Puede decirse de El gran Gatsby: en la historia de Jay Gatsby, los tonos y vericuetos, los brillos y zonas ocultas de la obra de Francis Scott Fitzgerald, confluyen y se articulan en esta novela que roza la perfección. Algo semejante se despliega en La vida, instrucciones de uso: la inaudita profusión de eventos, personajes, procedimientos y juegos que corren dispersos en la producción de George Perec, concurren en páginas centrípetas y centrífugas a un mismo tiempo: succionan al lector y lo lanzan más allá de cualquier previsión.
Como las dos mencionadas, 4 3 2 1 es un sumun. La extensión, más de 950 páginas que no conceden pausa, es un primer indicio de una obra cuya elaboración debe haber exigido hasta las últimas energías del autor. Los versos que se escuchan como lejanas campanadas en su poemario Desapariciones (“oír el silencio / que sigue a la palabra de uno mismo”); el relato del que toca fondo, que es una figura consecuente en sus memorias y ensayos; o la impronta suya plasmada en unas quince novelas que advierten del carácter contingente de la condición humana, todos estos elementos irrumpen y desaparecen, hacen piruetas y se esfuman en el aire, son guiños al lector recurrente de Paul Auster.
4 3 2 1 tiene disposición de gran novela. Su armazón y despliegue hacen pensar en los totémicos edificios narrativos del XIX y el XX, que dan cuenta de determinadas parcelas del tiempo y el espacio. Archie Ferguson, el protagonista, nace en febrero de 1947, en Newark. Son los años de la posguerra y del gobierno de Harry S. Truman. 4 3 2 1 se proyecta por más de dos décadas, hasta el período en que Estados Unidos fue gobernado por Richard Nixon.
En vez de un único relato sobre la existencia de Archie Ferguson, Auster escribe cuatro, que avanzan turnándose a lo largo del recorrido. En cada una de las versiones hay elementos básicos –un determinante vínculo con la madre, confrontado en algunos casos con un padre ajeno o distante; una agitación recurrente en el carácter del protagonista; el turbulento descubrimiento del amor, siempre con Amy Schneider, quien proviene de una familia judía como Ferguson y también como Paul Auster–.
Estas presencias son los puntos de referencia que nos permiten asumir la cuestión medular de la novela: que cada vida está sujeta a las más disímiles posibilidades; que no hay ruta definida ni secuencia predeterminada; que cada empeño puede torcerse, interrumpirse, potenciarse o acabar en un instante. Que a cada vida le esperan accidentes, coincidencias, azares, imponderables. Creer que uno sabe qué lugar ocupa en el mundo en este mismo instante, nada garantiza: hechos instantáneos o que maduran sin que seamos conscientes de ello, pueden cambiar radicalmente la trayectoria de cada existencia.
Las cuatro vidas posibles –las cuatro existencias– de Archie Ferguson, incluso la que es brutalmente interrumpida en un accidente de tránsito –que inevitablemente recuerda al choque sufrido por Auster, con su esposa e hija en el vehículo, angustiante episodio narrado en Diario de invierno–, nos empuja hasta el umbral de este abismo: nada en la vida está delimitado. Ni anclado. Vivir es transitar por lo incierto. Se puede incubar, planificar, pensar con la mayor cautela, pero en cualquier instante, una aparición imprevista, un imponderable, una luz de origen incierto, irrumpirá. Cambiará el orden preexistente. Como si los determinantes de nuestras vidas estuviesen siempre más allá de la visión. Como si una conspiración, que en algún momento saltará sobre nuestra espalda, nos siguiese los pasos como una sombra.
Método y tonalidades
El método escogido por Auster es demoledor: al construir las cuatro vidas del mismo Archie Ferguson, y narrarlas de forma paralela, las diferencias, contrastes y matices desconciertan y estremecen. Pero la oscilante belleza, la suave melancolía de fondo que no se apaga en toda su extensión, no proviene exclusivamente de comparar unas vidas con otras. Auster mantiene el asedio del tiempo a raya. No se apura: el tiempo del relato se impone a la ansiedad del lector. En cada Archie hay complexión, plenitud. En el veterano escritor hay esa propiedad que los años tornan más austera y profunda: la comprensión se hace indisociable de la compasión.
Este sentir compasivo del narrador no convierte a los Archie Ferguson en víctimas. Es el mundo, el funcionamiento de las cosas, los apetitos humanos, los que no encuentran su mejor acomodo. Si la novela es un tratado de la vida, como sugerí en el título de estas notas, lo es porque todas las líneas que contienen parecen estar guiadas por un secreto impulso de insatisfacción. Como si nada fuese nunca suficiente. Como si la vida, mientras dura, no fuese sino luchar con lo deficitario. Con lo que falta. La expectación puesta en lo que podría ser.
4 3 2 1 es, posiblemente, lo que los estudiosos llaman novela total. Sus trazos ocupan, envuelven, incorporan múltiples dimensiones de la existencia. Su pulso va de los pensamientos más recónditos e indecibles de la psique, hasta las turbulencias políticas, sociales y raciales de la Norteamérica de aquellos años. La capilaridad, el desentrañamiento de las emociones, llega a estos preciosismos: “Ferguson disfrutaba jugando de quarterback, porque pocas sensaciones mejores había que la de completar un pase largo a un receptor corriendo a toda marcha hacia la diagonal a treinta o cuarenta metros de la línea de ensayo, la asombrosa sensación de establecer una invisible conexión a través del espacio vacío era similar a la experiencia de encestar un tiro en suspensión a seis metros, pero aún más satisfactorio en cierto modo era que la conexión se establecía con otra persona y no con un objeto inanimado hecho de cuerda y metal, de modo que soportaba los aspectos menos atractivos del deporte (los duros placajes, los peligrosos bloqueos, los violentos encontronazos) con el objeto de repetir la sensación siempre emocionante de pasar la pelota a sus compañeros de equipo”.
Escogí este ejemplo, entre otros centenares de limpia escenificación, porque este muestra las emociones en su bullicio y acontecimiento, en su maleabilidad y mutación, en sus precisos y poliédricos procedimientos. Vivir es ser dínamo de emociones, que a menudo se proyectan más allá de nuestro control. Hasta la más básica mecánica del ser humano, respirar, está atada a sensaciones. Se transcurre a lo largo de los años para celebrar y padecer. La riqueza del registro emocional de 4 3 2 1 habla de la vocación de Auster para liarse con la vida.
Campo electrostático
La inveterada pasión por el cine en blanco y negro; el magnetismo que ejerce cierta poesía francesa; la frase de Heráclito: “Si no esperas lo inesperado, no lo reconocerás cuando llegue, porque es misterioso e indescifrable”; algunos raptos ensayísticos sobre el arte del retrato –un oficio emprendido por la madre de Archie–; la Smith-Corona portátil –a la que Auster rindió homenaje en un ensayo del 2002, “La historia de mi máquina de escribir”–; la perturbadora sugerencia de que siempre llega el momento de aceptar que hay una jerarquía de la destrucción, canje mental por el que nos resignamos a los males menores porque lo ocurrido no ha sido lo peor; el recordatorio de la imborrable escena del día en que Robert Frost se levantó, fue hasta el micrófono para leer un poema compuesto especialmente para el acto de investidura de John Fitzgerald Kennedy, y allí una ráfaga de viento le arrebató el poema de las manos, delante del país que lo veía por televisión, y ante esa zancadilla de lo imprevisto, el poeta de noble y antigua estampa, recitó otro poema que permanecía intacto en su memoria.
Los antecedentes judíos de Archie –que el judío Auster narra con inequívoca pulcritud–; la travesía por esos puentes colgantes que es el tránsito por la adolescencia; el pequeño júbilo que se enuncia con la frase “estar en el lugar adecuado, en el instante preciso”; el cambio de piel que tiene lugar cuando las incertidumbres se despejan; las visiones de lo público –posturas políticas, prejuicios, erráticas interpretaciones, activismo militante–, inclementes y obtusas; el inmenso desafío –no solo para sus personajes, sino muy especialmente para el autor– que es volver a narrar la experiencia del deseo y el enamoramiento; “el espléndido hechizo gershwiniano de la primera en París, el París de centenares de canciones sensibleras y películas en tecnicolor, pero la verdad era que resultaba espléndido y levantaba el espíritu, realmente era el mejor sitio del mundo, y mientras Ferguson iba de la casa de l’Université al hotel de la rue Montalenbert, mientras tomaba nota del cielo, de los aromas y de las chicas, luchaba contra el inmenso peso que había caído sobre sus espaldas aquella mañana, el estúpido miedo infantil de decir adiós a su madre”.
En tanto que levantamiento de lo humano, la novela levanta un múltiple paisaje mental y material: los hechos y las cosas están allí, omnipresentes, como en nuestras vidas. Escenas donde las ideas provocan volátiles escándalos: coincidencias que irrumpen para poner la realidad bajo sospecha: intuiciones que aciertan para abrir paso al lado odioso de nuestros prójimos: la concentración: el hablar en serio: el prodigio de vernos a nosotros mismos con distancia crítica: los imaginarios que nos acompañan y nos gratifican pero también nos emboscan: el descubrimiento de que ocupamos un lugar en la economía real, y que la inmensa mayoría somos personas de lo que no se puede: los momentos estelares, epifanías de nuestra modestia irreversible: el punto de inflexión que late en el instante en que sentimos que algo ha tocado nuestra dignidad: la paulatina construcción de espacios donde lo familiar tiene como frontera a lo extraño: la constatación de que, en efecto, volvemos siempre: al punto más remoto de nuestra memoria, al rincón más oculto de nuestros afectos, a las preguntas más acuciantes sobre la existencia de Dios, sobre la tesitura de quienes nos rodean, sobre la mirada interior al hecho de vivir.
De todo esto va la acumulación de 4 3 2 1: adictiva, magistral y sosegada. Extenso e intenso muro con una sola respuesta: todas las preguntas siguen abiertas.
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4 3 2 1 ha sido traducida por Benito Gómez Ibáñez, para Seix-Barral, Editorial Planeta, España, 2017.
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