábamos y nos abrazábamos. Gracias a Dios que mis vecinos no nos delataron, porque ellos no son xenófobos.
«Ese sábado no dormimos. Tampoco el domingo ni el lunes. Todo estaba fuera de control. El martes fue que se pronunció el nuevo gobernador de Imbabura haciendo un llamado a la calma. Igual, yo no he querido salir a la calle. Ni siquiera a sacar la basura. Tengo terror. Mis vecinos nos han traído alimento y nos colaboran en lo que necesitemos.
«Jamás me había sentido tan atemorizada. Era como si el demonio se hubiese apoderado de la gente. Los venezolanos estamos aquí en un estado de indefensión absoluta. Y es lamentable, porque Ibarra es una ciudad hermosa. Pero los ciudadanos son muy cerrados.
«Te hacen sentir que no eres bienvenido. Cuando vas a buscar trabajo te dicen abiertamente: venezolanos, no. A mí me pasó muchas veces. Mi hija también ha sufrido ataques de violencia en su colegio. Me ha llegado con el uniforme roto o golpeada. Su colegio alega que son cosas de niños. Que es un juego. No admiten que se ha naturalizado la xenofobia.
«Hay mucho cansancio por parte de los ecuatorianos con los venezolanos. En parte, lo entiendo, porque sí han habido robos. Pero tampoco es una violencia desbordada. Ecuador no estaba preparada para esta migración. Ellos no son receptores.
«Yo llegué aquí el 4 de diciembre del 2017. Vine como refugiada política, porque sufrí persecuciones por parte de un alcalde. Llegué a Ibarra porque tenía una conocida y se me presentó la oportunidad de huir de Venezuela. Ahora estoy en comunicación con Acnur y otros organismos para que nos saquen de Ecuador de manera segura. Aún no sé a dónde. Pero a Venezuela no puedo volver hasta que no caiga el Gobierno”.
Un grupo de venezolanos participa en una vigilia tras el asesinato de Diana Carolina Ramirez Reyes a manos de un venezolano. (AFP).
Ariana Barrios. Profesora universitaria. Quito
«El día de los hechos en Ibarra vivimos una situación de miedo y asombro. La xenofobia se siente todos los días en Quito. Pero de ahí a ver por redes cómo perseguían a la gente en las calles de Ibarra, era difícil de creer.
«Lo que ocurrió el domingo fue muy fuerte. Las asociaciones de venezolanos hicieron un llamado de alerta para que nadie fuera a trabajar el lunes y que no llevaran a los niños al colegio. Pero yo tenía que ir a dar clases. Así que salí a la calle con mucho miedo.
Me puse los audífonos para no tener que escuchar insultos o cualquier cosa en contra de los venezolanos. Opté por no ir en taxi, como siempre. Preferí tomar el transporte público porque me sentía más segura. Desde entonces, evito hablar en público. Aunque mi fenotipo me delata, porque soy morena y de cabello rizado. Muy caribeña.
«Sé por algunos conocidos que la policía ha estado pidiendo papeles. Pero estamos alertados por las asociados de venezolanos que no nos pueden detener ni deportar. Siento mucho temor. La xenofobia siempre ha estado. Pero ha ido escalando. Primero fueron con amenazas en redes sociales, luego con marchas y ahora con estas persecuciones.
«Yo viví las manifestaciones antiinmigrantes en el centro de Quito, que se realizaron el año pasado. Y he sido víctima en varias ocasiones. Me han abordado en la calle como prostituta por el hecho de ser venezolana. He escuchado conversaciones donde dicen que los venezolanos solo vinimos a robar. Incluso, en una oportunidad, uno de mis alumnos hizo una presentación en clases y dijo que los venezolanos vinieron a quitarle el dinero a Ecuador para llevárselo a Venezuela sin importar mi presencia.
«Mi hijo no ha sido víctima de xenofobia en el colegio porque estudia con otros niños extranjeros. Pero mi sobrino sí. La maestra le tenía un acoso terrible. Yo trabajaba como voluntaria de Movilidad Humana y presencié el caso de una venezolana de nombre Fabiola Flores, que padecía de osteomielitis y no fue atendida en el Hospital Eugenio Espejo. El personal alegó que no atendían esa enfermedad y menos si la paciente era venezolana. Ella murió.
«Esos hechos y lo que acaba de ocurrir en Ibarra me hacen pensar si tengo que seguir en Ecuador. Pero quiero esperar que mi hijo termine el colegio. Yo llegué aquí porque me gané una beca para hacer un doctorado en literatura latinoamericana. De eso hace tres años y medio. En ese entonces, los ataques eran contra la población afrocolombiana y luego hacia los cubanos. Pero no eran como ahora. Nos juzgan a todos los venezolanos por el acto cometido por una persona. Me gustaría que comprendieran que no estamos aquí por gusto, sino porque las circunstancias nos obligaron a huir».
Naborí Aponte. Vendedora. Cuenca
«Me sentí muy alarmada por todo lo que veía en redes sociales. Me parecía insólito. Incivilizado. Nada más ver cómo sacaban a las personas de sus casas, sus pertenencias. Lo que se leían era que harían una limpieza social. Amenazas de que acabarían con los venezolanos. Que nos matarían.
«Ese llamado del presidente Lenín Moreno de crear brigadas para abordar a los venezolanos les dio carta blanca a los ecuatorianos para expresar su odio y actuar con violencia. Eso hizo que nos replegáramos. Yo me resguardé en casa. Había mucho expectativa. Pero, gracias a Dios, en Cuenca no pasó nada. Aún así, no he querido salir. Nada más para lo necesario.
«Porque esta xenofobia no es nueva. El cuencano, que es de quien puedo hablar, es muy cerrado. No están de acuerdo con que estemos aquí y no nos han recibido con los brazos abiertos. Son más los que nos rechazan que los que nos dan la bienvenida.
«Yo trabajo en la calle vendiendo bebidas energéticas en los semáforos, como otros tantos venezolanos. Y siempre hemos tenido problemas con la municipalidad, porque no está permitida la venta ambulante. Pero qué hacemos. De algo tenemos que vivir.
«El martes no dejaron vender a mis compañeros. Les dijeron que no permitirían que la inseguridad se expanda por la ciudad. Hasta ese día, nos colaboró un ecuatoriano que siempre nos ayudaba a guardar la mercancía. Nos pidió que sacáramos todo de su casa. Al final, no nos han dejado trabajar. Lo que se ha vendido es muy poco. La gente nos expresa su rechazo de muchas maneras. Nos sube el vidrio. O nos dicen cosas. Nos hacen entender que no nos quieren aquí.
«Yo llegué a Cuenca en mayo del 2018 porque mi hijo de 20 años se vino a probar suerte y no tenía corazón para estar lejos de él. Escogimos esta ciudad porque mi hermano ya estaba haciendo vida aquí, con su esposa y mi sobrino. Ellos se mudaron justamente a Ibarra. Gracias a Dios están bien. Pero sí les pidieron que no fueran a trabajar ni al colegio por precaución.
«Hasta ahora no he pensado irme. Al menos no todavía. Tengo familiares en Perú y me han dicho que me vaya para allá. Pero me cuesta pensar que tengo que huir otra vez, porque así mismo me tocó salir de Venezuela.
«Mientras la situación se calma, me protejo. Cargo mis papeles encima, mi cita de la visa y no salgo de noche. Me puse a buscar otro trabajo, porque en la calle nos exponemos mucho. Un día se me acercó un señor a decirme que me compraba toda la mercancía si me iba con él. Desde entonces, no he vuelto a salir sola a vender. Me da miedo”.