El pasado 21 de noviembre la Asociación Internacional de Críticos de Arte, Capítulo Venezuela y el Centro Cultural BOD organizaron el II Encuentro de la Crítica de Arte, en homenaje a Francisco Da Antonio. Participaron María Luz Cárdenas, Roldán Esteva-Grillet, Lorena Gonzalez, Víctor Guédez, Carlos Maldonado-Bourgoin y Bélgica Rodríguez. La moderadora fue Susana Benko. A partir de hoy y, durante los siguientes sábados, Papel Literario publicará las ponencias que se leyeron en tan importante evento.
EL MUSEO DE SOFÍA*
Nombres para una historia
En una revisión somera de la segunda mitad siglo XX, en cuanto respecta al desarrollo de las instituciones culturales y más específicamente, las museísticas, hay varios nombres ineludibles por el aporte dado a alguna de ellas, sobre los que no hay discusión posible –como es el de Miguel Arroyo al frente del Museo de Bellas Artes– y otros que a su sola mención lleva a muchos a arrugar el ceño si es que no prefieren más bien, pasar a otro tema: Manuel Espinoza como director de la Galería de Arte Nacional o Sofía Ímber en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. La trayectoria de Miguel Arroyo Castillo ha merecido una biografía consagratoria en la colección dirigida por Simón Alberto Consalvi para el Banco del Caribe y El Nacional, escrita por Diego Arroyo Gil. Su retiro digno y justificado a mediados de la década de los setenta, cuando se crean las dos nuevas instituciones, le permitió retomar la docencia y la escritura, sin olvidar eventuales curadurías ya en condición de freelance.
Y así, como Ímber y Espinoza, de distintas generaciones, asumen su tarea museológica al mismo tiempo, obviando diferencias políticas en aras de una competencia estrictamente profesional, Arroyo se liberó de los trajines propios de una institución oficial, sujeta a los magros presupuestos de entonces, para volcar su acumulada sabiduría de maestro en varias camadas de estudiantes de arte, tanto en la Universidad Simón Bolívar como en la Universidad Central. No dejó de sumar aportes en su campo: la museografía del Museo de Arte Lucas Castillo Lara, en el antiguo convento franciscano de Nuestra Señora de la Salceda de Coro (1982), actualmente en peligro de desaparecer por refacciones del inmueble; o su curaduría, junto a Lourdes Blanco, de la exposición El arte prehispánico de Venezuela (1999), para la Fundación Galería de Arte Nacional, con un soberbio catálogo patrocinado por la Pdvsa despolitizada de entonces.
Los otros dos nombres devienen más polémicos en su recuerdo por la sencilla razón de ocupar, ambos, ámbitos del poder cultural que pasaron, con la llegada del chavismo, de la convivencia y el respeto mutuo al enfrentamiento y a la traición. Dejo a un lado un tercer nombre, el de María Elena Ramos, de las nuevas generaciones, quien dio prestigio y renombre al Museo de Bellas Artes, luego de pasar por su dirección el filósofo y crítico de arte Carlos Silva y el arquitecto y pintor Marcos Miliani.
Bien puede afirmarse que hasta fines de la década del sesenta, es decir, apenas iniciando nuestro ensayo democrático post dictaduras con alguna continuidad, por lo menos en Caracas, el Museo de Bellas Artes lideró la mayor actividad de promoción y valoración de las artes plásticas, tanto tradicionales como de vanguardia, nacionales como extranjeras. En efecto, apenas dos años después de su inauguración, en Los Caobos (1938), el edificio de Carlos Raúl Villanueva se constituye en sede del muy importante y a veces polémico Salón Oficial Anual del Arte Venezolano (1940-1969), pero también de múltiples exposiciones temporales de nuestros artistas o de extranjeros (Alexander Calder, 1955; Julio Le Parc, 1967, 1981), así como muestras de gran valor educativo como la de Pintura moderna panamericana (1948), con motivo de la asunción a la Presidencia de la República del escritor y socialdemócrata Rómulo Gallegos; o las itinerantes como De Manet a nuestros días (1950) y Cien años de pintura en Francia (1962-1963). Sobre estas últimas, valga la acotación de que aún cuando la primera fuese juzgada muy acerba e injustamente por “Los Disidentes” desde París, la segunda no quedó libre de algún rasguño subversivo, dado que cinco de sus más valiosos cuadros fueron sustraídos el 18 de enero de 1963 por un grupo de guerrilleros, no por amor al arte, sino para hacerse publicidad, y luego mansamente devolverlos… Ambas acciones revelan hasta qué punto el Museo de Bellas Artes era temido y respetado por su influencia y valor en la cultura del país.
Del Inciba al Conac
En 1965 se crea el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes, siguiendo el modelo de México, por iniciativa de Miguel Otero Silva. Su primer director iba a ser el célebre ensayista Mariano Picón Salas, quien había fungido de Secretario de la Presidencia en el primer gobierno democrático de Rómulo Betancourt. Pero muere el 1° de enero, y el cargo va para otro intelectual vinculado a la socialdemocracia, Simón Alberto Consalvi. Entre los sesenta y los setenta, nuevos museos, privados y públicos, irán surgiendo en las capitales de provincia: Valencia, Maracay, Mérida, Barcelona, Ciudad Bolívar, Coro, Barquisimeto y Maracaibo.
Más allá de representar una nueva política dirigida al campo cultural y artístico, que combinara la promoción de artistas de toda índole mediante becas de estudios o de subsidios, al Inciba debemos agradecer las primeras publicaciones en serie de monografías sobre nuestros principales pintores y escultores. Otras instituciones, de carácter privado, coadyuvaban en el desarrollo de las artes plásticas, del teatro, de la música y del folklore como los Ateneos de Caracas y de Valencia, y múltiples galerías de arte, algunas institucionales como la Sala Mendoza, otras más comerciales como la Adler-Castillo, Minotauro, Centro de Arte Euroamericano o Estudio Actual, incrementaban el coleccionismo y el amor por el arte.
Al cabo de una década del Inciba, y ante fuertes críticas por vicios centralistas y promover la cultura “espectáculo”, se produce un gran movimiento, liderado por el poeta y ensayista Juan Liscano, a favor de una nueva organización estadal que dirigiera las políticas culturales, el Consejo Nacional de la Cultura (1974). El apoyo recibido al proyecto, de parte de una muy numerosa representación de la intelectualidad venezolana, permitía revelar que la tradición democrática de convivencia y respeto por las distintas ideologías estaba definitivamente asentada en el país, gracias, en parte, a las políticas de pacificación. Coincide el momento con un ascenso extraordinario de los precios petroleros con la nacionalización de la industria, así como la del hierro.
Algunos intelectuales habían sabido colocarse en el centro de las tensiones extremas en plena década del sesenta. Ante la proliferación de grupos y revistas militantes (Sardio, El Techo de la Ballena, Tabla Redonda, Círculo Pez Dorado, En Rojo), Guillermo Meneses, propuso a través de CAL un encuentro de talentos basado en un concepto abierto, desprejuiciado y moderno, que representó, entre 1962 y 1967, un oasis de creatividad bullente y expresiva, acompañado de un diseño gráfico (Nedo de por medio), singular y trascendente.
Auge y decadencia
Al desaparecer esa estupenda revista cultural, desde el Inciba se produjo otra que alcanzó tirajes masivos: Imagen. La otra iniciativa estadal fue la fundación de una editorial, Monte Ávila, con la asesoría de Benito Milla. La revista Imagen, luego de superar diversas etapas y contar con el crítico y poeta Juan Calzadilla como su más abierto y consecuente director, vino a desfallecer en las aguas turbias del chavismo que politizó todo desde una nueva revista titulada A Plena Voz. La misma editorial Monte Ávila, que fuera la más calificada proyección intelectual del país en su mejor época con Juan Liscano como asesor, y más tarde Rafael Arráiz Lucca, también ha sido subsumida por los manuales marxistas justificadores de la actual militarización bolivariana. Solo se ha salvado la Fundación Biblioteca Ayacucho, proyecto del intelectual uruguayo Ángel Rama, secundado en su momento por José Ramón Medina.
Otras iniciativas culturales han perseverado, y hasta devenido en modelos para el resto del mundo, como el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles creado por José Antonio Abreu, con reconocimientos de la Unesco y el premio Príncipe de Asturias entre otras distinciones internacionales. Con los aportes de los diversos gobiernos y la empresa privada, el “Sistema” –como le llaman cariñosamente sus beneficiarios– ha crecido en todo el país, y roto todo anterior centralismo y elitismo de la cultura musical. En los últimos tres lustros se le ha querido presentar como fruto reciente de la “revolución bolivariana”, con compromisos políticos asqueantes como el participar de su más connotado director, Gustavo Dudamel, y la orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar en la conmemoración de los diez años del “kirchnerismo” (versión aggiornata del “peronismo”). Hasta ahora, por lo menos, no les han impuesto la interpretación en clave sinfónica del himno del Batallón de Blindados, esa “Patria, patria querida…” que el finado Chávez –ahora “Comandante Supremo”– cantaba con su voz de monaguillo, pecho ’e paloma, ojos llorosos y desafine final.
El Ateneo de Caracas, bajo la dirección de María Teresa Castillo, alcanzaría con los Festivales Internacionales de Teatro, coordinados por Carlos Jiménez, su mayor convocatoria de público y vanguardias escénicas en América Latina desde 1973, con diecisiete ediciones hasta 2007, cuando se le retiran los apoyos oficiales. Aún perdiendo su sede, otorgada en comodato por el gobierno de Luis Herrera Campins, para ser convertida en la Universidad Nacional Experimental de las Artes, el Ateneo de Caracas ha intentado revivir el Festival desde 2012. Lo irónico es que Colombia siguió en su momento el modelo nuestro, y ahora el suyo es el que tiene los alcances que alcanzara el nuestro.
En 1975 se crea la Fundación para la Cultura y las Artes (Fundarte), adscrita a la Alcaldía del Municipio Libertador, que asume una Escuela de Ballet y Música Freddy Reina (desde 1991), el Museo de Instrumentos de Teclado Teresa Carreño (desde 1979) y un Fondo Editorial. Funcionará en varios edificios del Parque Central (Caroata, Catuche y Tacagua). Hacia fines de la década de los setenta promueve los Salones del Dibujo que darán un enorme impulso al que será reconocido luego como el “boom del dibujo” en Venezuela. Sus concursos literarios estimularán la aparición de nuevos escritores (poetas, narradores, ensayistas) y sus publicaciones competirán en las ferias nacionales e internacionales. Valiosísimos intelectuales pasarán por sus cargos como la crítico de arte Bélgica Rodríguez o el sociólogo Tulio Hernández, quien crea la “Cátedra de imágenes urbanas”, para la que se llega a invitar al famoso semiólogo italiano Umberto Eco. El signo de la decadencia en la década chavista se manifestará cuando la dirección recaiga en manos de uno de los “pistoleros de Puente Llaguno”.
Una institución ejemplar fue el Instituto Autónomo Biblioteca Nacional, bajo el empuje de Virginia Betancourt, el cual, junto al Sistema de Orquestas, se constituyó también en un modelo a seguir en los países latinoamericanos. Sin embargo, quienes realizamos investigaciones hemerográficas o de libros raros, podemos dar fe del franco deterioro de los servicios, el abandono de la innovación y de la excelencia, y, no faltaba más, la conversión de las salas y pasillos en lugares de propaganda política.
Por último, conviene recordar la construcción del mayor complejo cultural del país, y el segundo de América Latina, el Teatro Teresa Carreño, dedicado a las artes escénicas (óperas, danza, ballet) y la música (sinfónica, de cámara y popular). La primera sala, la mayor, con un aforo de 2.500 asientos, la Ríos Reyna, e inaugurada en 1973, cuenta con un telón de boca diseñado por Jesús Soto, artista que también interviene en espacios abiertos. En 1983 se inaugura una segunda sala de conciertos, José Félix Ribas, con un aforo de 400 asientos. Sede de importantes compañías de ballet, danza y coros, permitió la presentación de grandes espectáculos, tanto nacionales como extranjeros; cuenta también con locales para librerías y exposiciones. Lamentablemente, para la segunda toma de posesión de Carlos Andrés Pérez, con Fidel Castro de invitado estrella, en 1989, se creó un pésimo precedente que durante el gobierno chavista ha sido explotado contra toda sindéresis: la utilización descomedida e irresponsable de la sala Ríos Reyna para eventos políticos.
Origen y desarrollo del MACC
Al lado de servicios de trasporte aéreo internacional como la línea bandera, Viasa, (quebrada en mala hora por Iberia) o terrestre como el Metro de Caracas, motivos de orgullo de los años democráticos para cualquier venezolano, el Museo de Arte Contemporáneo se lleva las palmas en la exhibición y promoción de las artes plásticas desde su apertura en 1974. La idea original vino de Gustavo Rodríguez Amengual, pero era solo un espacio reducido como para instalar una galería de arte, no mayor de seiscientos metros cuadrados, dentro del complejo residencial y comercial Parque Central, que contemplaba ocho edificios y dos torres de oficinas construidos bajo la dirección del Centro Simón Bolívar, del cual era el presidente. Se contacta a Sofía Ímber, periodista de larga trayectoria y conocedora del mundo del arte contemporáneo. Pero es Alfredo Boulton quien sugiere que en vez de una galería se haga el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.
Para entonces, Sofía Imber ya ha sido Comisaria por Venezuela para la Bienal de Sao Paulo en 1966 y la Bienal de París de 1970. Por su primer matrimonio con Guillermo Meneses, ha tenido contacto con numerosos artistas en Francia y Bélgica, incluidos “Los Disidentes” venezolanos; asesorado a Inocente Palacios y a Carlos Raúl Villanueva en la adquisición de obras. Reinstalada la pareja en Caracas, Sofía participa en los primeros años en la revista CAL y, luego, alcanza una tremenda proyección como entrevistadora, junto a su segundo esposo Carlos Rangel, en el programa televisivo Buenos días, trasmitido por varios canales sucesivos (Radio Caracas Televisión, Venezolana de Televisión y, finalmente, por Venevisión). En 1971 recibe el Premio Nacional de Periodismo y la editorial Tiempo Nuevo le publica una compilación de sus artículos para su columna “Yo, la intransigente” (El Nacional, y luego El Universal). Su aprendizaje periodístico venezolano lo había iniciado con los “ñángaras” de Últimas Noticias (1949): “Kotepa” Delgado, Oscar Yánez y Ramón J. Velásquez le dieron rueda libre a la “rusita” hasta para redactar horóscopos; sus pininos los hace, recién casada, en Bogotá en el semanario Sábado, dirigido por Meneses (1945-1947).
Si la Galería de Arte Nacional nació quitándole parte de su colección al Museo de Bellas Artes y ocupando “provisionalmente” su sede original hasta 2006, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas contó en sus inicios con un pequeño patrimonio de obras, para nada representativas a juicio de Sofía Ímber. Así que su primera condición para aceptar el cargo era si podía desprenderse de esas obras y comprar otras. Así nació su búsqueda por adquirir a buenos precios, producto de su buena mano para la negociación, obras de artistas de importancia mundial que han sido luego solicitadas por otros museos para completar exposiciones temporales. Eso fue uno de sus timbres de gloria. El otro, el garantizar la venida al país de exposiciones, fuesen itinerantes o concebidas por el propio museo, que nos pusieran al mismo nivel de las grandes capitales, tanto por las cuidadas museografías como por el estricto tratamiento de registro y conservación dado a las obras en préstamo, más el complemento necesario de un bien diseñado y escrito catálogo con ilustraciones a todo color. En este último campo, el diseño de catálogos, se estableció una muy entusiasta competencia entre los departamentos de diseño de la Galería de Arte Nacional, dirigido por Oscar Vásquez, y el del Museo de Arte Contemporáneo, a cargo de John Lange, quien venía de la experiencia de la revista M (25 años, 100 números) y del Nuevo Grupo.
No solo crecía la colección con piezas memorables, codiciadas por cualquier museo europeo o norteamericano, sino el espacio mismo expositivo, tanto que de aquellos primitivos seiscientos metros cuadrados se llegó a cubrir en cinco pisos un área de veintiún mil metros cuadrados, que incluían recepción, trece salas de exposición, talleres, biblioteca, bodega, cafetín, espacio verde y, por supuesto, oficinas. Su fastuosa tienda de arte fue muy solicitada por la exquisitez de los objetos que se ofrecían, desde música, libros, hasta adornos artísticos o joyas artesanales. Junto a esto, que no ocurría con ningún otro museo, habría que señalar lo que significó formar un personal en especializaciones que no existían en el país, estimular la competencia profesional, el cumplimiento del deber y la búsqueda de la excelencia en todos los quehaceres, por muy modestos y humildes que fueran, desde el que limpiaba los pisos hasta quien escribía los textos para el catálogo, sin excluir a quien atendía al público en las salas.
En cuanto a la biblioteca, fue una preocupación muy personal la suya tanto de enriquecerla con las últimas publicaciones, muchas de ellas traídas de sus viajes al exterior, como de acondicionarla y ampliarla para el uso de estudiantes de arte. Como profesor que fui de la Escuela de Artes (U.C.V.), me consta cuán asidua era la visita de nuestros estudiantes, especialmente, para la preparación de sus tesis de grado. Eso sí, les recomendábamos, por propia experiencia, ir bien abrigados como para atravesar el páramo, por la temperatura polar de los aires acondicionados. Ofrecía, además, un servicio gratuito de videos de arte en una salita contigua. Fue tal su interés en desarrollar este espacio para el público especializado y escolar que, al culminarse su ampliación, resultó espontáneo bautizarlo como Biblioteca de Arte Sofía Ímber.
Fue el MACC el primer museo en establecer contacto con el vecindario, en este caso con el barrio de La Charneca, a través de los maestros de las escuelas, para que llevasen a sus niños a visitar exposiciones, o a participar en los diversos talleres ideados para cada ocasión. Esto no quiere decir que pasemos por alto las experiencias anteriores del Museo de Bellas Artes, con sus visitas guiadas para todo público en las que podía participar Alejandro Otero o, con el tiempo, la joven María Fernanda Palacios.
Otra innovación fueron las visitas guiadas para invidentes, propuestas por un joven con dicha discapacidad que venía de la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela. La biblioteca misma del museo se las ingenió para buscar libros escritos en braille y el museo traducir en relieve algunas piezas clásicas de la pintura moderna. Fueron seleccionadas piezas escultóricas para que los invidentes pudiesen apreciar las distintas texturas, las formas volumétricas (llenos y vacíos) y hasta la calidad del material por su temperatura, resistencia o sonido (bronce, madera, mármol, hierro, etc.).
Política de la concordia
La libertad de que dispuso Sofía Ímber en los primeros años se derivaba de la condición privada de la institución. Y si bien es solo en tiempos del gobierno de Luis Herrera Campins que se estatiza, siguió contando con un status sui generis, gracias a sus contactos políticos y económicos bien trabajados desde su condición de conductora del más importante programa televisivo de entrevistas habido entonces en el país. En efecto, recibía partidas tanto del Ministerio de Cultura, a través del Conac, como del Ministerio de Hacienda. El haber sido condiscípula de Carlos Andrés Pérez, en el liceo Fermín Toro de Caracas, y de Jaime Lusinchi en la Universidad de los Andes en Mérida, le reportó ciertas facilidades en su desempeño museístico al ocupar ellos la Presidencia de la República.
No habiendo dejado de ser una periodista que expresaba sus opiniones con entera franqueza, osadía y hasta provocación, desde una firme postura de defensa de los derechos humanos y en especial de la libertad –en consecuencia, contraria a todas las dictaduras, fuesen de derecha como de izquierda–, es fácil colegir que a muchos intelectuales e incluso artistas de izquierda les producía ojeriza. Más cuando su programa Buenos días pasó a ser trasmitido por Venevisión, del cubano anticomunista Cisneros; y su columna “Yo, la intransigente” de El Nacional del ex comunista Miguel Otero Silva, se mudó a El Universal de Luis Teófilo Núñez. Inolvidable la propaganda de Venevisión en los sesenta, aquella que decía que en los países comunistas no se festejaba la navidad. Tengo muy presente todavía un artículo de Sofía Ímber, siendo yo estudiante en Mérida, en el cual criticaba burlonamente al fotógrafo Paolo Gasparini por sus imágenes de denuncia social, tomadas con rollos Kodak, producidas por el imperio tan cuestionado…
Esos resabios de radicalismos políticos se cultivaron de parte y parte. En el Congreso Cultural de Cabimas, 1970, algún ponente se expresaba de la novela de Miguel Otero Silva, Cuando quiero llorar no lloro, con los epítetos más gruesos y menos académicos; o algunos estudiantes cuestionaban la presencia del Dr. Heinz R. Sonntag, solo por ser alemán, y tuvo el profesor Alfredo Chacón que salir en su defensa, por ser el colega un hombre formado en el marxismo…
Traigo esto a colación porque el prestigio alcanzado por Sofía Ímber en los años setenta y ochenta, con su Museo de Arte Contemporáneo, fue un producto más de una nueva convivencia de contrarios, dentro de un clima de cordialidad y respeto que, en un mismo ámbito, permitía el encuentro de un Renny Ottolina, hombre de los medios, con Héctor Mujica, dirigente del Partido Comunista, profesor universitario y escritor; Nicomedes Zuloaga, empresario, y Pedro León Zapata, humorista gráfico. O en otra ocasión, tal como queda registrado en fotografías, un Ángel Rosenblat, filólogo, Abdón Vivas Terán, dirigente copeyano, Ramón J. Velásquez, historiador. Esa misma conjunción de las personalidades más diversas, de posturas políticas encontradas (ex guerrilleros versus acérrimos demócratas) pero que, respetuosamente, se congregaban en los aniversarios del periódico El Nacional, era la fascinación del agudo filósofo Juan Nuño… Y si vamos por los invitados al set de “Buenos días”, están los testimonios de Genaro Aguirre, jesuita, o Pynchas Brenner, rabino, líderes religiosos; o Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff, líderes del Movimiento al Socialismo. Bien decía Zapata, preguntado sobre si Sofía era o no de izquierda: ella hacía lo que la izquierda no hacía y debía hacer. Pero volvamos, mejor, al museo.
Bemoles de una programación
En una corta encuesta telefónica realizada entre amistades sobre las exposiciones que más le habían impactado del MACC, fueron nombradas las siguientes: entre los artistas extranjeros, George Segal, Robert Rauschenberg, Marisol Escobar, Roberto Capa, Fernando Botero (primero, solo pintura; la segunda de escultura), Lynn Chadwick, Baltazar Lobo, Henry Moore, Pablo Picasso (grabados eróticos). Entre los nacionales, Jesús Soto, Alejandro Otero, Víctor Valera, Cornelis Zitman, Gego, Manuel Cabré, Francisco Narváez, Rafael Monasterios, Pedro León Zapata, Carlos Raúl Villanueva, Juan Félix Sánchez, Pedro Centeno Vallenilla y Alfredo Boulton (fotos), Creadores al margen (arte popular). Añadamos las exposiciones colectivas venidas del exterior como la de Dadá, la del Grupo Cobra, la de Video Art (¡muy criticada por Roberto Montero Castro y Marta Traba como neocolonialista!), y Novísimos colombianos (de gran impacto para nuestros jóvenes dibujantes y traída por Marta Traba) o la de Artistas Españoles Contemporáneos (1).
Sumemos que el MACC se convirtió en sede del Salón de Jóvenes Artistas, después de varias ediciones intrascendentes en el Palacio de las Industrias, un gran galpón para-todo-uso al inicio de Sabana Grande. Los dos Salones Internacionales del Barro de América, organizados por Roberto Guevara desde la Dirección Sectorial de Museos del Conac (el tercero se realizó en el Museo de Arte de Barquisimeto); los Salones Pirelli, curados por Luis Ángel Duque. Así mismo, durante un tiempo el Círculo de Dibujo sesionó en alguna sala del MACC. Sin contar los artistas que alcanzaron a ver sus obras en alguna de las salas, como Antonio Lazo, Julio Pacheco Rivas, Víctor Hugo Irazábal o el mismo Régulo Pérez, entre otros. Sería injusto no mencionar a quien hacía magia con los montajes: Julio Obelmejías.
Se sabe que, salvo Sofía Ímber, nadie más intervenía en la adquisición de una obra de arte. De ella también dependía la programación, de manera que si en lo primero resulta fácil reconocerle un absoluto acierto –aunque los medios de los que se servía pudieran ser propios del capitalismo salvaje–; en lo segundo, es posible que hayan influido, a veces, factores de oportunidad bien aprovechados, aunque ello significara arrebatarle su prenda a una institución vecina. Así ocurrió, por ejemplo, con la exposición de Baltazar Lobo, que ya estaba en conversaciones con el Museo de Bellas Artes. Al saber Sofía Ímber esto, por medio de Beatriz Sogbe, se puso en contacto con el artista y la logró para su Museo, pero había que pagar peaje: una obra debía ser donada. Otro caso sería la de Pedro Centeno Vallenilla, para la cual yo estuve trabajando como investigador en la Galería de Arte Nacional por seis meses. De pronto, queda suspendida. Averiguo y resulta que habían dejado embarcado al maestro en una visita y se cerró esa puerta. Al tiempo, la exposición sale a todo dar en el Museo de Arte Contemporáneo, con la curaduría de Francisco Da Antonio y un libro-catálogo publicado por Armitano. El premio de consolación que se me dio fue un “calamar”: Gabriel Bracho… Mi texto sobre este artista del realismo social finalmente salió por la revista Imagen, pues yo había sido destituido de la GAN.
Tan así ocurrían estas cosas, que la misma Sofía Ímber ha revelado, no sin cierta amargura, que había proporcionado a una curadora todo lo que tenía sobre el Taller Libre de Arte, una exposición que en algún momento se había planteado en la Galería de Arte Nacional, pero quien disponía de todo el archivo, el pintor Oswaldo Vigas, exigía que la misma ocupara las once salas. La exposición salió por el Museo Jacobo Borges, dirigido por Adriana Meneses, hija de Sofía… Cazador, cazado.
También entraban en la programación exposiciones que hoy nos parecen traídas por los cabellos de las presiones políticas o las complacencias personales –propias o ajenas–, para no hablar del feo “tráfico de influencias”. Si la exposición de Todo el Museo para Zapata respondía a un reto de Sofía, dar a conocer al dibujante Zapata como pintor, bien puede admitirse que encauzó su carrera, reducida en los últimos diez años (1965-1975) a la caricatura diaria, con intervenciones marginales en revistas de humor gráfico que no tenían mucho público. La inmensa proyección alcanzada por nuestro caricaturista gracias al MACC, se confirmará en la creación, el 11 de mayo de 1980, de la Cátedra Libre de Humorismo Aquiles Nazoa, propuesta por el Director de Cultura de la Universidad Central, el Dr. Elio Gómez Grillo, reconocido criminólogo, y continuada por el Dr. Ildemaro Torres, estudioso del humorismo. Fundada en la sala E de la Biblioteca Central, pasó a la Sala de Conciertos por aumento de público, para instalarse triunfalmente en el Aula Magna. Entre los participantes estaban humoristas de época, devenidos hoy en burócratas adulantes del régimen chavista: Roberto Hernández Montoya, Luis Britto García y Earle Herrera.
Desde 1975, Luis Teófilo Núñez le había propuesto a su nueva columnista, Sofía Ímber, la coordinación de una página cultural diaria en El Universal, pero ella aspiró a más: casi a todo un cuerpo para fines de semana, a fin de competir con El Nacional. Con ella trabajaron Patricia Guzmán, Luis Lozada Sucre, Adriana Meneses, Marco Antonio Ettedgui, Maritza Jiménez, Lenelina Delgado y tantos otros jóvenes periodistas que hoy recuerdan con gratitud su magisterio. Si la GAN contaba con un contrato verbal a través de Mara Comerlati, para recibir las primicias expositivas, el MACC contaba con las páginas culturales dirigidas por la misma directora del museo, como para pagarse y darse el vuelto. Eso garantizaba a Sofía una total cobertura, y si añadimos que podía hablar de su museo desde su programa diario televisivo y hasta presentar en vivo a sus artistas, no había competencia que la venciera. El público asistente estaba garantizado por esa publicidad múltiple.
Y como para seguir congraciándose con la izquierda, luego de su caricaturista máximo, Sofía invita al mismo Manuel Espinoza a exponer en el MACC en 1976. La dedicación del pintor a la gerencia cultural y a la política lo tenía bastante alejado de la propia creación, muy atenida a los logros del colombiano Alejandro Obregón. Ciertamente no era un pintor de primera línea en la Venezuela de entonces ni en la de después, pero había que cultivar las buenas relaciones entre colegas. Muchos artistas de renombre, y con mayores méritos, vieron con suspicacia esa preferencia. Solo en el caso de otra exposición, la de la escultora María Eugenia Bigott, esposa de Simón Alberto Consalvi, la crítica profesional se manifestó sin contemplaciones ante lo que, evidentemente, era una concesión, quién sabe en búsqueda de qué beneficio o perdón. Tanto Roberto Guevara como Juan Carlos Palenzuela condenaron esa deferencia inmerecida, cada uno con su propio lenguaje –el primero comedido y sutil, el segundo destemplado y directo–. Sofía Imber no parecía reconocer que nos tenía mal acostumbrados a exposiciones de primer nivel, y no a sucedáneos, en este caso de una artista como Marisol Escobar.
No quedó la GAN inmune a este pecadillo del tráfico de influencias, pues nos tocó soportar una exposición de un tal Mauro Mejías, secuaz del chileno Matta, por presiones del honorable senador adeco Carlos Canache Mata. Con un cuarto de siglo o más viviendo en París, regresaba el hijo ilustre de Biscucuy, con su sombrero pelo ’e guama y su petulancia de ser padre de innumerables hijos… En un hotel de la avenida Solano López, de Sabana Grande, hay pinturas suyas desparramadas por todos los ámbitos. El crítico de arte Damián Bayón, huésped ocasional, no se explicaba bien ese fervor por replicar a Matta.
Como dejé asentado al principio, el nombre del Museo de Arte Contemporáneo lo sugirió Alfredo Boulton, contra la idea de crear una simple galería de arte en el Parque Central. Hasta ese momento, Boulton había realizado curadurías de sus artistas preferidos en el Museo de Bellas Artes. Pero habiéndose creado la Galería de Arte Nacional, con un proyecto presentado por Miguel Otero Silva, Alejandro Otero –antiguos polemistas sobre el arte abstracto en 1957, pero primos al fin– y dejado como director-fundador al comunista Manuel Espinoza, optó por trabajar junto a Sofía Ímber con absoluta libertad. El prestigio de Boulton, como iniciador de la historiografía científica en Venezuela, su condición de mecenas y de coleccionista iban acordes con las pretensiones de Sofía Ímber de hacer del MACC el museo por excelencia del país, aunque las concesiones hechas al exigente curador contradijeran el perfil del museo. Así pues, el MACC, un museo que debería exhibir obras solo de arte posterior a 1945, terminó convertido, por malabarismos curatoriales de Boulton, en uno donde se podía exhibir al Pintor del Tocuyo, del siglo XVII, o los miembros más preclaros del Círculo de Bellas Artes, desde Cabré hasta Reverón, sin olvidar a Monasterios.
Consolidación de una figura polémica
La presencia de Sofía Ímber en jurados, como para el Premio Nacional de Artes Plásticas (1981, 1982), o del Salón Arturo Michelena del Ateneo de Valencia (1983); la expansión del MACC con salas institucionales ofrecidas por Cadafe (El Marqués, 1977) e Ipostel (San Martín, 1980) o el museo de Arte de Coro (1988) y la sala TAC (Centro Comercial Paseo Las Mercedes) en sus inicios; así como su responsabilidad al presidir la Comisión Organizadora del Sistema Nacional de Museos (1989), prueban un sostenido compromiso en las cuestiones artísticas vinculadas con el poder establecido, fuese de Acción Democrática o de Copei. Pero cuando se llega a concedérsele el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1987 (a propuesta de Manuel Espinoza), estando ella misma en el jurado y no siendo artista, nos encontramos con un exabrupto surrealista solo entendible en un país como el nuestro.
En 1991, salió publicado por Monte Ávila Editores un poemario de fuerte contenido lésbico. Su título, Olympia; su autora, Manón Kübler. Era una periodista que trabajaba para la revista Exceso, dirigida por Ben Amí Fihman, con entrevistas a solo mujeres, entre ellas Sofía Ímber. En 1992, la editorial Alfadil las recopila en el libro Mujeres de Exceso. Establecidos los primeros contactos, la novel autora se empeñó en hacer una biografía en extenso de la directora del Macssi. Solo que era tal el cúmulo de noticias y versiones contradictorias sobre el personaje, de parte de amistades y conocidos, que lo verdadero se mezclaba peligrosamente con lo falso, simplemente chismoso y hasta difamatorio. La autora, al verse frustrada en la confirmación de todas las habladurías que circulaban, decide aderezar sus entrevistas a Sofía, con muy pocos testimonios, de quienes podían declarar algo de interés, con tal de llegar a la extensión necesaria para conformar un libro. Mucha gente no estuvo dispuesta, y su “lista negra” la exhibe al finalizar el libro. Algunos dieron su testimonio pero debieron exigir no ser identificados; otros sí aparecen con sus nombres: Adriana, la hija; Ariel Jiménez, el pupilo; y entre intelectuales, Alfredo Chacón, Simón Alberto Consalvi, Pedro León Zapata.
El libro de marras salió por Grijalbo Venezuela en 1994, con el título Sofía Ímber, la intransigente, en una colección Hojas Nuevas, dedicadas a biografías (Eugenio Mendoza, por Tomás Polanco Alcántara; Salvador Garmendia, por Miyó Vestrini). Rápidamente desapareció de las librerías, no se sabe a ciencia cierta si fue mandado a recoger por el gobierno socialcristiano por aquello de que “ciertas restricciones aplican”; o por la comunidad judía, en defensa de uno de los suyos a pesar de su irreligiosidad; o por amigos pudientes que compraron la edición para incinerarla. Vale decir que la autora, si creyó que su libro se vendería como pan caliente por lo notable del personaje y lo amarillento del enfoque, debió haberse quedado con los crespos hechos.
Por supuesto que esa devoción morbosa por la intimidad de las relaciones ajenas, esos celos patológicos hacia los hombres de Sofía, ese regusto por “desnudar a una mujer” y de “estar contigo a medianoche”, “tengo a Sofía en la cama. Duermo con Sofía en las tardes”, “porque desde chiquita empiezo a ver las piernas de Sofía Ímber. No veía sus programas, mis ojos se clavaban en sus piernas”, “hablarle de la seducción que me produces”, “una larga carta de amor, celo con furia los hombres de tu vida”, “eres para mí mi declarado y ansioso amor”, no podía resultarle cómoda a nadie que detecte el acoso sexual. Parecía más el diario de una persecución. Solo al final, la autora descubre el verdadero propósito de su acercamiento a su “adorable Sofía”: …“porque usted podría contratarme, Señora Ímber, porque tengo que dar de comer a un loro, tres cacatúas y a la especie felina que habita este hogar”. Para mayor despojo, reconoce su fracaso al no poderle sacar sus secretos: “… me despido de este trayecto inabordable que ha resultado su vida”.
La pluma incisiva y dramática de Manón Kübler no resulta zahorí sino zahiriente, recolectora de cuanta bellaquería sexista circulara en torno a doña Flor y sus dos maridos. ¿Qué habría hecho Manón ante nuestra Teresa Carreño y sus cuatro maridos? ¿Convertirse en pedal de piano para poder fisgonear mejor sus enaguas? Es lamentable que una mujer talentosa haya dejado pasar la oportunidad de hacer una biografía intensa sí, pero enfocada en los aportes de Sofía Ímber al mundo de la cultura venezolana, y no al desfogue de una pasión inútil.
Una fuente más confiable, menos sesgada, para el estudio de la personalidad de Sofía Ímber está en el libro Mil Sofía, que recoge las conversaciones grabadas y trascritas con Arlette Machado, congeladas durante cinco años y apenas en 2012, dadas a publicidad por Libros Marcados, editorial de Fausto Masó. Es patente la sinceridad y claridad con que se abordan los temas, la seriedad y el respeto con que son tratados ciertos aspectos íntimos de su vida, en especial su separación de Guillermo Meneses y el suicido de Carlos Rangel. Sofía Ímber ha tenido siempre la valentía de no amilanarse ante los comentarios más aviesos y denigrantes, ignorarlos y seguir adelante como mujer al fin, que sabe tomar sus decisiones sin mirar atrás. De haber sido ella la abandonada, el machismo latinoamericano habría plenamente justificado a Meneses. Lo lamentable del libro Mil Sofía, es el no haber contado con un buen corrector que subsanara las repeticiones y erratas. Por lo demás, su lectura resulta provechosa y amena para reconstruir la trayectoria de una mujer única en nuestra historia cultural, adelantada a su época.
Premios y distinciones
Ha recibido Sofía todas las condecoraciones que otorga el gobierno venezolano a sus ciudadanos de mérito, y otras cuantas de gobiernos extranjeros, pero quizá su mayor orgullo estriba en que, el 27 de junio de 1990, la gobernación del Distrito Federal decretó la nueva denominación del museo por ella creado y llevado a su máximo nivel de reconocimiento internacional: Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Ímber. Aunque tres lustros más tarde, en 2006, el presidente Chávez de mala manera le quitara el nombre, no contento con haberla botado de la forma más patanesca en una cadena radiotelevisa en el año 2001. Otros museos han recibido los nombres de artistas que nada hicieron por ellos, como el Alejandro Otero (La Rinconada) o el Jacobo Borges (Catia), este, por cierto, a propuesta de Manuel Espinoza, no fuera que terminaran llamándolo el Museo de Adriana [Meneses Ímber]. No es el caso de otros como el Soto de Ciudad Bolívar o el Cruz-Diez en Caracas, si bien en este último, la generosidad del artista estuvo refrenada a tiempo por los herederos. Sin dármelas de pitoniso, el MACC volverá ser el Maccsi.
Para el héroe por excelencia de este régimen militarista, Simón Bolívar, la mayor distinción que recibiera, luego del título de Libertador, fue el medallón de Washington, padre del “Imperio del Mal”. Para Sofía Ímber, creadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y ejemplo de las mejores tradiciones civilistas y democráticas, la mayor distinción recibida ha sido la medalla Picasso otorgada por la Unesco. Vaya, pues, a ella, el aplauso unánime de quienes sabemos apreciar la excelencia y la integridad.
Post data: Al llegar a sus noventa años, en 2014, Sofía Ímber regaló su biblioteca de 14.000 volúmenes a la Universidad Católica Andrés Bello, y se inauguró una sala de exposiciones con su nombre. En 2016 se publicó una nueva biografía de Sofía, pero en primera persona, gracias al trabajo conjunto de ella y el escritor Diego Arroyo Gil, con el título La señora Ímber, un libro delicioso de leer y que deja en cada venezolano el agradecimiento hacia esta mujer por su talento y sensibilidad volcados a favor del arte y la democracia. El último homenaje que recibiría Sofía Ímber fue el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Simón Bolívar; pero falleció días antes, el 20 de febrero de 2017, a sus 92 años.
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Notas
(1) Cfr. La muy precisa relación publicada por el artista Pedro Terán en su página de Facebook (julio de 2013), sobre las exposiciones del Maccsi que contribuyeron a su formación desde el mismo momento en que inició sus estudios de arte en 1974.
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*Con el título de “Para Sofía Imber en sus 89 años”, salió publicado un extracto de este texto en Tal Cual, Caracas, 29 y 30 de julio junio de 2013, p. 18. El texto se originó en el “Foro en homenaje a Sofía Imber”, en el Club Hebraica, el pasado 29 de mayo de 2013, junto a Patricia Guzmán, Alberto Asprino y Federica Palomero, con Guillermo Barrios de moderador. Por su parte, María Luz Cárdenas curó una exposición fotográfica sobre la trayectoria cultural de Sofía Ímber en el mismo espacio, con un prólogo a la misma.