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Dos caras de la migración venezolana en Bogotá

Un químico que logró acomodarse en la ciudad y una joven madre que vende arepas. Cara y sello

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César Blanco, de 48 años, es un químico venezolano que dejó Caracas cuando apenas se vislumbraba la crisis en su país. Llegó a Bogotá en el 2009, con la ilusión de hacer negocios con la facilidad que antes lo hacía en Venezuela, pero se encontró con una realidad distinta: los colombianos eran desconfiados y le costaría años poder moverse con agilidad en ese nuevo entorno.

Bianca Mazz, por su parte, es una joven de 22 años y con dos hijas de cuatro y dos añitos. Antes de migrar desde el Zulia (zona próxima a Maicao, Guajira) cursaba octavo semestre de Ingeniería de Mantenimiento Mecánico. Hoy se gana la vida vendiendo arepas. Aunque siente que Bogotá la acogió bien, anhela regresar a su país y convertirse en profesional. Aquí, los requisitos para una homologación «son demasiado complicados y costosos y solo homologan un poco», confiere.

Crisis y nuevos retos

Toda la vida de César transcurrió en Caracas, siempre trabajando en empresas transnacionales, en una «amplia industria en ese tema (fármacos y alimentos)”. Conjugaba su rol de técnico-ejecutivo con actividad social, entretenimiento y goce. «Tenía muchas playas cerca y era fácil ir», recuerda.

Al momento de su salida hacia territorio colombiano, el deterioro de la economía no era tan marcado en el país vecino. «Habíamos sido consumistas. Pero luego el deterioro creció exponencialmente cuando bajaron los precios del petróleo», dice Blanco, quien respira hondo al pensar en los años iniciales a 2.600 metros de altura sobre el nivel del mar.

Su sentimiento al salir de Venezuela era que se iba a «deshacer de ese ambiente nefasto del chavismo en el que el gobierno obstinaba a la industria; llegaba a un país nuevo por descubrir», apunta. «Pero la dicha me duró tres meses: entré en depresión porque no llené mis expectativas, en temas como las nuevas amistades, tuve que empezar de nuevo; todos mis amigos y mi familia quedaron en Caracas».

Fueron ocho meses de trastornos alimenticios, desórdenes de personalidad y unas ganas tenaces de volver a su tierra, ¿pero a qué? Decidió continuar y tratar de comprender mejor el ecosistema de negocios de la capital colombiana. Al final de cuentas era el responsable de sacar adelante la división farmacéutica de una empresa que le había dado la confianza años atrás. 

«La forma de hacer negocios en Colombia es muy difícil. Entendí que para los empresarios lograr un margen de ganancia es complicado y se requiere bastante trabajo. Me di cuenta que en Venezuela habíamos sido felices y no lo sabíamos», comenta con nostalgia.

De esos primeros meses a los años siguientes las noticias de sus familiares y amigos irían de mal en peor. En el primer y segundo años, cuando iba a visitar, le pedían que llevara carteras y otros objetos de lujo; pero después esas mismas personas comenzaron a pedirle maquillajes, crema dental, cuchillas de afeitar: elementos de primera necesidad.

Al principio era difícil hallar la forma de enviar cosas, porque en Venezuela es delito tener dólares; hasta que encontró una persona que genera bolívares allá y también tiene empresa en Colombia. Ahora, cada mes envía 600.000 pesos en medicinas. Es su aporte para que los suyos sobrelleven la dificultad. 

Entre tanto, para competir en el Distrito no tuvo más opción que bajar sus márgenes de ganancia. Con los meses y los años identificaría sus propias ventajas competitivas, como él las llama, hasta ganarse el espacio que se había buscado.

«Solo después del quinto año empecé a ver a Colombia desde otro punto; hice amigos que son como hermanos y conozco más la cultura», advierte el químico. «Aunque en Colombia puedes hacer negocios, comprar carros, casas, divisas, de todo, la felicidad nunca es completa porque siempre la mente está allá. Uno piensa en los de uno y sabe que no tienen esto, siguen sumergidos en un mar de incertidumbre: estás con el corazón en la mano por los que siguen allí», finaliza, convencido de que seguirá trabajando y con la esperanza de que las cosas mejoren en el vecino país.

De la ingeniería a las arepas

  

Le parecía insólito que aún teniendo dinero, tenía que hacer «filas kilométricas y de horas para poder comprar hasta un caramelo», apunta Bianca, la muchacha de 22 años que vende arepas venezolanas frente al centro comercial Bulevar Niza. A 1.500 pesos la unidad o siete por 10.000 pesos.

Sus dos niñas de cuatro y dos años fueron la razón definitiva que la convenció de migrar a Bogotá. Ni la escasez de comida, medicamentos y hasta gasolina (en uno de los países con las mayores reservas de crudo del mundo), ni la insistencia de varios familiares para que se viniera la habían convencido antes.

«Ahora mi proyecto de vida es darles lo mejor a mis hijas, que estén bien en lo emocional, en educación y formación, porque en Venezuela se estaban perdiendo mucho los valores y no quiero un futuro así para ellas», comenta.

Desde que llegó en el segundo semestre del 2017, dice, la gente la ha tratado bien, le han dado la bienvenida e incluso ha cosechado una clientela. A las horas del desayuno, media mañana y almuerzo, el negocio se mueve bien. Más tarde, las ventas escasean.   

«En cuanto a la forma de hablar sí es muy diferente, porque los venezolanos somos muy groseros (procaces), en cambio aquí todo es que pena, disculpa, ‘veci’ por favor y así», analiza la mujer, mientras empaca tres de sus bocadillos en una bolsa de papel.  «En Zulia decimos mucho verga, y aquí hay que tener cuidado porque significa otra cosa y no se ve bien, uno tiene que contenerse un poquito porque si no, se ve feo».

Aparte de velar por sus chiquitas, la venta le deja algunos pesos para enviar a su país, sobretodo a una amiga que se quedó cuidándole la casa. La mayoría de su familia, por fortuna para ella, vive en Colombia, por lo que no se ha sentido tan sola como otros inmigrantes.

Al hablar del frío confiesa que las primeras semanas «fue terrible, me ahogaba al caminar. Pero me acostumbré, incluso a veces ando en moto y no me pega tanto», expone la venezolana, que venía acostumbrada a temperaturas que en El Zulia llegaban hasta los 43°C. 

Por su parte, las niñas ya ni saco se ponen, se han acostumbrado al fresco y al viento bogotanos. Ellas asisten al colegio y, aunque a veces preguntan por su país de origen, cada día se sienten más cómodas en su nuevo entorno.

«Si en mi país las cosas mejoran, volvería, porque lo extraño mucho. Venezuela es muy bonito y agradable, lo que pasa es que el Gobierno que hoy tiene no ayuda, destruyó mucho», expresa esta madre que trata de tejer su nueva vida, anclada aún en la nostalgia. »Sueño con retomar mis estudios allá, pues acá es difícil, muchos requisitos. Las expectativas son grandes, aunque debo ir poco a poco», concreta la venezolana, con esa sonrisa de esperanza que se niega a abandonar.

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