El lugar común no es solo un problema de la literatura. También lo es del habla cotidiana, donde es una muestra de la lexicalización de los vocablos, entendida como el proceso de circulación de palabras y giros que lentamente pierden su aura semántica.
El vocablo mareo procede del vaivén del mar, de la sensación de malestar y náuseas que provoca ese movimiento. De allí pasó a convertirse en el verbo marear, que termina significando el acto de sentir la misma sensación, pero en tierra firme. Algo similar ocurre con los lugares comunes, pues debido a esa lexicalización, pasaron a perder su aura semántica original. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando decimos que algo es kafkiano; o cuando pasamos a definir al país como un Macondo. Ya la fuerza significativa se ha perdido por el uso. Vivimos todo el día repitiendo lugares comunes, muchos de ellos aún con su fuerza representativa, otras no. El habla cotidiana los usa sin distingos con la única intención de comunicarnos con facilidad.
Para hablar del lugar común en la literatura, es prudente en principio aclarar algunas relaciones entre varios aspectos del problema.
Una cosa son los temas de la literatura, otra los tópicos literarios y otra muy distinta el lugar común. Aunque los términos se tocan por varios de sus extremos, corresponden a niveles distintos, a esferas bien diferenciadas.
Resulta atractivo caer en el error de confundir estos términos, miembros todos de la misma familia, pero de especies distintas.
En primer lugar, y por supuesto, están los temas de la literatura. Bien lo dice Borges en un poema. Para él, escribir es simplemente haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas, refiriéndose a la búsqueda del equilibrio entre la lengua del escritor y los temas (en este caso, denominados metáforas) que desde siempre han alimentado la literatura. Según el poeta Miguel Hernández, los grandes temas serían la vida, el amor y la muerte. A esta lista exquisita y exclusiva, podríamos agregar el tema del viaje, que testimonia el desplazamiento geográfico o espiritual desde un punto hacia otro. Sus mejores expresiones serían la Odisea y el Éxodo. Podría haber otros.
En las célebres Cartas a un joven poeta, Rilke agrega uno más, el de la infancia, que no es otra cosa sino la extensión del asunto del Paraíso perdido (los únicos paraísos son los paraísos perdidos) que tanto devastó a Milton y a Marcel Proust. Estos temas constituyen también el pasto donde se ha alimentado desde siempre nuestra filosofía occidental. Conforman el repertorio de las grandes preguntas personales que atraviesan nuestro tránsito terrestre. La vida, el amor, la muerte, el viaje y el paraíso perdido son los centros gravitacionales de toda vida humana.
Cuando pasamos a hablar de los tópicos literarios, nos referimos a las constantes reiteraciones y construcciones que la literatura occidental ha heredado de la época clásica y la Edad Media, como bien lo señala Ernst Robert Curtius en un célebre libro. La retórica desde Aristóteles hasta nuestros días (disfrazada ahora de teoría literaria y de lingüística) es la historia de un catálogo de tópicos literarios. No existe poema que no se construya a partir de las premisas de la retórica.
La buscada y huidiza originalidad no está en los temas, sino en la manera de traducir los tópicos al espíritu de los tiempos, según el horizonte cultural de los poetas y el conocimiento que tengan de la lengua que les ha tocado en suerte transitar.
Los libros de retórica hablan in extenso de muchos tópicos que aún continúan siendo, aunque el poeta no lo sepa, la maquinaria sobre la cual se monta el testimonio de sus días. La lista es extensa, pero los más frecuentes en relación al tema de la vida serían el Aurea mediocritas (tener estrictamente lo necesario para vivir, en lo insignificante se encuentra el oro), Beatus ille (feliz quien disfruta de la vida retirada), Carpe diem (aprovecha el día, el momento, ya sea desde la perspectiva estoica o epicúrea), Dum vivimus, vivamus (disfrutar la vida mientras vivamos), Fortuna imperatrix mundi (la fortuna es la reina del mundo), Fortuna mutabile (somos víctimas de los avatares de la fortuna), Nihil novus sub sole (nada hay nuevo bajo el sol), Tempus fugit (el tiempo pasa), Ubi sunt? (¿Qué fue de aquello?, ¿dónde están?), Vanitas vanitatum (el orgullo una expresión de la vanidad), Vita flumen (la vida fluye como un río), Vita tam quam somnis (la vida es un sueño).
En relación al tema de la muerte, los tópicos continúan siendo el Cotidie morimur (vivir es morir lentamente), Memento mori (recuerda que algún día morirás), Omnia mors aequat (la muerte a todos nos iguala), y Somnis imago mortis (el sueño es una forma de la muerte).
En cuanto al arduo asunto amoroso, son comunes la Descriptio puellae (descripción de la amada a partir de objetos prestigiosos: “tu cabello de oro, Sulamita”), Foedus amoris (el pacto entre los enamorados), Furor amoris (el amor como locura), Ignis amoris (como fuego interior), Militia amoris (como batalla), Mundus retrorsum (el mundo al revés, por culpa del amor), Odi et amo (el amor ligado al odio), Religio amoris (la amada angelical), Remedia amoris (el remedio del amor) y Vulnus amoris (el amor como herida).
El tópico del viaje se reproduce en el esquema del Homo viator (el hombre como viajero del camino de la vida, sobre el cual nunca se regresa, como en el poema de Machado). En cuanto al Paraíso perdido, encontramos una gran tradición en los tópicos Aurea aetas (la búsqueda de los paraísos perdidos, la Edad de Oro), Et in Arcadia ego (lo efímero de la felicidad, su pérdida provoca nostalgia) y en el Locus amoenus (el lugar perfecto, el lugar ameno).
Con lo revisado hasta ahora, queda claro que los tópicos literarios se repiten y renuevan en el transcurso de la historia.
No son lugares comunes en sí, sino máquinas para imaginar (copiando el concepto de Paz acerca del soneto) al que hay que darle una nueva significación, a tono con las circunstancias personales, con el conocimiento del idioma y con la continuidad de la tradición. Si de algún sitio puede colgarse el concepto de originalidad, está precisamente allí, en el reconocerse continuador de una tradición determinada y (volviendo a Borges), escribir en el dialecto de nuestros tiempos no solo las cinco o seis metáforas, sino también los muy variados tópicos que ha compilado el discurso de la retórica.
Una cosa es el tópico literario y otra, muy distinta, es el lugar común. Podríamos afirmar que en la literatura ocurre lo mismo que con el habla cotidiana: de tanto usar las mismas estructuras de sustantivo + adjetivo, el texto se resiente en su fuerza poética. Sucede también una pérdida del aura semántica, tanto de vocablos como de frases, que hacen del lugar común algo insoportable al ojo de un avisado lector. Lo llamativo y triste del lugar común es su incapacidad de crear el asombro. Si el poema es una forma de comunicación cuyo centro de atención es el mensaje (como asegura Jakobson), resulta terrible ver cómo el mensaje no vibra porque las palabras que lo conforman han envejecido con el uso. Planteado así el asunto, el lugar común intenta hacer equilibrio entre la teatralidad de su contenido y la comedia en que se convierte al observar que esas palabras nada nuevo significan.
El lugar común aparece impúdico en las canciones populares y en gran parte de los libros de autoayuda, incluyendo al muy leído y prescindible Paulo Coehlo. La idea es poner el lenguaje en su nivel más plano, a martillazo limpio, para hacerlo accesible a las mayorías, quienes incautas suponen que eso es literatura. Igual sucede con la jerga política de la demagogia, acariciando siempre la espalda de los ciudadanos para convencerle de su importancia en el discurso. Quizás por eso sea en la poesía política y en la amorosa donde mejor puede crecer la hierba del lugar común y del mal gusto, su hermano mellizo. Podemos observarlo en la peor poesía de Neruda:
“Yo no quiero la Patria dividida / Ni por siete cuchillos desangrada / Quiero la luz de Chile enarbolada // Sobre la nueva casa construida / Cabemos todos en la Patria mía / Y que los que se creen prisioneros / Se vayan lejos con su melodía”.
También sus efectos se desplazan impunes en la mejor poesía de Benedetti:
“Mi táctica es / mirarte / aprender como sos / quererte como sos. // Mi táctica es / hablarte / y escucharte / construir con palabras / un puente indestructible. // Mi táctica es / quedarme en tu recuerdo / no sé cómo ni sé / con qué pretexto / pero quedarme en vos. // Mi táctica es / ser franco / y saber que sos franca / y que no nos vendamos / simulacros / para que entre los dos // no haya telón / ni abismos. // Mi estrategia es / en cambio / más profunda y más / simple. // Mi estrategia es / que un día cualquiera / no sé cómo ni sé / con qué pretexto / por fin me necesites”.
Dice Antonio Cisneros que la poesía es una lucha permanente contra el lugar común. La poesía –continúa Cisneros– es la historia de la tradición de unos cuantos temas. Lo importante es volver a decir las cosas pero de una manera distinta cada vez, de acuerdo al tiempo y al contexto. Rainer María Rilke aconseja al joven Kapus, en relación con el tema amoroso: “No escriba versos de amor… Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura, para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados”.
Todo esto cabe en dos versos de Huidobro:
“Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata”.
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(Este texto fue publicado en este mismo Papel Literario, en julio del 2007).
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