La salida de Aimé** desde Maracay, la capital del estado Aragua, no fue tan milimétrica como la había planeado el día anterior. Pretendía dejar a las 6:00 am en punto su casa, su vecindario, sus muebles –algunos todavía útiles-, a su mamá y a un pequeño labrador “langaruto”, como ella dice.
“Había alistado todo. Tenía mi maleta gigante, las cobijas y las almohadas en una bolsa de mano. Y comidita, pues, porque no sé cuánto tiempo pasaremos sin comer. Ah, y los documentos. Esos me tocó guardarlos bien porque sé que los pueden robar. Pero a la chiquita le dio berrinche y no vamos a llegar a la hora que le dije a mi esposo. Las horas van en nuestra contra siempre”, afirma con resignación y lamento a pesar de que han pasado 48 horas desde el episodio.
Con todo listo y esa prisa que pareciera constante en su hablar y que se mezcla con ansiedad y miedo, tuvo que parar. Ya iban “tarde” en su horario puntual extremo, pero le ganó el corazón de madre para consolar a su hija menor. Tanto así, que a pesar de que con insistencia le había dicho el día anterior que no se podía llevar un osito de peluche, no tuvo más remedio que dejar que lo empacara.
“Si ya la tuve que convencer de dejar todo lo que conocía, no me podía el alma de pedirle que llevara su oso. Es un mugroso rosado y le tendrá las manos ocupadas, pero quizás siente que así se va acompañada, como con un pedacito suyo”, explica Aimé, a quien la carga del viaje se le nota en su cara y en sus ojos.
Dejar la casa a las 6:00 am no era capricho. Le esperaban cuatro días de un largo trayecto que incluía, por lo menos, tomar 13 buses. En 96 horas pasaría por tres países, pararía en nueve ciudades, al menos en dos municipios y un corregimiento, y tendría que hacer, por lo mínimo, dos caminatas de 30 minutos.
Después de esa travesía que empezaba en Maracay, su esposo la esperaría a las tres la tarde en la terminal de Trujillo, en Perú. Su apuro no era solo verlo. Hace más de un año no le toma su mano ni duerme a su lado. Pero su carrera contra el reloj no es solo porque lo extrañe, es porque su esposo tiene solo dos horas de permiso en su trabajo para poder ir a recogerla. De lo contrario, tendrán que esperarlo hasta las 9 de la noche cuando termine su jornada.
Aimé no adivina que aún le faltan más de 18 horas para llegar a su destino. ¿Dónde estoy? Fue su primera pregunta al bajar del bus con un par de cobijas encima en medio de más de 38 grados de calor.
Mira alrededor para tratar de ubicarse, da varias miradas al cielo, a la calle polvorienta donde la deja el bus. Ha pasado tanto tiempo dentro de ese coche cama color rojo que el sol le encandila los ojos. Aunque no encuentra nada que le dé referencia de dónde está, dice con voz firme: “Después de tantas horas, debo estar ya en Ecuador”.
No es así. Está en Santa Ana, Putumayo, un corregimiento de apenas un par de calles cuya relevancia surge porque es el punto desde se conecta Puerto Asís con Orito, La Hormiga y San Miguel, y también porque es una de las salidas hacia Ecuador.
Para llegar hasta allí, que es más o menos la mitad de su viaje. Debió tomar un bus en la terminal de transporte de Maracay y después de 12 horas llegar a la de San Antonio de Táchira. Ahí caminó durante 26 minutos hasta el puente Simón Bolívar y luego tomó un transporte informal que la llevó a la terminal de Cúcuta. Desde ese lugar tomó una flota que la trasladó hasta Bogotá en un trayecto de casi 16 horas.
A la capital de Colombia llegó de noche, pero no tuvo el valor para dormir en los improvisados asentamientos que hay en las calles de Salitre. No porque pensara que algo podría pasarle. Es que no paraba de pensar en que el tic tac de su reloj de vidrio roto le decía que no podía parar. Mientras sus hijas dormían sobre las maletas, ella hizo una fila enorme para conseguir el próximo bus que la llevara a La Hormiga.
“La gente en esa terminal va de un lado para otro y no entendía nada. Yo confié en mi diosito y dejé a mis hijitas en un rincón mientras hacia la fila. Las miraba todo el tiempo. Cuando conseguí el pasaje sentí un poquito de alivio. Teníamos el tiempo justo para ir al baño, estirar las piernas y comernos un par de panes que me había traído”, dice Aimé muy rápido porque de inmediato su mente vuelve a Santa Ana.
En un tono enérgico le pregunta al ayudante del bus por qué están montando sus maletas en unas camionetas parecidas a los willys.
Es normal que eso pase. En Santa Ana no hay terminal, pero una esquina del restaurante ‘La Casa de Danny’ se ha convertido en el lugar donde cada tanto se estacionan buses de la empresa Cootransmayo a dejar entre 40 y 50 personas, casi todas venezolanas.
Las bajan de los buses, a veces con mentiras, diciéndoles que llegaron a La Hormiga, y las suben en furgones con techos que hacen las veces de maleteros. A la fuerza caben 10 personas, por lo que, al menos, hay siete camionetas haciendo fila.
“Nunca se les dijo mentiras. El bus va hasta La Hormiga, pero se nos está haciendo tarde para cumplir el otro itinerario y llegar a Bogotá. Así que les pedimos que se bajen, les proveemos el resto del camino en las camionetas y nos les vamos a cobrar de más”, dice uno de los ayudantes que se niega a dar su nombre y que apura a los pasajeros para que “embarquen” lo más rápido posible.
Aimé, y sus dos hijas; Elisa, su esposo y su hermano; Carmina, con sus dos hijas, una sobrina, una nieta, el hermano y dos perros chihuahua, son apenas algunos de los 300 migrantes venezolanos que a diario cruzan Colombia para llegar a Ecuador o Perú.
Juan Manuel Vargas / EL TIEMPO
Putumayo, la ciudad de desplazados que los acoge
Puerto Asís se ha convertido en un punto de permanencia y tránsito de la población venezolana. Tanto es así que las mismas autoridades del municipio más poblado del Putumayo no esconden que se rigen por los datos que recoge Funvencol, una fundación de venezolanos en esa ciudad que lidera Julio Sifontes y que lleva también estadísticas de Valle del Guamuez y Puerto Caicedo, y no por las cifras oficiales.
La misma Alcaldía, la Secretaría de Salud, la Cruz Roja e incluso organismos como Mercy Corps, usan la estadística de Funvencol para hacer perspectivas de los servicios, rastrear a los venezolanos, caracterizar a la población y alertar sobre casos específicos, como uno de lepra que se presentó en el municipio a mediados de octubre.
“Hemos elevado peticiones a las autoridades a nivel nacional, pero una cosa es pedirlo y otra obtener la ayuda (…) Las cifras con las que nos hemos acercado a las autoridades a nivel departamental han sido las que hace Funvencol. Su líder se ha apersonado, ha tenido ese sentido de pertenencia con sus connacionales y nos ha facilitado una información más real de los venezolanos en el municipio”, explica Ómar Guevara, alcalde de Puerto Asís.
Pero no solo es un conteo de personas. Sin las cifras reales de población venezolana, el municipio no sabe cuánto necesita para la atención en salud de la totalidad de extranjeros y cómo cambiaría la cifra si se suma la de los nacionales.
Tampoco cuántas personas se han atendido en los hospitales locales, mucho menos cuáles son las necesidades de quienes ejercen la prostitución, y menos cómo puede enfrentar la ola de venezolanos que, como Aimé y sus hijas, transitan para llegar a otros países. O de otros venezolanos que se quedaron en Puerto Asís porque se les acabó la plata.
“Hasta la Registraduría desconoce los procesos con los niños de padres venezolanos que nacen aquí. Algunos entes nos hemos ido empapando de los procedimientos, pero hay otras entidades que desconocen los procesos que se deben hacer con los venezolanos”, indica Diego Cadena, del Consejo Municipal de Gestión del Riesgo de Desastres de Puerto Asís.
Sandro Bravo, de la Secretaría de Salud de ese municipio, dice que las cuentas muestran que en el último semestre se han atendido entre 35 y 45 personas venezolanas.
Los datos consolidan la atención de cuatro centros de salud y del ESE Hospital Local de Puerto Asís, el único hospital público del municipio.
“Pero es un dato irrisorio, sabemos que son muchos más. Quizás cuando les prestaban la atención no podían registrarlo porque no sabían cómo manejar el tema de los venezolanos. La comunicación, me parece a mí, desde el Ministerio de Relaciones Exteriores y del Interior, tuvo falencias. Ni el mismo Ministerio de Salud tenía planes de contingencia para la atención de esta población y menos en estas zonas que son aisladas”, dice Bravo.
Ciertamente, Putumayo ha tenido el peor escenario posible en Colombia: abandono del Estado, corredores en disputa por los guerrilleros y los paramilitares, masacres por doquier como las perpetradas en El Placer, Orito, La Dorada y la más sangrienta en El Tigre en 1999, donde murieron cerca de 28 personas y 14 más resultaron desaparecidas. Eso sumado a la toma de la base militar Las Delicias en 1996, donde murieron 27 militares y 60 fueron secuestrados, y a la relación casi simbiótica entre coca y petróleo.
Por años los municipios del Bajo Putumayo, entre los que está Puerto Asís, concentraron hasta el 88 % de los cultivos ilícitos del todo el departamento. La fumigación con glifosato y la erradicación manual se han hecho, pero aún sin resultados efectivos debido a la presencia de bandas criminales, grupos emergentes y delincuencia común.
Además, cuenta con una cobertura en servicios básicas de menos del 50% y las necesidades de la población están insatisfechas en 36%. Tras la firma del acuerdo de paz con las Farc, los factores de riesgos se han reducido, así como la presencia de la guerrilla de esa guerrilla, según lo indica el Análisis Cartográfico del posconflicto hecho por la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y la Gobernación del Putumayo.
Sin embargo, el documento sustenta que es importante que se fortalezca el proceso de reinserción, el de restitución de tierras y el de sustitución de cultivos ilícitos.
Con ese pasado a cuestas, los municipios de Putumayo han recibido bien a los venezolanos. En Puerto Asís, por ejemplo, sus pobladores dicen sentirse identificados con los migrantes.
“No todos quienes vivimos aquí somos de aquí. Muchos también somos desplazados por la violencia, sabemos lo que es coger nuestros corotos y salir sin más, sin rumbo. Sabemos el dolor que tienen ellos”, dice Silvia Arroyave, bibliotecaria de la escuela del pueblo y voluntaria de la Cruz Roja.
Algunos venezolanos han encontrado empleos informales, especialmente en construcción, cultivos o en servicios generales. Otro más son presa fácil de los grupos emergentes que les proponen unirse al negocio de la droga y también hay mujeres que se dedican a la prostitución.
La población más vulnerable, sin duda, son los niños y mujeres embarazadas, que suponen un reto para el municipio. Sin recursos ni un marco normativo, las autoridades han hecho lo que pueden para atenderlos. Menos de la mitad de los niños van a la escuela, y algunos solamente lo hacen como asistentes –lo que no les da la posibilidad de certificar que están estudiando-.
Aimé se quedó un par de minutos más esperando la próxima camioneta que sí la lleve hasta La Hormiga. Sigue teniendo afán, aunque apenas son las 9 y media la mañana. Pero es lógico. Le faltan siete buses por tomar y poco más de 28 horas de camino hasta Perú.
Para ese momento ya pasaron dos días desde que dejó Venezuela. Aún le quedo dos más para encontrarse con su esposo e iniciar esa “nueva vida” en la que encuentre almacenes para comprarle comida a sus hijas “sin más restricciones que el dinero”, como ella dice.
“Allá nos toca trabajar y lo haremos como burros, pero nade les puede faltar. Nunca más nada les puede faltar”, dice Aimé.
Como pudo subió a las niñas en la parte de delante de la camioneta. A este punto no le importó si van con cinturón de seguridad o no. Se aseguró de que sus maletas estén bien amarradas al techo del vehículo y con un gesto involuntario se despidió.
“Gracias por todo”, pareció decir desde la ventana.
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