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Torrivilla: “Como muchos venezolanos, me he sentido acorralado por nuestra historia”

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No es un texto cronológico tradicional sobre el arte conceptual en Venezuela. El círculo de la rosa de Torrivilla, echando mano de una escritura experimental que mezcla la crítica de arte, el periodismo, la ficción y el documento, visibiliza las prácticas de artistas que no han formado parte del canon de la historia del arte contemporáneo del país.

También funciona, por su diseño que juega con la imagen y el archivo, junto con un lenguaje en el que a veces el autor se mimetiza en el personaje principal, el artista Roberto Obregón, como un artefacto que se propone representar un período de la cultura venezolana del siglo XX.

Con la figura de Obregón en el centro, Torrivilla muestra el conflicto entre discursos canónicos como la monumentalidad del cinetismo, que reflejaba el optimismo de un país con pretensiones modernas que no llegó a ser tal, con el lenguaje conceptual de un grupo de artistas que prefirió mirar hacia dentro de sí mismos a la hora de producir sus obras.

En 1991, Obregón, nacido en Barranquilla, Colombia, pero que vivió la mayor parte de su vida en Venezuela, asumió la curaduría de una exposición titulada Accrochage en la que juntó su trabajo con el de otros cuatro artistas conceptuales: Eugenio Espinoza, Alfred Wenemoser, Sigfredo Chacón y Héctor Fuenmayor. La muestra, explica el investigador en su libro, fue una «respuesta inconforme ante las celebraciones de una élite, una crítica callada pero implacable a la institucionalidad venezolana que comienza con el choque de un autobús en medio de una sala».

Los expositores de Accrochage, que nunca llegaron a conformarse oficialmente como grupo, se diferencian, por ejemplo, de El Techo de la Ballena, al que pertenecieron figuras como Juan Calzadilla, Salvador Garmendia, Adriano González León o Caupolicán Ovalles. Mientras los balleneros se enfocaban en la militancia izquierdista, los de Accrochage se inclinaron por ser más como Armando Reverón: se encerraron en sus castilletes —»El Castillete», en Macuto, estado Vargas, fue el taller y hogar de Reverón— y desestimaron las modas. En el caso de Obregón, su castillete fue Tarma, un pueblo montañoso, también varguense, en el que vivió hasta su muerte en 2003.

El círculo de la rosa | Foto: cortesía del autor

Torrivilla explicó que entre sus motivaciones para escribir El círculo de la rosa, publicado bajo el sello independiente Profoundation, que dirige con la artista venezolana Deborah Castillo, estuvieron sus días como profesor en la Universidad Católica Andrés Bello, donde se percató de que había grandes vacíos en los estudiantes de pregrado sobre la historia cultural del país.

«Era un conocimiento que, entendí, había que buscar debajo de las piedras. Había que buscar en los remates de los museos o los libros raros. Yo me puse en esa búsqueda porque siempre me he sentido parte de esa historia cultural y contracultural de Venezuela», explicó el autor, que se define como escritor multidisciplinario y da clases en el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey y la Universidad Nacional Autónoma de México.

También recordó que cuando editaba la Revista Ojo, medio especializado en cultura que dejó de publicar hace cuatro años, pudo acercarse mucho a la literatura y el arte que se producía en el país. Apasionado por varios temas y obsesionado por encontrar referentes de las pulsiones subterráneas de la cultura venezolana, se encontró con la historia de Obregón.

En principio, dijo, no entendió mucho al artista. En un par de ocasiones pasó frente a algunas de sus piezas sin detallarlas. Luego, en 2013, llegó a Venezuela, en la Sala Mendoza, la selección que se había hecho de Obregón para la trigésima Bienal de Sao Paulo.

«Ahí es cuando descubro la obra de Roberto Obregón. Empiezo a enterarme de su historia y empiezan también muchos eventos asociados. Fueron años muy vitales. Aunque, y creo que esa palabra no nos ha abandonado, se sentía la crisis», recordó Torrivilla.

Obregón tenía apenas 10 años de fallecido y se comenzaba a hablar mucho de él, se revelaban datos de su vida, sus inconformidades o extravagancias. Cuando el investigador comenzó a tratar de recopilar más información al respecto, se encontró muchas puertas cerradas. Gente que no quería hablar de él o que no se sentía cómoda revelando cosas de su historia. A la par, continúa el escritor, encontró gente que le hablaba en calidad de chisme, que le decían a quién odiaba Obregón o a quién amaba.

«Empecé a descubrir una personalidad magnética, atrayente, inteligentísima, fuera de serie. Era un artista que construía círculos de cómplices a su alrededor. Muchas veces esos círculos no se tocaban entre ellos», explicó.

Torrivilla, con los pocos datos que pudo conseguir, publicó un perfil sobre Obregón en Revista Ojo que también salió en Prodavinci. Ese texto se movió, dijo, de manera significativa entre lectores y una curadora amiga de Obregón lo llamó para decirle que la historia era interesante como para profundizar en ella. «Ese llamado definió 10 años de mi vida», afirmó riéndose el escritor.

De El círculo de la rosa se imprimieron 300 ejemplares. El mismo autor se está encargando de la venta, por lo que los interesados pueden encontrar el link de compra en su cuenta de Instagram @torrivilla. Espera venir pronto a Venezuela para hacer la presentación del libro.

—En el libro se percibe mucho hermetismo alrededor de la figura de Roberto Obregón y que fue un trabajo detectivesco llegar a la información que obtuvo.

—Sí. Fue un trabajo largo que también se cruzó con mi propia ida del país. Tuvo los descansos propios de la migración y los eventos de crisis propios de la distancia. Fue un trabajo que me hizo acercarme a los principales archivos del país, como el Cinap, que es el archivo de la Galería de Arte Nacional. Tuve también el privilegio de acceder al archivo de la colección Fernando Eseverri, donde están los diarios de Roberto Obregón y muchos de sus libros. También fui al archivo de la Fundación Gego. El libro me permitió descubrir el papel de Gego como una especie de centro gravitacional de las prácticas conceptuales en Venezuela. Fui revisando estos archivos, buscando libros raros, consiguiendo libros y catálogos que no se conseguían. Llevado por el interés y el azar, logré conseguir catálogos, exposiciones y entrevistas, porque también se corre la voz y la gente se transforma en tu cómplice. Conseguí, por ejemplo, un libro muy importante de José Balza sobre la radio en Venezuela, donde hay un personaje inspirado en Roberto Obregón; un libro muy raro. Encontré cosas, pero para mi sorpresa perdí otras. Hubo referencias que por las mudanzas se me perdieron, archivos que salían de Internet y no podía volver a acceder a ellos, comunicaciones que se perdían: lograba de pronto entrevistar a alguien durante una o dos horas y luego no me volvía a responder. En una investigación las pérdidas en el camino son importantes, no solo las cosas que uno descubre, que desentierra, los testimonios que uno logra. El centro testimonial está en las entrevistas a los cuatro mejores amigos de Obregón, con los que hizo la exposición Accrochage, la única que curó en su vida: Héctor Fuenmayor, Alfred Wenemoser, Sigfredo Chacón y Eugenio Espinoza. Agradezco muchísimo que hayan conversado conmigo. Ellos viven dentro y fuera del país, viajan mucho, así que fueron entrevistas complicadas de conseguir.

—En el libro refleja que a pesar de que en el siglo XX tuvimos muchos artistas importantes, el movimiento por antonomasia venezolano que se divulga es el cinetismo. Parece haber muchas omisiones tanto en la prensa como en el ámbito académico.

—En el libro en algún momento digo que la historia del arte venezolano no existe. A Roberto no le interesaba entrar o no en la historia, lo dijo de manera literal en alguna entrevista porque, y recuerdo la cita, recordaba que a Gego tampoco le interesaba entrar o no en la historia, le interesaba hacer cosas. Tenemos una enorme oportunidad de contar muchas de esas historias y de entender sus lecciones. No he tomado ni me interesa una narrativa de la derrota, aunque, como muchos venezolanos, me he sentido acorralado por nuestra historia. Me interesa empezar a buscar esos archivos que están viajando como están viajando 7 u 8 millones de venezolanos por el mundo, que se han llevado sus archivos y sus historias. Me interesan esas obras de arte que se quedan esperando por nosotros para que contemos su relación con el país, su relación con nosotros como comunidad. Me interesa también una historia extraña en la que podamos caber venezolanos extraños, venezolanos de la distancia, venezolanos de la distorsión, donde podamos darle cabida a toda esa extrañeza que siempre es difícil de conciliar con la historia. La historia del arte venezolano efectivamente pareciera que llega al cinetismo y nuestras prácticas modernas. Por supuesto que eso es así. Porque eran prácticas asociadas a un momento de optimismo y de progreso en el Estado venezolano. Además de sus diálogos con la historia del arte latinoamericano y mundial, tenían su componente propagandístico de la idea de universalismo venezolano. Es una idea que ha sobrevivido porque está asociada a toda esta monumentalidad del Estado venezolano, de represas, aeropuertos, universidades, etc. Con este libro conseguí tener diálogos con los venezolanos que en los 70 ya tenían prácticas críticas con el cinetismo. Esta generación de Roberto Obregón, y de su círculo en particular, era crítica con ellos pero también, por ejemplo, con El Techo de la Ballena. Les parecía que ellos habían seguido muy rápido al poder del Estado, habían tomado cargos en el gobierno y sus prácticas habían sido apagadas. Eran críticos con El Techo de la Ballena y el cinetismo porque les parecía que estaban demasiado asociados a una idea propagandística del progreso y la modernidad venezolanos. Eugenio Espinoza, inspirado por el Penetrable de Soto, hizo un Impenetrable porque decía que el Penetrable de Soto era como una fiesta. Espinoza quería más bien poner obstáculos, que nuestra relación con los elementos del arte viniera de la incomodidad, del obstáculo, del silencio, en vez de la fiesta, la celebración y el encuentro aparentemente inocuo en el espacio público. Yo me sentí en el camino más perteneciente a esas prácticas críticas que a estas otras prácticas optimistas. Porque definitivamente el país que recibió nuestra generación no es el país de ese optimismo. Pareciera que develamos un poco ese escenario de nuestro progreso que tenía mucho de cartón piedra.

—Gego es también uno de los personajes principales del libro.

—Fue un papel que descubrí en la investigación. Ahorita ella se está explorando mucho. Creo que estamos llegando a un consenso crítico respecto a que la práctica de Gego y sus obras son importantes como también lo fue su trabajo pedagógico. De eso se habló en la muestra de Gego aquí en el Museo Jumex de Ciudad de México, cuya charla inaugural tuve el privilegio de dar. A Gego se le he tratado de dar su lugar desde la crítica con el término «inocente subversión», como la inocente subversión de lo femenino en Roberto Obregón o la inocente subversión de Gego frente a la monumentalidad del cinetismo. Yo creo que no son nada inocentes. Gego era diseñadora industrial, arquitecta, una gran conocedora de la matemática, del espacio, los materiales. ¿Cómo pudo haber sido inocente su subversión al construir estructuras paradójicas, estructuras que aparentaban ligereza pero con una enorme solidez, que cuestionaba justamente la relación con el espacio, con el vacío? Nada de eso fue inocente. Entre los hallazgos, porque también lo son para mí, está que estas subversiones son subterráneas. Son profundas, personales, hondas. Cambian nuestra relación con nuestra comunidad o con la historia. Creo que el papel de Gego seguirá creciendo mientras crezcan las revisiones críticas de su obra.

—¿Inocente subversión tiene que ver con que era mujer?

—Por supuesto que sí. El libro aborda, de manera poética, estas construcciones y efectivamente hay prejuicios historiográficos, críticos, pero también de recepción en torno a estas obras y estrategias que son consideradas femeninas. Por ejemplo, imaginemos la monumentalidad del Abra Solar de Alejandro Otero, en Plaza Venezuela, imaginemos las intervenciones de Cruz-Diez en la represa del Guri e imaginemos el tamaño y las dimensiones de los Penetrables de Soto. Ahora imaginemos una acuarela tamaño carta de unos pétalos de rosa de Obregón. O imaginemos unas esculturas hechas de alambre que Gego llamaba «bichitos», los cuales alumbraba y veía cómo la luz se proyectaba en su misma pared. Es difícil para nosotros y para la historia entender qué ecos pueden generar unas obras hechas a escala tan pequeña. La historia las suele subestimar o mirar con condescendencia por su escala, dimensión y técnica. En el libro me interesaba ver estas obras en sus trayectos deseantes, entender que (en el caso de Obregón) estaba puesta ahí en la disección obsesiva de la rosa, en la obsesión con la fotocopia y con la estrategia de la fotocopia que cruza a este grupo y la época, algo muy de los años 70. Había una subversión a esa monumentalidad asociada tradicionalmente a lo masculino, pero acá tiene que ver con estrategias que van un poco hacia la demolición, que van hacia descubrir el aparato crítico del arte entendiendo cómo podemos ser críticos con ese mismo aparato.

—¿Cuál es su percepción de Roberto Obregón como personaje y artista?

—Creo, como escritor, que es un personaje fuera de serie. Un personaje maravilloso. Un personaje de un talento artístico extraordinario y de una vida apasionante. Pudiese ser el gran protagonista de un cómic sobre Venezuela o sobre el arte venezolano o de una serie, su vida da para eso. En ese sentido creo que es uno de los grandes artistas de la segunda mitad del siglo XX en Venezuela. Su obra y estos entramados afectivos que lo construyeron nos permiten conocer un país y construir este país. Estas obras también nos pueden hablar de maneras muy elocuentes del presente. Nos permiten recorrer misterios, secretos y entender, entonces, dialogando con ellos, que no se trata de buscar el reverso de la rosa y decir «aquí está su explicación» o su interpretación, algo que la gente busca mucho en el arte. Es tratar de dejarnos llevar, sumergirnos en su propio método y de decir que es cierto: la manera de construir nuestra historia, la manera de entender nuestra relación con la imagen, la manera de entender nuestra relación con los símbolos son mecanismos fallidos. Nuestras propias verdades, personales, nacionales, comunitarias, están llenas de lagos de incomprensión. Creo que esas son las lecciones que nos enseña un método como el de las disecciones de Obregón, así como las obras de estos artistas contemporáneos: entender que estas máquinas que usamos para entendernos, para imprimir significado, son máquinas que imprimen signos faltantes, signos fallidos, signos que no funcionan en su totalidad.

—Uno pensaría que la mejor manera de explicar esta historia es desde un texto crítico. Pero eligió un estilo más experimental, incluso performático. ¿Por qué estructurarlo de esa manera?

—El libro creció conmigo. Fui entendiendo o radicalizando sus estrategias de escritura. Lo primero que escribí fue la parte de los ensayos académicos. Pero entender los límites del método académico y del documento me exigió otro planteamiento. Esto tiene que ver con cosas personales y profesionales. Una de esas, muy importante, es que tuve un trabajo en la Universidad Iberoamericana en una cátedra en investigación sobre estéticas de la migración. Fui mucho a la ciudad de Tijuana, donde me di cuenta cómo entraban en crisis muchas de las narrativas periodísticas o académicas con las que contaba. Empecé a entender que muchas veces la historia que queremos contar se resiste a ser conocida por nosotros. La historia del arte y el arte permiten ser críticos con el propio método, permite ser críticos con tu propia mirada. Eso no se lo puede permitir el periodismo, porque el periodismo debe estar muy seguro del lugar que ocupa dentro de la sociedad para proteger los valores y hacer denuncias. Yo necesitaba un lugar donde el estatuto de verdad pudiese estar siempre en cuestionamiento, en juego, regado de obstáculos. Entonces el libro empezó a radicalizarse y encontré esta manera de tratar el archivo: decir este archivo no son unas imágenes que ilustran obras, sino que son su propio dispositivo narrativo. Hay un montaje de imágenes con las que yo también jugué. Imágenes distorsionadas, imágenes montadas, incluso imágenes que cuestionan la misma idea de autoría. Hay fotocopias de fotocopias de fotocopias. Por eso no están identificadas o señaladas, sino que tratan de contarte una historia paralela a la del mismo libro. Luego, apareció la necesidad de que la poética, las imágenes de la vida de Roberto Obregón y su círculo estuvieran en el centro. No lo podía hacer desde la academia o desde la historia tradicional, porque estoy atado al documento. El libro me obligó a cortar con el documento para respetar la imagen. (Georges) Didi-Huberman dice que la historia no puede hacerse pensamiento sin imaginación. Decidí apostar por la imaginación para que esa historia se revelara como no se había revelado desde otros lugares. A partir de un discreto trabajo documental, porque está basado todo en documentos, construí este guion, este drama ficcional que se llama «El secreto de la rosa», que está dentro del libro y que te enfoca en empezar a cuestionar ese lugar de narración. Entonces de pronto mi voz se confunde con la de Obregón, el crítico disecciona versos del artista-objeto que hace disecciones. En el caso de «La rosa enferma», está esta idea del chisme como fuente también histórica. Un chisme que me dijo él, que me dijo Luis, que me dijo el otro. Para poner eso en escena necesitaba alejarme de la idea de que todo lo que estaba diciendo ahí tenía un respaldo documental o verbal, para construir y respetar, más bien, no solo las imágenes sino también las estrategias que estos artistas hacían, que tenían que ver con la ficcionalización, la distorsión, el juego o el obstáculo. El libro se construyó con mucha atención al diseño para que correspondiera con el fondo y no fuera solo un contenedor de un texto, sino un dispositivo: que fuera en sí mismo una obra.

—¿Definiría de alguna manera el género del libro? Vemos periodismo, lenguaje académico, ficción

—Tengo dos respuestas para ello. Una es la palabra experimental. Hace que puedan caber todas estas prácticas o estrategias. Pero en el libro me di cuenta de que tiene que ver más con un método salvaje. Tiene que ver con una lección que encontré en la historia de Obregón: la idea del jardín salvaje que él cultivaba cuando estaba chico en Barranquilla con su abuela. Su abuela lo impulsaba a sacar los granitos de semilla del arroz que no venía limpio. Ellos sembraban esas semillas que venían en el arroz en un jardín y creaban un jardín salvaje. Este es un libro creado como el jardín salvaje. Un libro que tiene semillas extrañas que se dejan sembradas en la tierra para que crezcan flores incomprensibles, inesperadas.

—¿Podrías explicarnos el significado de archivo salvaje?

—No está teorizado en el libro, tiene que ver con un término poético. Para mí tuvo que ver con entender las capacidades políticas y metodológicas de la poética, y entonces empezar a reconocer en la historia estas claves para su propia narración, así como estas claves para su propia interpretación. Tiene que ver con entender el archivo más con lo visible que con lo invisible. Esta es una historia hecha de archivos desordenados. Es una historia hecha de archivos migrantes, archivos móviles, archivos que aparecen y desaparecen. Entonces, archivo salvaje tiene que ver con una comprensión de los archivos subterráneos, pero con lo reprimido para nosotros mismos y para la historia. Esta no es una historia que se encarga de develar, decir o encontrar esa llave que abre la puerta. Quiere más bien dialogar entre puertas cerradas. Tiene que ver con vernos a través de los huequitos que nos deja la historia y reconocerlos. Tiene que ver con salir a sembrar una rosa en un paisaje nocturno. Tiene que ver con la idea de Roberto Obregón y de su abuela de ver estrellas en la noche e inventarnos nombres para esas constelaciones porque no los sabemos ni nos importan.

Torrivilla la

Una página de El círculo de la rosa de Torrivilla

—¿Estar afuera hizo crecer la necesidad de continuar investigando a Obregón?

—Este es un libro que solo se pudo haber escrito en México, honestamente. Aquí aprendí a desplegar esas estrategias experimentales que no tenía. En el epílogo, para que no me falte ningún nombre, están mencionadas ampliamente todas las personas que me ayudaron a escribirlo. Soy un creyente de que no escribimos en soledad. Aunque sea yo quien firma, escribimos ayudados por un montón de personas, por un montón de conversaciones, un montón de diálogos. También hablamos con las fuentes, hablamos con los testimonios, los documentos. Dialogamos con ellos. Creo que ahí hay muchas lecciones para los venezolanos del presente y del futuro. ¿Qué lecciones puede dar la fotocopia, La rosa enferma, el collage cursi o un Impenetrable? Creo que podemos hacer una historia en la que los venezolanos extraños, los venezolanos en la distancia y los venezolanos en la distorsión podamos ver cómo nos empezamos a contar. Luego  de estas primeras olas migratorias, podemos tener las herramientas. Hemos aprendido unas y desaprendido otras para contar estas historias, que requieren que olvidemos o ignoremos otras cosas, y que empecemos la tarea de imaginar aquello que todavía no está. Hacer que entonces exista esta historia del arte venezolano. Que la contemos, la hagamos existir y latir con fuerza y sentir que podemos pertenecer a ella.

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