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Roberto Martínez Bachrich: Guerras de amor, de locura y de muerte

Un recorrido por la narrativa del escritor y profesor venezolano, autor –entre títulos de otros géneros literarios– de tres libros de cuentos: “Desencuentros”, “Vulgar” y “Las guerras íntimas” 

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El terror paraliza. El horror perturba, inquieta. Se alimenta de la duda. El terror –por paradójico que suene– es racional y se activa en el plano de lo tangible (eso lo hace, hasta cierto punto, manejable). Se puede manejar el terror porque está en el ámbito de lo indicativo y se experimenta como el paroxismo del miedo. Sus disparadores son detectables y, en esa medida, se les puede enfrentar e incluso controlar. Por lo contrario, el horror es el paroxismo de la angustia, del desasosiego: se activa en el ámbito de lo subjuntivo y compromete tanto lo espiritual como lo emocional. Su radio de acción es el terreno de lo intangible, el plano de lo imponderable. El espacio del horror es la incertidumbre: eso que no se maneja a ciencia cierta y que, sin embargo, se percibe como amenaza, como riesgo, como peligro inminente. El horror está al otro lado de esa puerta del clóset a medio cerrar, está debajo de la cama, está en el eco de un latido que solo escucha el asesino. El horror sobreviene cuando todo lo que nos era familiar se vuelve extraño y, por lo mismo, siniestro. Podríamos decir que el terror es natural y el horror es sobrenatural.

Cuando la palabra horror se asocia por ejemplo con literatura, surgen de inmediato algunos nombres, desde los clásicos hasta los contemporáneos. ¿Cómo no pensar en Horacio Quiroga, en Julio Cortázar, en Poe, en Maupassant, en Lovecraft? ¿Cómo obviar un relato como “Clave”, de Salvador Garmendia? ¿Cómo no evocar a Stephen King? Cada uno en su tiempo, cada uno a su manera, se valió de la palabra en clave de fictivización para retratar lo más inquietante y perturbador de la naturaleza humana. Entre unos y otros, concibieron una poética de lo oscuro; una estética de lo infausto. El solo hecho de evocar relatos como “El almohadón de plumas”, “A la deriva”, “El alambre de púas”, “Casa tomada”, “El hijo del vampiro”, “El corazón delator”, “El barril de amontillado”, “El horla”, “Aparición” o “El color que cayó del cielo” es más que suficiente para desatar en el lector un largo escalofrío. Exactamente el mismo que se puede experimentar al rememorar piezas como La ventana secretaCementerio de animales o El resplandor. Piezas todas en las que King crea un maridaje perfecto entre horror y terror, pues los personajes –a la vez que lidian con la hostilidad de un entorno que les escuece– libran sus propias guerras íntimas frente a una razón que los abandona. En La ventana secreta, el protagonista (Mort Rainey) enloquece ante la imposibilidad de seguir escribiendo: padece la misma sequía de Ricardo Azolar (en Los platos del diablo, de Eduardo Liendo) y, en un desdoblamiento fatal, se deja poseer por el homicida que lo habita. John Shooter (su hombre par, su reflejo en el espejo, la encarnación de su delirio) toma el control y hace un reordenamiento siniestro de las cosas. En Cementerio de animales, la muerte de Church (un gato) desata una serie de eventos desafortunados en la vida del doctor Louis Creed. En El resplandor, el protagonista (Jack Torrance) –al igual que Mort Rainey– también pierde la razón, y su naturaleza filicida se impone como condición existencial ante el horror de no poder concretar una obra literaria.

El ser humano –como persona y como personaje– es dual, es múltiple. Todos sus lados, todas sus facetas, por fuerza mayor, tienen que ser diferentes. Si no, la multiplicidad no tendría sentido. En cada hombre hay luz y hay sombra. Hay piedad y hay crueldad. Hay tanta generosidad como egoísmo. Con las mismas manos con las que salva una vida, el hombre es capaz de arrebatarla y de recrearse en ello. No pocos escritores han hecho de esta dualidad, de esta especie de falla de origen, su foco de inspiración. Al fin y al cabo, las batallas más cruentas que libra un individuo son contra su propia naturaleza. Por eso celebra matrimonios, vive en familia, va a la escuela, acude a la iglesia (y bautiza a sus hijos), se ampara en el ejército y aprende a vivir en comunidad. Por eso, el amparo de las instituciones es el acicate ideal para domeñar su humana condición. Y mientras se adapta al mundo y se acomoda a sus exigencias, cada quien va librando sus propias guerras íntimas.

La herencia y los herederos

Roberto Martínez Bachrich (Valencia, 1977), en lo atinente a su producción cuentística es albacea de un tan importante como maravilloso legado: la capacidad de hacer literatura a partir de una exploración honesta y sin prejuicios de la condición humana. Y eso es algo que todo buen lector agradece porque, al prescindir de los afeites y las complacencias, se produce una evisceración total del hombre frente a sus demonios y pulsiones más recurrentes: el amor, la vida, la muerte, el miedo, la traición, la venganza, la temeridad, la insolencia. Tal puede verificarse en Desencuentros (Gobernación de Carabobo, 1998), en Vulgar (Universidad de Carabobo, 2000) y en Las guerras íntimas (Caracas, 2011). En el año 2013, Eduardo Cobos entrevistó a Martínez Bachrich para Letralia. Con el rigor propio de un docente (Martínez Bachrich fue profesor en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela) se refirió, sin atenuantes ni eufemismos, a su propio trabajo. Hablando de Desencuentros, esto fue lo que dijo: “La última vez que lo leí, como dos años después de publicado, vi muchas fallas. Cosas que de esperar un poco más hubiesen mejorado. De verdad salvaría solo algunos cuentos. Creo que ‘Sobre vacas, alcaldías y postes de luz’, ‘Fumar en el avión’, ‘Avispa’ y el de la estatua (‘El prócer’). En este último quizás se muestre mi fijación por la cuestión de la atmósfera. Eso me interesaba mucho cuando lo escribí. Acaso solo esos cuatro textos valen la pena. Y son cuatro de veinticinco, lo que demuestra claramente que ese libro no sirve”. Los especialistas en Derecho suelen decir “A confesión de parte, relevo de pruebas”. Sin embargo, es el tiempo (no los autores ni los críticos) el que pone las obras en el sitial que les corresponde. A Martínez Bachrich se le agradece no incurrir en la tentación de la vanidad y el tratar de ser objetivo.

Sobre Vulgar se expresa con un poco más de benevolencia y nos ayuda a comprender que, en efecto, hay una impronta que se hace sentir como hilo temático y estilístico, incluso en términos de recursos estéticos y de estrategias discursivas. En el 2013, esto era lo que Martínez Bachrich pensaba de su segundo libro de cuentos, al que define como una propuesta porno-erótica y farsesca:

“Esos relatos se piensan más como libro. Incluso el libro ya tenía un orden mental antes de estar terminado. Al escribir los primeros cuentos supe que coincidían de cierta manera temas, personajes y lugares. Por dar un ejemplo, se repetían los personajes de ‘Una mujer muy gorda llora’, el cuento fundacional del grupo. Y con esa idea fui vigilando el camino de los textos posteriores. Antes de terminar el volumen, la idea de conjunto ya era muy firme. De hecho, hubo otros relatos de la época que sabía no pertenecían a Vulgar y los dejé afuera”.

Más adelante en la entrevista, Martínez Bachrich hace un comentario que lo podría situar de inmediato en ese grupo que Luis Barrera Linares en Desacralización y parodia. Aproximación al cuento venezolano del siglo XX (Caracas, 1994) denominó “anecdoteros”. Una categoría que reúne a esos escritores que “asumen generalmente el tono épico explícito y la visión objetivada de lo relatado, con apego notorio hacia el lenguaje directo, casi ajeno a la metáfora y al lirismo. Buena parte de ellos se sitúa en un punto de vista humorístico, logrado principalmente mediante el sarcasmo y la descripción de escenas tragicómicas. Proponen la crítica social explícita y la desacralización de algunos temas y discursos que según la tradición forman parte de lo ‘literario’” (p. 202). En esa categoría, Barrera Linares junta a Eduardo Liendo, a Milagros Mata Gil, a Argenis Rodríguez, a Benito Yrady y a Salvador Garmendia, entre otros. Y lo que dice Martínez Bachrich sobre su segundo libro de relatos es que “allí hay, quizás, dos tonos. Uno serio, a veces solemne, a veces tierno, que se ocupa de tópicos que usualmente irían en otro tono. Y otro más bien cómico, a veces grotesco, que quiere ocuparse de lo que, por el contrario, debería ser muy serio. Igualmente, en la escritura traté de incorporar retazos de la cultura popular, de los referentes de la vida cotidiana. Se fueron uniendo canciones de Héctor Lavoe, Rubén Blades, Celia Cruz, Oscar D’León y La Lupe, fragmentos de películas taquilleras y no, novelas rosa y clásicos de la literatura, todo eso se mezclaba con lo que se estaba contando. Siempre son referencias que redondean la anécdota o le dan otro filón”. ¿Cómo no pensar en Guillermo Meneses, en Salvador Garmendia, en Francisco Massiani, en el Luis Barrera Linares escritor de ficciones, en José Napoleón Oropeza, en Ángel Gustavo Infante, en José Roberto Duque, otra vez en Eduardo Liendo? ¿Cómo no evocar a esos autores que han hecho de la intertextualidad su gran prodigio, el gran anclaje para garantizar el contrato ficcional? ¿La herramienta perfecta para aglutinar los referentes contextuales de personajes y lectores?

Con su segundo libro de cuentos, Martínez se propuso, según sus propias palabras, “hacer una gran farsa tragicómica y porno-erótica o, mejor dicho, combinar, si puede decirse así, el erotismo risible con la pornografía trágica. Porque Vulgar es un conjunto de cuentos, en el fondo, sobre el deseo enrarecido, sobre las filias y complejidades de la sexualidad humana y la perversión”. Palabras más que menos, podría decirse lo mismo de una obra como Amantes letales, de Eloi Yagüe (2012). ¿Significa esto que todo es reciclaje? ¡No! Esto significa que Cortázar tuvo y sigue teniendo razón al afirmar que en literatura el tema es lo de menos y que lo importante es su tratamiento; que una piedra deja de ser una simple piedra si de ella se ocupan Poe o Kafka… que, al final del día, para un escritor lo más importante es lograr que su obra sea significativa y que la anécdota de lo narrado trascienda sus propios límites.

De amor, de locura y de muerte

La primera vez que leí Las guerras íntimas tuve la sensación de estar leyendo a Horacio Quiroga. Tal es el sentido de lo trágico en los diez relatos que integran ese volumen de cuentos. Y esto no significa, en modo alguno, que Martínez Bachrich, en sí mismo, carezca de su propio peso específico como escritor. Todo lo contrario: parte de la bondad de ser un buen narrador es activar la memoria cualitativa del lector; es propiciar la reminiscencia positiva. Y Martínez Bachrich logra eso: tiene en su tercer libro de relatos su producto mejor acabado. Entre otras muchas cosas porque no sabotea a sus narradores haciéndose presente él mismo en las historias: en Las guerras íntimas cada narrador tiene su propia voz y está perfectamente delimitado: hay un carácter, una personalidad y una manera de estar en el universo narrativo. Cada drama existencial se va mostrando como un incordio demoledor pues deja en evidencia la potencialidad de lo malo, de lo más terrible: el temor a los intangibles y la posibilidad de lo fatal. En este volumen de relatos se cuentan historias de amor, de locura y de muerte entramadas en una poética de la desventura. Se juntan en una confluencia estética variables de lo grotesco, lo fantástico y lo simbólico. El resultado es una atmósfera tan densa que el lector siente que está nadando en cemento recién mezclado, y para Martínez Bachrich la creación de una atmósfera es tan importante como lo fue en su momento para Salvador Garmendia, de quien Luis Barrera Linares señaló en Desacralización y parodia: “Lo curioso de este autor es que llega a la elaboración de sus atmósferas no a través del retorcimiento (…) sino mediante la utilización de descripciones minuciosas y casi literales de los objetos, imágenes sucesivas en movimientos captados a ritmo lento, casi moroso, de una cámara que se detiene en cada detalle, en cada fisura, en cada porción de la materia (…)” (1997: 139). Con las distancias que haya que salvar, si fuere el caso, estas consideraciones aplican también para Martínez Bachrich, quien ex profeso hace de la muerte un leitmotiv. La muerte es lo único seguro que tenemos y es entre las certidumbres humanas la que más angustia genera porque con ella no hay salida fácil.

“La muerte –dice Víctor Bravo en Los poderes de la ficción– es el otro ámbito irreductible que nos acecha (…). La literatura fantástica ha poblado este ámbito de oquedades o fantasmas, de monstruosidades o silencios, pues la presencia de la muerte es la presencia de lo sobrenatural, de lo desconocido, la ausencia de certezas; por ello es la germinación del horror (…)”. (Caracas, 1987: 113). En el tercer libro de cuentos de Martínez Bachrich, en efecto, la muerte está como ruptura sentimental (“Grieta”), como conspiración (“Los colores oscuros”), como venganza (“Cómo olvidar las perdices muertas”), como amenaza de los elementos (“Aguas perdidas, aguas encontradas” y “Wabe”), como mutación (“Densidad de las mesas”), como ruleta rusa sexual (“Los gatos negros”), como alegoría fantasmática (“El otro mar”), como ajuste de cuentas post-mortem (“Blanco”), como vampirismo parasitario (“Sifilíticos e integrados”).

En la entrevista que Eduardo Cobos le hizo a Roberto Martínez Bachrich, le expresó tímidamente su inquietud con respecto a “Blanco” como posible relato de horror. Para responder, el escritor citó a Lovecraft (así como en otros momentos refirió a Poe y a Cortázar): “No lo sé (si entra o no en esa categoría). A mí me parece admirable un buen relato de horror sobrenatural, que así es como los llamaba Lovecraft, uno de sus más grandes exponentes. Aquellos en que el lector pacta con lo increíble y se desplaza toda lectura racional. Es dificilísimo hacerlo bien, y es lo que intenté en ese cuento, pero no sé si lo logro”.

Lo logra no solo con “Blanco” sino también con los nueve relatos restantes. De eso no me queda ninguna duda porque “Aguas perdidas, aguas encontradas”, por ejemplo, es un relato que deja al lector al borde de la pleuresía y con un recóndito temor de regresar a las playas de Choroní. No tengo dudas de que lo logre porque el horror es el paroxismo de la angustia, del desasosiego. Porque se activa en el ámbito de lo subjuntivo y porque compromete tanto lo espiritual como lo emocional. Porque su radio de acción es el terreno de lo intangible, el plano de lo imponderable. Porque el espacio del horror es el de la incertidumbre y porque la más cruenta de las guerras íntimas se libra contra uno mismo y contra la inminencia constante de la propia muerte.

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