Antes de que el pedal de su bicicleta se desprendiera, llevó un domicilio de tacos mexicanos al barrio Chicó: arribó al edificio y le escribió a la cliente para entregar el paquete, pero esta no le contestaba. El vigilante, frunciendo el ceño, sospechó que la joven tuviera malas intenciones:
“Me trató supermal, solo porque trabajo en esto”, se lamenta Karen Peñuela, quien se gana la vida como ‘rappitendera’ (o repartidora de domicilios vía app). Pero al final, la destinataria respondió y la muchacha pudo cumplir con su tarea.
Empuja la cicla por la ciclorruta de la carrera 19, en busca de un mecánico que suele ubicarse en la calle 122. Faltan pocos minutos para las nueve de la noche y esta colombo-venezolana avanza con una maleta cuadrada y de color naranja, más grande que su espalda, colgada de los hombros. Ahí acomoda los pedidos.
Su pelo, oscuro como el cielo nocturno, le baja como cascada y le roza el ombligo. De piel morena y dientes muy blancos, comenta que nació en Bogotá y a los 9 años se la llevaron al oriente de Venezuela. Hace ocho meses regresó, huyendo de la escasez. Un mohín de frustración se le dibuja en la cara al ver que el mecánico se fue. Media vuelta hacia atrás y a empujar con dirección al sur:
“Lo que hoy hago es muy diferente a lo que estudié, pues soy estudiante de tercer año de medicina, con cursos de rescatista y paramédico”. Su acento es una mezcla atípica de rolo con venezolano: “No es tan común ver mujeres trabajar en esto, pero se puede. Nos ven como princesitas y creen que nos partimos una uña, pero no todas somos así. No me parece tan difícil”.
Apunta, eso sí, que a veces le toca escalar “lomas horribles”. Recuerda, por ejemplo, que su primer pedido (una comida tailandesa con té) lo subió hasta la carrera 4.ª este con calle 17. Casi se le estalla el corazón –sufre de asma y siempre carga su inhalador–, pero se ganó los primeros 5.000 pesos.
La calle
A principios de enero debutó en Rappi, la aplicación que tiene repartidores trabajando en cientos de calles del Distrito. El norte, sobre todo, es la zona de mayor movimiento. Ella ha pedaleado por Chapinero y el centro, pero se acomodó mejor en un cuadrante que comprende desde la calle 65 hasta la 140, y desde la carrera 7.ª hasta la Autonorte, e incluso hasta la avenida Suba.
“Antes me iba temprano para la casa, ocho de la noche, porque al ser mujer me veían –ladrones– como blanco fácil. Siempre le pedía a Dios que no me dejara sola y nunca me pasó nada”.
Pero la época de irse pronto terminó gracias a uno de sus amigos, que vive cerca de su casa en el barrio Policarpa (localidad de Antonio Nariño). Se devuelven juntos –por la avenida Caracas– y así Karen puede quedarse hasta la medianoche, o dos de la mañana los fines de semana, cuando más se mueve el negocio. No obstante, en su vecindario más de una vez la han hecho correr los “ñeros”.
Un compatriota detiene la cicla y le pregunta dónde puede adelantar un giro de dinero para la app. Ella le indica el sitio más cercano.
“Tengo una amiga que se hace hasta 200.000 pesos a la semana; pero metiéndole la ficha se puede sacar hasta 400.000. Es bien para mí, que no tengo mucha responsabilidad: tengo 21 años y mi responsabilidad soy yo misma y ayudar a mis padres. Pero es diferente para una mujer con hijos que trabaje así, porque le toca pedalear de sol a sol, así llueva. Las admiro”.
Según Rappi, en promedio un domiciliario trabaja 14 horas por semana. En una hora productiva puede hacer entre dos y tres pedidos y en promedio ganar $ 4.700 por cada uno ($ 3.700 por servicio y $ 1.000 de propina). Esto les permite conseguir entre $ 9.500 y $ 14.000 por hora.
La caminata se acerca a la 116 con carrera 19. La avería de la bici ha privado a Karen de su séptimo pedido de la jornada, que empezó al mediodía. En el cruce, la ciclorruta cuenta con una rotonda que sirve de parqueadero a los domiciliarios. De día y de noche, luce atestado de estos trabajadores. Allí beben agua, despachan algún bocadillo, comparten chascarrillos o tan solo descansan.
Antes de poder pasar la vía –el semáforo está en rojo–, un colega de Karen se avienta sin importar que vengan carros. Imprudencias como esta, sobrepasos peligrosos y uso de los andenes, son las que a diario denuncian ciudadanos molestos con este batallón de ciclas y motos.
De casualidad, pasa una ambulancia que aturde con su sirena. La muchacha observa el aparato y explica que el paciente transportado lleva un politraumatismo, “lo sé por el color de las luces. Dependiendo de cómo alumbren indican qué tipo de emergencia es”.
En el costado sur de la 116 –no quedaba espacio para parquear en la glorieta– espera unos minutos a que sus mejores amigos lleguen. Hace rato han estado hablando por Whatsapp y saben que ahí es el punto de encuentro. Al fin aparecen –Mic y Sting, así se hacen llamar– y ella les pregunta dónde podría arreglar su cacharro de dos llantas: al parecer –9:30 pm– es tarde para encontrar algún taller abierto, afirman. Ambos chicos advierten que van a entregar más pedidos y que no se demoran.
Por jornada, cada uno recorre entre 15 y 20 kilómetros, calcula ella. Todos cuentan con dos pólizas de seguros: una de accidentes personales y otra de responsabilidad frente a terceros. También tienen aseguramiento de riesgos laborales, que los protege en caso de accidentes en ejercicio de su labor, como independientes, pues no cumplen horarios fijos y pueden trabajar a la hora que quieran.
“Hay poca conciencia del uso de las vías y las ciclorrutas, porque los peatones se meten en la vía y los conductores son muy imprudentes; con otros ciclistas no he tenido inconvenientes”, expresa Karen, quien hace unos días fue golpeada por un carro que le lastimó la muñeca.
“Ahorro para ayudarle a mi hermana en Venezuela y sueño con ir a Panamá, Alemania y Grecia a estudiar gastronomía”, remata, antes de que su mejor amigo la recoja para ir a buscar dónde guardar la cicla, al menos por esta noche.