«Nunca me deja. Me sigue como sombra, como tatuaje: ‘ex – narcotraficante’. Y está bien, uno debe pagar por lo que hizo». A Jorge Valdés le encantaría que el mundo se acuerde de él por su hoy, por su cambio. O por sus inicios, pero no. Donde sea que vaya, salta implacable: «El narco».
Ex narco, en realidad. Tuvo a su cargo el ingreso de 95% de la cocaína a los Estados Unidos. Dibujó rutas para aviones y barcos, lavó dinero, abrió cuentas infinitas donde esconder los millones que brotaban de la droga; llegó a tener mansiones, aviones, yates, Corvettes, caballos. Compró jueces. Sobornó presidentes, en Costa Rica, Panamá, Colombia, Honduras, Guatemala… Fue el cerebro financiero de una organización que la DEA no tardaría en bautizar como Cartel de Medellín. «Pero no era un cartel como tal”, dice, “éramos muchas organizaciones paralelas que traficábamos en distintas rutas y cantidades con metodologías distintas». Pablo Escobar fue el más conocido, aunque Valdés no compartía «tropa» con él.
Sí, se conocieron y midieron sus distancias. Alguna vez, Escobar mandó a matar a Valdés. «El sicario me alertó por respeto y yo encaré a Pablo», asegura. No volvieron a cruzarse. La captura o muerte de todos los sindicados como integrantes y, en particular, el asesinato de Escobar a manos de tropas colombianas en 1993, marcó el fin del cartel.
El único sobreviviente es él. Porque a mitad de camino decidió cambiar de vida. De eso habla en los dos libros que escribió. Uno de ellos, «Cerebro narco», se presenta del 1 al 9 de este mes en distintas ciudades de Argentina, editado por Logos. Cada vez que puede, lo repite: «La droga es una trampa, el poder no llena. Todo comienza con cruzar una línea, y luego otra, y otra. Y ya no hay vuelta atrás. No me la contaron, yo estuve allí».
«Llegué a la cima, y me sentía un miserable”, dice hoy. “Encontré que nunca será suficiente. Que la felicidad no está en las cosas». Dice también que perseguir al narcotráfico estilo Reagan en Estados Unidos o Calderón en México no da resultado, «porque matan a uno y surgen 20 en su lugar. Pasó con Pablo Escobar». En cambio, atacar las causas y trabajar con la infancia y la juventud como apostó Nixon, «hablar, educar, ir contra la pobreza y contra el vacío de vida, eso ya es otra cosa», sostiene.
Jorge Valdés y la avioneta en la que traficaba droga. Foto: Editorial Logos
Partido al medio
La vida de Valdés no interesa solamente por ser un narco que vive para contarla. El hombre atrapa por haber llegado dos veces a la cima (una ilegal y la otra legal), y por haber dicho «basta, me bajo, acá no hay nada». ¿Tenerlo todo y decir «acá no hay nada»? «Me miraba al espejo y solo quería morirme», dice de sus tiempos de capo narco.
Tuvo una infancia feliz en La Habana: familia culta, religiosa y acomodada. Luego, se exilió a Estados Unidos a sus 10 años escapando del régimen castrista; volverse inmigrante hispano pobre, despreciado, con hambre, reducido a trabajar a destajo. Altos ideales, mucho amor por la familia, título de Contador antes de los 20, un puesto en la Reserva Federal de los Estrados Unidos. Y sueños de revancha: «seré millonario antes de los 30».
Vida de narco
A los 20, era gestor contable de unos almaceneros colombianos que invertían apenas 800 dólares anuales en mercadería pero generaban 100 mil mensuales. «Somos narcotraficantes», le dijeron. Y el joven estudioso y soñador acomodó de inmediato sus buenos principios a la nueva posición: «después de todo, solamente llevaré sus números». A los 23, ya era jefe narco con numerosos traficantes a su mando, encargado de pensar la estrategia fiscal y de abrir mercado en Estados Unidos. Capitaneó el ingreso de la cocaína a Norteamérica y le hizo un lugar en tiempos donde abundaban la heroína y la marihuana. «Vendíamos sobre todo a Hollywood, empresarios, políticos.; la droga era cara, no para pobres y nunca a niños», dice.
Capturado en Panamá, preso 5 años, siguió operando tranquilo desde la cárcel con todo un ejército de voluntades compradas. Al salir, en Medellín pisaba duro Pablo Escobar Gaviria. Plata o plomo, niños sicarios, descuartizamientos, torturas, narcos y policías asesinados a diario. No era del grupo de Valdés, pero se cruzaban. De sus 4 socios iniciales, solo uno quedaba vivo. Los ajustes de cuentas se pagaban con vida, propia y de todos los familiares. «Sabíamos que nuestro destino era cárcel o muerte pero no nos importaba», dice.
¿Mandó a matar alguna vez? “Nunca”, responde. “Cuatro veces pedí a don Manuel Garcés, jefe de mi grupo, ejecutar a alguien que amenazaba mi vida. Y don Manuel me respondió las cuatro veces: Mijo, un millón lo ganamos de nuevo, pero una vida no la podemos resucitar».
Y siguió. Con pistola y ametralladora bajo la almohada, tres millones de dólares al mes de ganancia propia, fiestas, Lamborghinis, Ferraris, Rolls Royce, mujeres y hastío.
Jorge Valdés con un Porsche. Foto: Editorial Logos
«Mi madre me decía: hijo, lo que haces no agrada a Dios”. “Yo no creía en nada. Pero estaba vacío. No le encontraba sentido a vivir». Finalmente, decide cortar en seco. Larga todas las operaciones, aunque no los millones ganados. La Justicia vuelve a buscarlo y cae preso. «Te armaron un caso, podemos sacarte fácilmente», le dice su abogado. «No habré hecho esto que me acusan pero sí hice mucho mal», responde Valdés. «Te echarán cárcel por 8 vidas», insiste su abogado. Y decide quedarse, firmar voluntariamente la entrega de todos sus bienes y purgar sus culpas.
Por primera vez, Jorge Valdés sentía paz… y no había nada.
«Lo que más me dolía era acostarme de noche, mirar el techo y decir qué sentido tiene la vida. Mis padres vivían en una casa nivel medio bajo y eran felices, no me aceptaban ni un centavo. Mi mundo era confuso, todo era gratificación de tres segundos».
Dejar, dejar, dejar. «Sentía el agotamiento de la corrupción. Había dejado de creer en Dios a los 10 años. Pero mi madre insistía; tenía una hija de 3 añitos que era pureza total y a la cual yo no podía hacer entrar a mi mundo. Y un instructor de karate que durante 3 años me dio clases primero y me leyó la Biblia después».
Hasta que se rindió. «Pensé que si Dios existía y tenía misericordia, se apiadaría de mí. Dejé la vida de narcotraficante. Y entregué los réditos de esa vida. No podía seguir viviendo de las ganancias surgidas de tanto mal».
Los años de cárcel le dejaron reflexiones, apaciguamiento y estudios de Teología. Al salir, tenía 40 años. Se doctoró, dio clases y se casó con Sujey. Decidieron trasladarse para vivir cerca de los cuatro hijos que ya tenía Jorge: «tenía que ser un padre presente», dice. Sin empleo otra vez, iniciaron una empresa de limpieza, la cual llegó a ser con los años referente internacional. Y volvió a tener caballos, yates, aviones. Y a vivir lejos de sus hijos, que ahora eran 6.
Hasta que dijo basta otra vez.
Actualmente, vive dedicado a su familia y a las obras de resarcimiento: crearon con Sujey una fundación contra la droga, donaron durante años becas de estudio, fundaron una capilla en una cárcel de Louisiana y una casa para ancianos en Cozumel, México. Como académico, fue asesor del Pentágono y de congresistas. Da conferencias y entrega las ganancias que obtiene a obras de prevención de la drogadependencia.
Salvar del vacío
«Si no nos enfocamos en dar oportunidades a los niños que viven en la pobreza, vendrá el narco y les dará mil dólares y matarán por él», sostiene. También hay que atender el vacío que envuelve a la juventud, «y creo que el origen está en el abandono de la familia. Yo pude volver porque tuve padres que me señalaron siempre dónde estaba el norte. Los niños que nunca recibieron educación no podrán volver». Y para dejar la droga, subraya, hay que cambiar totalmente de ambiente: no será posible inmerso en el mismo mundo.
Dice todo eso y más en sus dos libros. Su vida está a punto de ser filmada en una miniserie de dos temporadas. Y repite a quien quiera oírlo: «La droga es una trampa. El poder no llena. Todo comienza con cruzar una línea, y luego otra, y otra. Y ya no hay vuelta atrás. No me la contaron, yo estuve allí».