Apóyanos

Orfeo en el infierno del siglo XX

Este ensayo del novelista y ensayista polaco Jósef Wittlin (1896-1976), forma parte de “Orfeo en el infierno del siglo XX”, colección de 23 ensayos traducidos por Amelia Serraller Calvo, para una cuidada edición de Libros de Trapisonda (España, 2016). La misma incluye un prólogo de Juan Manuel Bonet

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Ocurre a menudo que, en las lápidas y monumentos de los poetas, vemos un arpa o una lira tallada en bronce o mármol, con una rama de laurel o una pluma de ganso que la atraviesa de forma pintoresca. Todo ello sería la insignia del poder de los poetas. Un poder real o imaginario, como el aspecto que ofrecen estos escudos suyos, de un linaje que no es hereditario. Se trata también de instrumentos musicales antiquísimos, cuyo sonido nos resulta casi ignoto. Asimismo, nos hemos acostumbrado a llamar cantante, bardo o juglar a cualquier persona que exprese sus pensamientos en verso. Lo decimos como si cantase o entonase sus propios libros. En realidad, nunca hemos oído cantar a ningún poeta; como mucho, hemos visto con nuestros propios ojos cómo recita sus poemas. ¿Será entonces solamente una admiración exagerada la que nos hace llamar canto al trabajo literario ejecutado fundamentalmente en posición sedente, junto a una mesa y con la boca cerrada?

Y sin embargo, la Ilíada comienza con las palabras Meninaeidethea (“Canta, oh, diosa, la cólera”…), mientras que la Eneida lo hace con Arma virumque cano (“Canto a las armas y al hombre”…).

De alguna manera, resulta difícil suponer que ambos poetas clásicos quisieran conscientemente inducir a la posteridad a un error, al llamar canto a algo que simplemente rima. No obstante, ninguno de los poetas contemporáneos que conocemos canta y si se da el caso de que algún compositor musique su textos, generalmente las palabras pasan a un segundo plano, convirtiéndose en algo completamente indiferente. Especialmente si la música es buena. De ahí que en las lápidas y monumentos a los poetas contemporáneos, en vez de la lira y el arpa, debería colocarse una pequeña Remington o Underwood, atravesada románticamente por las eternas plumas Waterman o Parker. Estas herramientas, sin menoscabar la honra del poeta actual, podrían servir con mayor exactitud como insignias de su trabajo. Con toda probabilidad, será la eterna pluma la que le abra al poeta el camino a la eternidad… mucho más que aquella vetusta reliquia instrumental que jamás en vida empuñaran sus manos.

No obstante, algo de cierto tendrá que haber en el hecho de que vinculemos la poesía a los instrumentos musicales. Hoy en día, casi toda forma artística versificada lleva un nombre griego o latino, en referencia a la parte sonora de la obra. En otras palabras, a su forma musical, que no semántica ni puramente literaria. La oda, el himno, la elegía, la rapsodia, el salmo, el madrigal, el soneto… todos ellos son conceptos más bien sonoros. Tan solo la sextina, el terceto, la octava y los alejandrinos expresan la parte cuantitativa del poema, que no es sonora. Son denominaciones métricas. De ello se desprende que la poesía, en su forma actual, tiene que ser el órgano residual de un arte que ya no existe, y que antaño formaba un todo con la música. Un libro contemporáneo repleto de versos sería a la poesía antigua lo que las notas son a la música. Es decir, que los juglares, trovadores, troveros, ministriles y maestros cantores eran simultáneamente poetas y músicos.

La poesía no se leía, sino que se cantaba en las cortes medievales, alrededor de las chimeneas invernales o en los refectorios de los conventos. Hoy nadie le exige al poeta que sea tenor o barítono. Nadie le hace reproches si no acompaña sus poemas con el tañido de una lira o una cítara. Pero en aquellos tiempos lejanos, cuando la poesía era tan universal como es entre nosotros el cine, en aquellos tiempos felices –que tanto añoramos ahora– cuando los poetas podían ser analfabetos, cuando no existían la imprenta ni los libros; es decir, en los tiempos legendarios del rey David, que fue arpista, o también en los del ciego Homero, aún no se distinguía entre poesía y música. En aquel entonces la estrofa de un poema era justamente eso, una estrofa, y no solo una forma de frenar el ritmo como ocurre hoy. Entonces, la melodía interna del poema debía adecuarse exactamente a la melodía de la frase, que se cantaba a pleno pulmón. Por eso, en los tiempos de aquella comunión armónica había un solo dios para la poesía y la música, Apolo, que tocaba él mismo la lira y dirigía una gran academia compuesta únicamente por mujeres: las nueve musas.

Hoy en día la poesía, separada de su hermana por derecho, es un fenómeno secundario y extraño. Se trata de un digno inválido, que esconde sus carencias bajo el manto purpúreo de las palabras escogidas. La antigua poesía apolínea era sencilla en cuanto a las palabras, y toda su complejidad se expresaba en la música, en este lenguaje humano único y cercano a la perfección, porque es capaz de reflejar en mayor o menor grado todo lo que acontece en nuestras almas. La música, con todas sus flautas y tubos, le gruñe y le silba al entendimiento humano, cojo e incapaz en comparación con la maravillosa locura y deliciosa mentira de aquella. Paradójicamente, en ellas hay más verdad que en las definiciones más sabias que podamos balbucir con palabras. Si Dios existe y le permite al hombre conversar con él de cuando en cuando, no le prestó el lenguaje con este fin, pues este sirve para que una persona se entienda con otra en los asuntos terrenales; y lo que es más, puede propiciar un acuerdo o, como sucede a menudo, un malentendido. Si Dios se molesta en escuchar lo que el hombre anhela expresar, con este fin le dio tanto la música como la poesía, esa síntesis infiel de la música. Y por eso a las personas que, independientemente de sus valores humanos y terrenales (de la mente, de sus virtudes o del carácter), saben acercar el cielo a la tierra, amén de elevar la tierra a menos de cien metros del cielo, las llamamos personas ungidas por la gracia divina. A menudo estas personas no saben lo que dicen cuando hablan, ni lo que entonan cuando cantan, ni de dónde procede su magnetismo. Hace ya tiempo que se acallaron por los siglos de los siglos las liras, cítaras, rabeles, laúdes y guzlas. Los discos de gramófono no nos han guardado su sonido, porque entonces aún no existían. Más tarde, el hombre ideó nuevos instrumentos, más complejos y elocuentes. De aquellos tiempos remotos solo ha quedado uno en el mundo. Ese con el que Orfeo todavía suplica a los dioses de la muerte que le devuelvan a su mujer: nuestra voz, la vox humana.

Nadie le exige a una persona ungida con una voz milagrosa por la gracia divina el portentoso intelecto que se les demanda –quizás injustamente– a los poetas. La proverbial falta de materia gris en los tenores suele acabar resultando más agradable para los oyentes, incluso entre los mismos eruditos, que todo el saber recopilado por escrito. El cantante no es culpable de que a su voz le toque expresar una hondura que él solito ni siquiera presiente. ¿Qué nos importan las palabras de una canción entonada? Hoy solo prestamos atención al texto de una canción leída con nuestros ojos, a la poesía pura, ese sucedáneo de la antigua armonía. En cambio, de una canción entonada nos interesa solo lo puramente musical; el alcohol mismo del alma, libre del condimento del juicio. Cuán indiferentes nos resultan los textos ripiosos de las canciones, aquellos horribles “sueños y lágrimas” o “la indecisión del corazón”, ese “rayo de mayo”. Tampoco nos fijamos en las divagaciones del libreto mientras escuchamos las óperas del divino Mozart. Asimismo, al aplaudir al cantante, los bravos no van para él en persona sino para Dios nuestro Señor; Dios, que ha disfrutado haciendo del cantante un puente entre nosotros y Él.

Cuántos trucos astutos para ganarse el corazón y pérfidas maniobras (delicadas e imperceptibles para el lector, pero lógicas) ha de efectuar el poeta antes de conseguir, con ayuda de las palabras, lo que logra la música –aunque sea por aproximación– mediante el material mismo del que se extrae. Ni el timbre de un violín ni el de una flauta, clarinete, oboe o corneta, ni tampoco el sonido del piano toman tanto prestado del lenguaje humano como hace la poesía. Dichos timbres existen solo para la música y constituyen el secreto de los instrumentos, de la misteriosa sustancia de la que estos están hechos; el secreto de las entrañas de cordero de las que se fabrican las cuerdas; el secreto de las crines con las que se tensan los arcos; el secreto de los canales, tubos, orificios, recovecos, pliegues y huecos de madera y hojalata con los que se contiene la respiración humana. Explotar dicho secreto y construir a partir de él: he aquí la labor del compositor. Aunque el mayor misterio siga siendo la voz humana.

Desde que poesía y música se separaron y siguieron su propio camino, se vuelven cada vez más ajenas. Los poetas líricos sin lira ya no componen sus versos para el oído, sino para el ojo; las formas sonoras del poema no se desarrollan, rara vez se actualizan con nuevos hallazgos o volviendo a las antiguas técnicas, como por ejemplo la asonancia. Con cada vez mayor frecuencia los temas no melodiosos invaden la poesía europea –y puede que aún más la norteamericana–: a veces son como reportajes rítmicamente coreados. La canción, que ha renunciado completamente a la música, abandona la poesía, en la que se han introducido el intelecto y la especulación; he aquí que Orfeo, desterrado de la poesía, un juguete roto a manos de las traicionadas bacantes, fue capaz de librarse de sus garras y se cobijó en la música. Sin embargo, no olvidó de dónde venía. En más de una ocasión subyuga más allá de las fronteras de los tonos y, con nostalgia de la palabra, visita en secreto a los poetas. Les recuerda que tienen un padre en común, Apolo. Algunos poetas lo reciben amistosamente, pero también hay otros que ya ni siquiera lo reconocen. Evidentemente, ellos ya se basan en otra versión del mito arcaico, en la que Orfeo no era hijo de Apolo, sino del rey troyano Eagro. Pero incluso en este caso su madre era la musa Calíope.

Los poetas le reprochan al desterrado Orfeo que se embarque con los argonautas, tan ávido por encontrar el vellocino de oro. La Cólquida actual se denomina Estados Unidos, y el vellocino de oro, que tanto tienta a Orfeo, es de papel y se llama dólar. El mítico Orfeo amansaba con su canto a las fieras hasta que se posaban a sus pies y escuchaban dóciles sus canciones. El Orfeo actual ya no tiene este poder. Ni siquiera es capaz de domar a la bestia encerrada en la jaula del corazón humano. Ninguna canción detendría el estallido de ese volcán que es el odio humano, ni le cerraría a los cañones sus bocas, ni detendría a los tanques ni tampoco impediría que las bombas calcinen una ciudad. Ninguna canción desmantelaría las cámaras de gas, ni barrería de la superficie de la tierra Dachau y Bergen-Belsen, Auschwitz, Majdanek y Treblinka. Como sabemos, el infierno del legendario Orfeo se encontraba bajo tierra. Se trataba del Hades, donde vivían los muertos. En cambio, el infierno de los orfeos actuales — ¡ay, bien lo conocemos además!— es la tierra, habitada por personas vivas. Alguna vez nuestros orfeos, poetas sin lira y músicos sin poder, nos arrancan el alma de este infierno en el que vivimos. Mas su voz es demasiado débil para que pueda acallar el estrépito letal de lo terrenal, el bramido infernal de las máquinas asesinas. El antiguo Orfeo, con su canción, extraía únicamente sonidos de la naturaleza. Sin embargo, hoy tiene que gritar incluso en tiempos de paz, a través del terrible infierno de sonidos artificiales, producto del hombre. Antiguamente la melodía, en su camino a la eternidad, debía remontar el trueno de Zeus, la tempestad de Poseidón, el traqueteo de los cascos, el chirrido de las ruedas, el mugido del ganado o el fragor de las armas. Se podría escribir la historia de la evolución del sonido en el mundo. ¡Tanto es lo que este cambia! Cada vez hay más y es más ruidoso. Los peores ruidos de la Antigüedad eran idílicos en comparación con los ruidos inocentes de una ciudad contemporánea. El hierro, el cristal, la piedra, el motor y la electricidad se han confabulado, han sellado una alianza entre ellos, para ensordecer al hombre y no permitir que los sonidos más suaves lleguen a su oído. Las sirenas de los coches nos previenen de la muerte bajo las ruedas con una voz que no es tan dulce como antaño lo eran las sirenas acuáticas seduciendo a Odiseo y acarreando así su muerte. ¡Y qué decir de las sirenas que alertan de un ataque aéreo!

Entre el ensordecedor bramido de las ciudades, entre el aullido de las máquinas, anuncia desde lo alto del cielo Orfeo a los corazones humanos el tiempo de guerra y el tiempo de paz. Evita el día, prefiere la noche, cuando el infierno de la vida “normal” se acalla un tanto, prefiere la luz artificial de las arañas eléctricas al brillo solar de su padre Apolo. Prefiere el aire denso, cargado de los olores artificiales de las salas de conciertos a los aromas naturales de los jardines y prados. Como una flor nocturna, Orfeo abre el cáliz de su canción y luego se cierra en medio del alboroto del día. Nos ayuda durante una hora, durante dos nos hace vencer al miedo, a la muerte y al tiempo. Todo ello nos conduce a morir inexorablemente, llenando el tiempo con el arte. Un arte que se desarrolla también en el tiempo. Así, Orfeo nos permite desconectar un rato la razón, como se apaga la electricidad; nos permite a nosotros prisioneros en un espacio, descansar en el tiempo. De buena gana apagamos esta débil luz de la razón, que alumbra nuestros oscuros asuntos cotidianos; desconectamos el sentido de la vista y cerramos los ojos, duplicando de este modo la sensibilidad del oído. Es de noche y reina el silencio: escuchemos a Orfeo.

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