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Niños de Las Brisas

Los niños de la película formaron parte del alabado Sistema, de José Antonio Abreu, hermosa idea que nació en democracia, en los años 70
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Hace dos días que fuimos a ver Niños de Las Brisas, de Marianela Maldonado, y aún sigo llorando, sigo riendo, me sigo indignado y me sigo asombrando. Me sigo conmoviendo.

Como devoto del arte, quiero destacar que sobre todo es un documental concebido desde un discurso claro y distinto: con un guion espléndidamente sólido, no solo muestra y sigue las vidas de esos tres hermosos ángeles músicos, Dissandra, Edixon y Wuilly, llenos de energía y pasión, de sueños, de ingenuidad, pero de la ingenuidad que da vivir en los límites desgraciados de la escasez sin merecerlo. Estos tres músicos están rodeados a su vez de seres protectores, que derraman su amor sin condiciones: y son, sobre todo, mujeres. Es cierto que Venezuela es un país forjado por inmigrantes, pero también, y en primer lugar, por sus mujeres, famosas (con justicia) por su belleza, pero no menos valiosas por su bizarría: creo firmemente que, como hijo de una venezolana, no hay obstáculo por enorme y complejo que sea que una mujer de ese país no esté dispuesta a conjurar. Lo apuesta todo y suele salir victoriosa si lo hace por su familia. La madre de Dissandra, los padres de Wuilly, las dos madres de Edixon: venezolanos que lo darían todo con tal de que sus hijos salgan hacia delante en busca de sus sueños. A veces fantaseo con la posibilidad de que Winston Churchill fuera en realidad hijo de una venezolana, porque pensaba como ellas: «we shall never surrender», nunca nos rendiremos, decía el pícaro descendiente de Mambrú; igual que las venezolanas, que nunca se rinden, por más palos que lleven.

No quiero desmerecer al padre de Wuilly, que se muestra tolerante y en el fondo comprensivo (lleno de amor, en realidad); pero es que en este documental queda muy clara la función de las mujeres en la sociedad venezolana: es un país de matriarcados, nos guste o no —a mí me encanta, pero también me inquieta que haya tanto padre irresponsable—. Todo un tratado para un sociólogo o un antropólogo; yo apenas puedo seguir con asombro la cámara de Marianela que observa, no sin ironía, los detalles más íntimos de estos muchachos; sus alegrías y sus pérdidas, sus desengaños, sus triunfos. Y a través de ellos, el espectador se va dando cuenta de que el famoso eslogan, «tocar y luchar», solo era eso y que en el fondo se trataba de un «sálvese quien pueda» de libro. 

Estos niños de la película formaron parte del alabado Sistema, de José Antonio Abreu, hermosa idea que nació en democracia, en los años 70, y que Hugo Chávez convirtió, con la obsecuencia de su creador, en una miserable arma de propaganda, cuya punta de lanza es ese cortesano oportunista y melenudo de apellido Dudamel. Él y su patrón, por fortuna, aparecen muy poco en el filme, aunque no podían no aparecer: ante esa legión de ángeles dispuestos a darlo todo por la música y la familia, el documental contrapone casi sin que uno se dé cuenta, el mal que estos dos representan. Son inquietantes los dos o tres planos de Abreu observando, mientras juega con sus dedos, como un Nosferatu en re menor, a los niños venezolanos que utiliza en Europa para la mayor gloria de sus ambiciones, cualesquiera que estas fueran. Es una escena muy inquietante. Me alegré de que la directora nos ahorrara metraje con repugnantes declaraciones de estos dos personajes, más allá de unas palabras de Abreu, para contextualizar. Y no se me pasa la ironía que significa haber visto esta película, la historia del fracaso de tres niños venezolanos que merecían mejores oportunidades, el mismo día en que el niño mimado del Sistema batía su peluca natural, ya cortesano, ya exótico nativo del mundo biempensante occidental, bajo el renovado techo de la catedral de Notre Dame, en París. Y sálvese quien pueda. O el que tenga más melena —y menos escrúpulos—.

En algún lugar leí, no recuerdo dónde, que el documental de Maldonado hace recaer en el barbarócrata de Barinas toda la responsabilidad de la tenebrosa deriva del Sistema como arma de propaganda chavista, y que se olvida de dar la parte que le corresponde a José Antonio Abreu, que vendió su alma a ese diablo. Yo creo que los que piensan esto no se han dado cuenta de que  un solo fotograma de Niños de Las Brisas es suficiente para que el espectador sepa en cuántos corazones la maldad tiene residencia.

He tratado de escribir esto dejando pasar dos días, para que se asentaran las emociones y disminuyera la pasión venezolana que nos carcome, aunque no lo queramos; pero mientras voy desplegando estas palabras vuelven a mi memoria las imágenes, las situaciones, las secuencias tan bien hilvanadas y no puedo más que hacer un ruego y una advertencia. Les ruego que traten de verla de alguna manera, es indispensable que la mayor cantidad de personas lo hagan; pero les advierto que una vez que lo hagan no podrán devolver el tiempo y quedarán marcados, cambiados para siempre: Dissandra, Edixon y Wuilly, esos tres ángeles, se erigen en esta película en el «j’accuse» venezolano que a todos nos pregunta, sin resentimiento, por nuestra posición ciudadana allí donde vivimos.

Sé que esta película, que ya ha recibido numerosos reconocimientos y que es sin duda merecedora de un Goya, dará mucho de que hablar y ya forma parte, como mínimo, de los clásicos cinematográficos venezolanos.

Dejo un discreto párrafo final para hablar de la madre silenciosa de Edixon, sorda, tímida y simpática, ingeniosa y con la fortaleza de Hércules, una mujer que ha inventado su propio lenguaje de signos, ya que nadie le ha enseñado, que intenta escuchar el sonido de la viola de su hijo, al que ha dedicado su vida, que se ilusiona cuando asoma la posibilidad de recuperar la audición y se derrumba (pero no se rinde) cuando los médicos no ven nada que hacer; y se resigna y sigue, porque la vida se vive en gerundio, y continúa aprendiendo a vivir con sus limitaciones. Esta señora, de la que no recuerdo su nombre, fue definida por Fátima de manera perfecta por la delicada manera cómo melodiaba las pocas palabras que desde su sordera ha aprendido a articular: «esta señora parece un instrumento más de la orquesta». Estoy muy de acuerdo; la madre sorda de Edixon, descendiente accidental de Beethoven, es el verdadero símbolo del filme: ella es el instrumento de la película que seguirá sonando, aunque nadie la ayude, para sostener a su familia. Ese es el valor de su silencio. Porque el silencio es el espacio más importante de toda partitura, pues su ausencia provocaría el caos universal. El personaje más hermoso de la película y una persona extraordinaria a la que uno tiene ganas siempre de abrazar.

Muchas gracias, Marianela, por esta joya que nos has regalado. Tiene el don de la oportunidad y está hecha con la consistencia misma de la vida.

Por Juan Carlos Chirinos

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