Por JANINA PÉREZ ARIAS
Que no le llame Ternera, le espeta Josu Urrutikoetxea a Jordi Évole en el documental cuyo título lleva precisamente ese pedido que no deja de sonar a orden. Évole, reconocido periodista, logró sentarse cara a cara en 2022 con quien fuera uno de los jefes de la ya extinta banda terrorista ETA y responsable –directa o indirectamente- de atentados con víctimas mortales y graves daños materiales.
A Urrutikoetxea le llamaban y le siguen llamando Josu Ternera, quiéralo o no. El septuagenario, que se convirtió en militante etarra a los 17 años accedió a esa entrevista desarrollada en San Juan de la Luz, un lugar cercano a la frontera franco-española, la cual constituye la columna vertebral de No me llame Ternera. El exmilitante de ETA, aunque en libertad en Francia, espera la extradición a territorio español para ser juzgado por sus crímenes. La justicia es lenta, por lo que no se sabe aún cuándo sucederá.
Hasta llegar a la ovación tras el estreno de No me llame Ternera en la segunda jornada de la 71° edición del Festival Internacional de San Sebastián, pasó mucho. Días antes de que se iniciara la cita cinematográfica, en una carta abierta de protesta firmada por unas 514 personas, entre ellas importantes personalidades de la cultura y de la política, los firmantes solicitaban retirar de la programación del festival el documental dirigido por Jordi Évole y Màrius Sánchez. El argumento principal era que la producción de Netflix contribuía al «proceso de blanqueado de ETA».
La reacción del Zinemaldia fue una negativa rotunda. «La película ha de ser vista primero y sometida a crítica después y no al revés», rezaba parte del comunicado firmado por el director del festival, José Luis Rebordinos, quien con los años ya se ha convertido en todo un experto de situaciones de crisis. No era para menos. El tema de ETA es una herida abierta, supurante y sobre todo aún dolorosa.
«No esperábamos que hubiese una petición que podría llamarse censura preventiva», confesaba Jordi Évole en la rueda de prensa ofrecida horas antes del estreno del documental, «sabíamos que la situación iba a ser complicada, esperábamos un cierto ruido pero no tanto».
Visto el trabajo de Évole y Sánchez una cosa queda clara, No me llame Ternera no blanquea el terrorismo, ni es una apología de la violencia y del terror, ni exalta la figura del etarra Urrutikoetxea. Al contrario.
De hecho, el inicio del documental, que forma parte de la sección Made in Spain del festival, tiene otro protagonista, el exguardia civil Francisco Ruiz, sobreviviente de un sangriento atentado en 1976, cuando en su día de servicio le tocó escoltar a Víctor Legorburu, el para aquel entonces alcalde de Galdako (Vizcaya). A 20 metros de la casa del político, cuando los niños se dirigían a la escuela y los adultos a sus trabajos u otras diligencias, se produjo la emboscada. Legorburu murió al instante.
Como si fuera ayer, el anciano Ruiz cuenta que se salvó de milagro. Habla de las ráfagas de metralleta, de su cuerpo perforado, de cómo le rezó a la Virgen para que le ayudara a sobrevivir para poder ver crecer a sus cuatro hijas. Pero sobre todo recuerda que ningún pasante, valga decir que a todos conocía, se le acercó para socorrerle.
Por miedo, por terror a ser señalados por ayudar «al enemigo de Euskal Herria» -frase del catálogo de los terroristas de ETA-. Ruiz, quien había crecido y formado su familia en el País Vasco, se pasó cinco meses en el hospital luchando por su vida. Sobrevivir le pasó factura, en ese pueblo donde todos se conocían y apreciaban, él y su familia se convirtieron en parias, apestados. Lo que relata recuerda vívidamente a la novela Patria, de Fernando Aramburu, una de las personalidades que firmó la polémica carta.
Casi cinco décadas después de aquel día, los espectadores junto a Francisco Ruiz, descubrimos que Josu Ternera formó parte de ese atentado, un crimen –quizás uno de los muchos no confesados– por el que todavía no ha sido juzgado.
En el encuentro con la prensa nacional e internacional, Jordi Évole y Màrius Sánchez, conscientes de que cada frase suya sería vista con lupa, dejaron claro que desde el inicio de las negociaciones para llevar a cabo la entrevista con Josu Urrutikoetxea, tanto a él como a las personas involucradas se les reiteró que este no sería un homenaje, sino una trabajo de rigurosidad periodística.
«Lo más fácil para nosotros era no hacer la entrevista, pero no queremos que por el qué dirán dejemos de hacer aquello que creemos que tenemos que hacer». Que era, pues, un deber sostenía Évole en la rueda de prensa, sintiéndose orgulloso del resultado, de que a Urrutikoetxea no le haya hecho gracias el documental, y a modo personal de haber sido capaz de espantar al posible fantasma del futuro que le llevara a decir: «¡Hostias!, no hiciste aquello porque tuviste miedo…».
En No me llame Ternera Évole es exhaustivo e incisivo –lo que no pudo ser en su momento con Nicolás Maduro, valga recordar-. Preparó la entrevista con su equipo durante dos años, y la versión final se sometió a una edición que les llevó 12 meses. Évole confronta a Urrutikoetxea con los atentados terroristas, entre muchos admite el del almirante Luis Carrero Blanco (1973), el de la Casa Cuartel de Zaragoza (en 1987), que dejó un saldo de seis niños muertos entre las 11 víctimas, o el de la Casa Cuartel de Vic (en 1991, Cataluña), dejando 10 muertos, la mitad eran menores de edad.
«Las acciones», así califica el exetarra los atentados. Y con una frialdad pasmosa –o cinismo– ante el saldo de tantas muertes y heridos, le echa la culpa al Estado «por no proteger a sus ciudadanos». El léxico de Ternera casi no ha sufrido una transformación, a las amenazas las llama «operaciones políticas», para poner otro ejemplo, y a través de sus argumentos se perciben casi intactas las motivaciones vacuas de ETA. Y todo a pesar de los intentos de integración en la vida social y política (el mismo Urrutikoetxea personifica tal proceso).
Ternera -llamémoslo Ternera- llega al punto de condenar el terrorismo islamista pero no el ejercido por ETA, obviando las más de 800 víctimas mortales, cientos de heridos, irreparables daños psicológicos, el ejercicio del terror y pérdidas materiales que ocasionó la banda en la que militó. Hasta estando supuestamente retirado de sus filas, le fue fiel, ya que él fue el encargado de leer el comunicado de la extinción definitiva de ETA en 2018.
Pero en su lenguaje, ni en las intenciones ni sentimientos de Urrutikoetxea, alguien que habla a la ligera de empatía y de sentir mucho las muertes y traumas ocasionados, tampoco existe el arrepentimiento. A estas alturas de la vida, y del transcurrir de la humanidad –ni hablar del ejercicio continuo de memoria histórica en democracia- tanto sabemos que sin arrepentimiento no hay perdón.
Hasta llegar a la ovación de la noche del estreno de No me llame Ternera en el Kursaal 2 lleno a reventar, pasó mucho. Y más cuando los directores Jordi Évole y Màrius Sánchez se fundieron en un emocionante abrazo con Francisco Ruiz. Hasta ese momento no sabíamos que Ruiz había estado en la proyección, y por ende que había vuelto a un lugar que amaba y del que fue expulsado.
Tomó la palabra, se le saltaron las lágrimas y los aplausos siguieron. Quiero pensar que quizás alguien en esa audiencia que en su momento se vio en la disyuntiva de tratar como un apestado a un sobreviviente de un atentado de ETA, se haya arrepentido. Precisamente es así como se inicia el proceso de sanación de una sociedad traumatizada que vivió durante tantos años atrapada en las garras del terror.
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