Cuando Lupe Gehrenbeck fue por primera vez a un ensayo de la coral del Conservatorio se puso a llorar. La conmovía la fuerza de la unión entre las voces y la orquesta. El problema es que, en medio de la emoción, a aquella adolescente de 15 años se le hacía imposible cantar. Volvió a intentarlo una segunda vez, pero no aguantó las lágrimas, así que le dijo a su mamá que no le comprara el traje y decidió, en lugar de cantar, estudiar un instrumento de orquesta. Quería seguir viviendo con ese estremecimiento por dentro.
Entonces empezó a estudiar violonchelo. Hizo un viaje, que le agradece a José Antonio Abreu, hacia la profundidad del universo de la música. Pero se dio cuenta de que su emoción, en realidad, no provenía de la orquesta, sino de la voz humana. Llegó hasta el tercer semestre de Sociología y, cuando abrieron la Escuela de Arte, se cambió sin vacilar. Solo le consultó a su mamá, que le contestó: «Ay, mi amor, si te ibas a morir de hambre como sociólogo, de la Escuela de Arte no sé…».
Lupe pudo haber hecho equivalencia e iniciar Arte en el segundo semestre, pero eso le arrebataba la opción de graduarse con honores, por eso preferió hacer la carrera desde el principio; como lo planificó, logró ser magnam cum laude. La especialidad que escogió fue la de Artes Plásticas, pues consideró que un artista debe poseer un conocimiento integral. En ese transcurso conoció a Isaac Chocrón, Román Chalbaud y José Ignacio Cabrujas, quien empezó a impartir un taller de teatro.
En ese momento estaba entre el teatro y la música. Comenzó a llegar media hora tarde a los ensayos de la orquesta, luego una hora y después faltó porque ya estaba muy avanzada en los ensayos teatrales con Cabrujas. Fue orgánico: ahí estaban las voces de la orquesta cantándole que tenía que quedarse en las tablas.
El maestro Abreu le preguntó por qué no asistía y ella le anunció su renuncia, que no fue aceptada. Eso no impidió que siguiera faltando. Hasta que el fundador del Sistema de Orquestas consintió su retiro, pero no le habló durante 10 años.
El tiempo pasó y el reencuentro no pudo ser esquivado. Cuando Lupe ganó el Premio Juana Sujo, Abreu era ministro de Cultura y le tocó entregarle el reconocimiento.
«Cuando me llamaron para recibir el premio en el escenario, él me lo entregó, me dio la mano y me dijo: ‘Valió la pena, muchachita’. Ahí me perdonó, a partir de ahí me volvió a hablar. Él no me había perdonado que dejara la música», contó en entrevista para 4Dromedarios. Luego Cabrujas le propuso interpretar en Drácula un papel que iba a hacer Pierina España, quien no pudo participar porque estaba grabando una película en España. «Ahí empecé a hacer teatro profesional. Imagínate tú, con Raúl Amundaray».
La dramaturgia de Lupe Gehrenbeck está cargada de elementos de la cotidianidad venezolana. Describe los problemas que atañen su sociedad, en especial con dos temas que la afectan mucho en la actualidad: la diáspora y la inestabilidad en la familia. Dos obras que podrían representar una pequeña parte de su trabajo en este sentido son Cruz de Mayo y Ni que nos vayamos nos podemos ir. La primera habla de la estructura maternal del país signada por una paternidad irresponsable. La segunda es acerca del sufrimiento que genera tener que dejar el país y cargar con todo lo construido aquí.
La casa en la que vive, llamada “La Comarca”, es un lugar armónico en el que convergen estatuas del Quijote o José Gregorio Hernández, libros organizados en una extensa biblioteca, escaleras que parecen transportarte a una jungla, aves que se acercan sin temor y el incesante sonido del agua que te hace olvidar que estás metido en una atormentada ciudad. En medio de ese hogar, también teatral, habla de su oficio como escritora.
—Es que las cosas tienen valor por sí mismas. El asunto es tener los ojos abiertos, pienso yo. Hay momentos en que yo agradezco mucho la espera. Tener que esperar a alguien en un café es lo mejor que puede pasarle a un escritor, pienso yo. A mí me ha sucedido en varias ocasiones que he tenido que esperar en un café: entonces me dedico a observar. Llega un momento en que lo que veo es alucinante, porque es lo humano, la gente que transita. Es bellísimo. Y claro, empiezo a tomar nota en el acto. Pero también eso te puede pasar con… no sé, yo no sé cómo es la escogencia de los temas. Pasa un poco que el tema te escoge a ti de alguna manera. O me echa un cuento Felipe (su esposo). Me echa 10 cuentos y uno de ellos me parece extraordinario. Él me echa los 10 para que escriba 10 obras. Pero hay uno que me hace tilín porque tiene que ver con mi sensibilidad, con mi manera de ver las cosas, con lo que me conmueve.
Hay una cita de Diderot que yo tengo ahí en mi estudio que es increíble. Yo la anoté hace muchísimos años cuando era muy joven. Todavía me sirve: «Nadie logrará convencerme de que me equivoco al conmoverme». Nadie me va a convencer de que cuando me conmuevo me equivoco. «Ay no, te pusiste así pero por sensiblería. O te pareció tal cosa». Cuando tú sientes, no te equivocas. Puede que sientas por una causa o por otra, no por lo que estás pensando que sientes, pero si sientes, no te equivocas. Confía en eso.
—Acabas de publicar Cruz de Mayo, algo que me parece complicado porque el teatro se lee muy poco. Lo disfrutamos cuando ya está montado.
—Yo creo que nosotros somos muy flojos. La gente, en general, si se lo ponen fácil, toma el camino más fácil. También hay un maltrato con la dramaturgia a nivel literario que, pienso, es un género de los más afortunados porque justamente lo que escribes de repente lo puedes ver convertido en realidad, en carne y hueso. Eso es un privilegio fantástico para el escritor, en términos de realización, y para el espectador que transita por aquello ya una vez masticado, elaborado y convertido en vida, en emoción. Es una cosa que tiene una potencia, la potencia de lo directo, de lo que sucede. Ahora ponte tú a escribir un episodio, una circunstancia cualquiera, en términos de que suceda, o nárrala en términos de que la cuentas en una novela, en una narración breve, un cuento. Hurgar en la esencia de la historia hasta llegar a lo que es verdaderamente la acción que hace que suceda la cosa, que es distinto a que yo te la cuente. Es un esfuerzo titánico. Ese es el gran rollo del dramaturgo. Y sin embargo, pues, como la gente tiene la posibilidad de verlo puesto en escena, en esa inmediatez, las casas editoriales no están interesadas en publicarlo porque se vende mucho menos la dramaturgia. La gente no compra los libros de teatro, los compran los teatreros.
—Cómo haces para no caer en la tentación de imitar a los escritores que admiras.
—Eso es un problema de diversión. Yo me divierto mucho cuando escribo. Tiene que ver con el goce. Yo me divierto porque invento y porque empiezo a hablar. A veces pienso: será que se me fueron las musas. Porque a veces me encuentro textos que se me olvidó que escribí. Obras enteras me encuentro yo en la computadora. Y digo: guao, cómo me imaginé yo eso. Me sorprende. Cuando me pongo, que estoy como trancada, me pongo a elaborar lo que debo decir, lo que quiero decir, me sale mamarracho, me sale horrendo. Pero cuando me divierto, cuando lo hago, y me meto en la cosa, y los personajes empiezan a hablar solos… porque cada personaje habla de una manera. No habla como tú. Habla como hablan ellos. Cuando ya lo empezaste a armar, cuando el dramaturgo se devuelve, se encuentra con que está diciendo las cosas no como él las diría. Empiezas a dejar al personaje hablar. Yo no creo en cosas mágicas, pero sí creo que hay una cosa que sucede: a mí me ha pasado que he escrito obras que casi que me las dictaron, lo cual es una maravilla. Hay obras que yo he escrito en un día. Hay obras que he escrito en ocho años.
—En Venezuela, aunque está plagada de miedos, las historias parecieran estar en cualquier sitio.
—Y son historias urgentes. Por eso es que yo le decía a los talleristas: tú no tienes que ir a buscar las historias, es que las historias están ahí esperando por ti. ¿Cómo las pueden hacer esperar de esa manera? Están ahí. Son urgentes. Hay una urgencia en la realidad venezolana por la que todas las artes tienen que dar respuesta. Yo siento que muchas las dan.
—¿En tus talleres has visto interés hacia la dramaturgia venezolana?
—Hay mucha gente joven que quiere escribir, que tiene muchas cosas que decir. Lo que les falta es un poco la herramienta para saberlo hacer. Pero yo creo que hay una gente joven tan bonita en este país, y que tiene tantas ganas de hacer cosas. Que tiene tanto talento. Los que están conmigo en el taller, y en el taller del año pasado también, son una gente con mucho ímpetu, creatividad, impulso, ganas y juventud.
—Muchos de ellos seguro se van a ir
—Sí, hay mucho de eso y me entristece mucho. Porque yo hice dos producciones con un director que después se fue, así que hice otra producción con otro director. Este año me gustaba un muchacho para darle un trabajo, proponerle la próxima producción… ah no, se fue para Bogotá. Me he enterado que gente que quiero mucho está buscando cómo irse. Espero que en el futuro próximo tengamos suficientes razones para verlos volver.
—¿Por qué tú no te vas?
—Bueno yo estoy anclada en este país de una manera… siento que sin Venezuela yo no tendría de qué hablar. Porque es que yo soy esto. A mí lo que me interesa tiene que ver con esto. Lo que yo soy, cómo veo las cosas, viene de aquí. Yo me voy por razones de trabajo y regreso. Voy y vengo todo el tiempo, porque es que si no es así como que me enchufo, me cargo, me desenchufo y llega un momento en que se me está acabando la batería y tengo que volver para volverme a enchufar porque es como que dejo de ser.
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