José González, 28 años, ingeniero industrial, llegó a Chile el 11 de marzo pasado desde Maracaibo, Venezuela. Nueve meses con días buenos —la mayoría— en que José agradece la seguridad, la estabilidad, la posibilidad de enviar dinero a sus padres; y con días malos. Días en que José extraña a su mamá, a su papá, a sus amigos, a su barrio, sus calles. Días de rabia en que se pregunta por qué tiene que trabajar como conserje, para qué estudió tanto, por qué tuvo que irse. Él conoce las respuestas.
Las mismas preguntas que se hacen los más de tres millones de venezolanos repartidos por el mundo. Un éxodo que se aceleró en 2013, cuando Nicolás Maduro llegó al poder, y junto con él, el aumento de los asaltos, de los muertos, de los secuestros, y de la escasez de la comida, de las medicinas, de los productos básicos, de las oportunidades. La mayor crisis humanitaria que vive la región en décadas y que golpea especialmente a los jóvenes. Como José.
Sentado detrás de un mesón en el lobby de un edificio en Providencia (una zona acomodada de Santiago), José —barba sin bigote, gorra de los Padres de San Diego, camiseta azul con el logo de su universidad, la Rafael Belloso Chacín— cuenta que su hermano mayor, también ingeniero industrial, vive desde 2012 en Francia junto a su esposa, ingeniera en petróleo; que su hermana, comunicadora, vive en Chile desde hace cuatro años, y que él partió porque en Maracaibo ya no había trabajo ni dinero y porque su mamá necesitaba medicinas para el corazón.
José partió el 5 de marzo junto a cuatro amigas. Cruzaron en auto hacia Colombia, luego en bus hacia Ecuador y Perú. Sus ahorros, 302 dólares, le alcanzaban para llegar hasta Arica (en el extremo norte de Chile), donde consiguió los seis mil pesos (unos 8,6 dólares) que necesitaba para seguir hasta Santiago.
José pudo viajar en auto y en bus, algunos pocos lo hacen avión y otros huyen a pie.
Mochileros y expatriados
Miguel Arrieta Zinguer es abogado, tiene dos especializaciones, dos doctorados, una maestría. Es profesor de la Universidad Católica del Táchira desde hace 20 años. Nunca pensó irse de Venezuela, su plan era jubilarse junto al mar, en Margarita. Pero los cortes de agua, de luz, el desgaste y el futuro de sus dos hijos adolescentes lo hicieron cambiar de opinión. Arrieta es judío, tiene derecho a la nacionalidad israelí, y se acogió a un plan que lo llevará a él y a parte de su familia a iniciar una vida nueva en Jerusalén.
Oriana Mendoza viajó más cerca, pero tardó más en llegar. Estudiante de Economía de 25 años, salió el 1 de agosto desde Maturín. En Colombia se le acabó el dinero y continuó “como mochilera” hacia Ecuador y Perú. Tardó 14 días en llegar a la capital peruana, donde la esperaba su hermana mayor. Ahora trabaja en el distrito de Cercado de Lima mientras aguarda por el Permiso Temporal de Permanencia, un documento oficial que regulariza la situación del migrante durante un año.
Como Perú, la mayoría de los países de la región implementaron medidas para ordenar y ayudar a la diáspora. El ex alcalde de El Hatillo David Smolansky, ahora en el exilio, jefe del grupo de trabajo de la OEA para monitorear la crisis migratoria venezolana, destaca las políticas de algunos países: el permiso especial de permanencia de Colombia, la visa de responsabilidad democrática de Chile, la homologación de títulos profesionales en Argentina; el proceso de interiorización del gobierno de Brasil, que traslada migrantes hacinados en la frontera hacia ciudades donde tienen más probabilidades de encontrar trabajo.
Smolansky conoce el exilio, la migración forzada. En los años 20, un bisabuelo paterno de David fue encarcelado por los bolcheviques en la Unión Soviética; la familia huyó a Cuba, donde su abuela conoció a su abuelo, y nació su papá; en 1962, el régimen de Fidel Castro expropió la fábrica textil familiar, en 1970 migraron a Venezuela, en 1985 nació David. El 9 de agosto de 2017 le tocó a David: el gobierno de Maduro emitió una orden de captura contra el entonces alcalde por “no impedir” las protestas violentas de ese año.
En los siguiente 35 días, el dirigente político de Voluntad Popular (el partido de Leopoldo López) recorrió 1.100 km, burló 35 puntos de control, se afeitó la barba, usó gorros, sombreros, cambió su forma de hablar, cruzó la frontera con Brasil a través de un paso selvático donde lo esperaba la policía federal; luego lo recibió el canciller Aloyso Nunes. Ahí, Smolansky narró su fuga y se declaró exiliado. Ahora vive en Washington.
“Ha sido una historia dura. Tres generaciones en tres países distintos, en un siglo donde prácticamente no hemos podido disfrutar de la libertad o la democracia. Eso, a la vez, es mi mayor fortaleza y motivación para seguir sirviéndole a Venezuela, y para que mis hijos puedan disfrutar de una nación segura, justa, con libertad, donde abunden las oportunidades”, dice Smolansky desde Estados Unidos.
Smolansky presentará durante el primer trimestre de 2019 el informe sobre la situación de los migrantes venezolanos que elabora para la OEA. Algunos de los números y datos que ha recolectado hasta ahora: un tercio de los migrantes tiene problemas de desnutrición, 100.000 son portadores de VIH; la reaparición de enfermedades como malaria, difteria o tuberculosis; necesidades de asistencia legal y problemas de desinformación, brotes de xenofobia en algunos países receptores.
Ante la crisis migratoria, dice Smolansky, hay que tener una política de “mano amiga y brazo fuerte”. El brazo fuerte, dice Smolansky, es “denunciar la causa y la raíz de este problema: la dictadura de Nicolás Maduro”. Y la “mano amiga”, dice Smolansky, es “atender y proteger a los migrantes y refugiados venezolanos dure lo que dure esta condición, y que América Latina entienda que integrándolos hay oportunidad para dinamizar sus economías. La mayoría de los venezolanos está llegando con la intención de trabajar, emprender, estudiar, de aportar”. Migrantes como Dayana Sánchez.
Resfríos o balas
Dayana Sánchez Cherubini, 22 años, periodista, entró en 2017 a la sección política de El Universal, antiguo diario opositor comprado en 2014 por capitales chavistas. Dayana dice que amaba su trabajo, pero el dinero no le alcanzaba, la inseguridad aumentaba y las medicinas escaseaban. “Todos corremos peligro en Venezuela. Si no te mata una gripe, te mata alguien para robarte el teléfono”, cuenta Dayana frente a un jugo de frambuesa en un café de Providencia, en Santiago.
Dayana postuló al programa de la visa de responsabilidad democrática del gobierno de Chile. Fue aprobada. El 24 de septiembre pasado dejó su carrera, sus amigos y abrazó por última vez a su mamá en el aeropuerto de Maiquetía, Caracas. Se instaló en Santiago con planes de ejercer el periodismo, pero mientras, como José y como tantos jóvenes profesionales que partieron, Dayana trabaja en lo que encuentra.
Cuando cuentan sus historias, Dayana y José tienen gestos e inflexiones parecidas: cuando hablan de sus familiares, de lo que pudo ser y no fue, aparecen los silencios, las pausas, los ojos húmedos, las sonrisas resignadas; cuando hablan de las causas de su salida, como dicen en Venezuela, se “arrechan”, se enojan. Una mezcla de ambos sentimientos aparece cuando hablan de sus estudios y de sus trabajos.
Dayana fue la primera de su generación en la Universidad Santa María de Caracas, la carrera de cinco años la terminó en cuatro, trabajó en una radio, después en El Universal. Dayana trabaja ahora como mesera en el Hotel Intercontinental de Vitacura (un barrio de clase alta de Santiago). Sirve sandwiches y jugos, recoge platos y tazas. “El choque es muy duro. Un día estaba con un termo de 10 litros en cada mano sirviendo café, y pensé: ¿por qué hago esto? Antes yo era la que estaba al otro lado. Es duro, muy, muy difícil. No sabes cuántas veces al día extraño mi vida. Pero bueno, estoy tratando de construir otra”, dice.
Después de seis días de tomar agua y de comer galletas y pan, José llegó a Independencia, un barrio de trabajadores en la zona poniente de la capital chilena, donde unos amigos lo alojaron durante un mes mientras buscaba techo propio y trabajo. José trajo su título de ingeniero y el certificado de su curso de inglés, pero su primer trabajo fue como conserje, luego como mesero y luego, como conserje otra vez.
José ríe siempre, conoce y conversa con todos los vecinos, lo aprecian. Es querido. El primer día de trabajo, mientras trapeaba uno de los pisos más altos del edificio, solo, sintió “unas ganas inmensas de llorar”.
“Yo decía, estudié en la universidad, conseguí mi título y ahora estoy aquí limpiando pisos. No puede ser. Llamé a mi mamá y le dije que no podía, que me quería devolver, porque yo no había estudiado para esto, no quería hacer esto. Y ella me dijo: ‘Hijo tienes que ser fuerte, porque de una u otra manera, allá estás mejor que acá’. Y la verdad es que sí, a pesar de que uno extraña todo, todo de allá, la ciudad, la casa, uno prefiere estar aquí”, dice.
Fanático del béisbol, de las Águilas del Zulia y de los Yankees de Nueva York, uno de los sueños de José es conocer el Yankee Stadium. Pero su sueño no es vivir en Estados Unidos. José piensa en Australia, un país donde no tiene amigos ni familiares: “La verdad, no tengo una razón. Un día me vino la idea, y dije, quiero vivir en Australia. A veces hay que seguir esos impulsos medio inexplicables”. José sabe que salió para no volver en mucho tiempo, sabe también que ahora abre puertas y trapea pisos, pero tiene un título y ganas, y sabe que por mucho que extrañe su país, en Chile, o en Australia, o en otros lugares lejos de Maracaibo, estará mejor.
Su mamá también lo sabe y se lo recuerda siempre, como en un mensaje de voz que José muestra: “Doy gracias a Dios porque ustedes estén afuera abriendo camino. Ahora nos tocó a nosotros los venezolanos irnos, lo cual significa, mijo, que no hay vuelta atrás. Tiene que pensar en echar raíces en el país que usted termine por seleccionar, uno donde haya fuentes de empleo, respeto a los derechos humanos, a las leyes, valores, principios, porque los que había aquí en Venezuela, los acabaron estos chavistas revolucionarios. Y para que esto se recupere, va a pasar tiempo, se necesitará mucha educación, concientización. Y ese tiempo va a significar la pérdida de toda su juventud fuera. Cuando tú seas viejo vas a empezar a ver aquí, otra vez, valores, principios y respecto. Visitarás después Venezuela como hace uno cuando va de turista a otro país”.