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Minificción de los jueves: Cristina Matas Casanova

España, 1960. Ha publicado “Una isla desierta” (2017)

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El ancla

Observo los astros y me enamoro de ese lugar del universo desde el que deben de verse imágenes grabadas en luz, las que emitió un volcán al formar mi isla.

Es un amor concreto a un punto exacto que nadie sabe dónde está.

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El más allá                            

Cuando Salacia y Neptuno se acercan lo suficiente, un remolino ciñe pechos y brazos, piernas y piernas, espumea el mar y se detiene la brisa, gritan los delfines. La última visión desde la isla son sus aletas palmeando la superficie. Me hinchan, me agrandan, me extienden a áreas inalcanzables, a estancias profundas, a juegos sin fin.

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Éxito

En la antigüedad todas las sirenas tenían alas. Se posaban en los barcos para cantar. Solían lanzarse al mar desde grandes alturas por el placer de deslizarse a toda velocidad en el agua. A algunas les gustaba tanto permanecer sumergidas que sus plumas se transformaron en escamas y sus cuerpos desarrollaron colas de pez.

Esta transformación fue un éxito evolutivo, pues las nuevas sirenas resultaron más atractivas que sus ancestros. Las sirenas de la antigüedad han pasado a ser seres desconocidos cuyo peligro de extinción apenas preocupa a la comunidad científica.

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Hay dios

Hago la colada. Entre la espuma chapotean los caballos de Poseidón. Es una invitación a cabalgar. Vivo como si él estuviera siempre al acecho.

Alguna vez montaré en uno de esos caballos, me llevará lejos de la isla, al mar profundo. En un cortejo con pompa.

Almaceno esta imagen para los días sin jabón.

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Annapurna

Una última imagen del frío invadía a Carla o quizás fuera un efecto del cansancio o quién sabe.

Es una leona de pisada ancha. La ve adentrarse en la estepa de su quietud, la hierba seca, peinada para esconder sus garras. Agranda con cada paso el silencio. La mirada en un punto lejano que les deja a salvo.

Carla sabe que no hay animales a esta altitud. Le cuesta dormirse.

El día siguiente, en los últimos metros, la leona aparece a su lado, su modo de avanzar le resulta conocido. Cuando entran en la tienda se queda fuera, con la cabeza baja, atenta. Esperando quizás el sueño.

Por fin el ataque al pico, siempre duro, siempre largo. En la cima la plenitud y cuando empiezan el descenso la leona que no le deja avanzar mordisqueando sus botas, la leona que ha encontrado la piel y el hueso y que ya tiene el hocico oscuro. Ella, en el suelo, le ofrece el costado, allí el felino rebusca su vida.

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Batallitas

Todo parece en calma.

Hoy me he visto involucrada en una pelea de sirenas.

Una de las nórdicas estaba en la orilla mirándose en el espejo cuando han aparecido las tres griegas con sus músicas y sus cantos. La del espejo ha dicho: “Mira qué monstruitas de las artes”. La griega en un respingo se ha impulsado con sus patitas de ave, ha saltado sobre el espejo y lo ha roto.

La nórdica ha golpeado el agua con la cola para llamar a sus amigas.

Como las tres griegas sobrevolaban a su compañera, las nórdicas han empezado a tirarles agua y haciendo girar en redondo las cabezas han convertido sus melenas mojadas en látigos.

Las griegas se han lanzado al mar con las alas recogidas con tanta fortuna que una de ellas ha dado de lleno en la cabeza de una nórdica, que se ha acercado a la orilla con la cabellera ensangrentada.

He acudido en su ayuda. La griega ha arremetido contra mí, menuda pájara.

El lagarto convertido en dragón, ha bramado con fuego y humo.

Sea por miedo, por cálculo de fuerzas o simplemente por fugaz reflexión, unas y otras han desaparecido.

El lagarto, la palmera y yo hemos seguido en la isla desierta, flotando.

Todo parece en calma.

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Viento

Cuando le entró algo en el ojo derecho tiró de sabiduría popular, no rascarse que es peor.

En el coche usa el espejo para ver un lagrimón seco que brota con forma de molusco y  cae al suelo silenciador del vehículo. Palpa con los ojos cerrados hasta dar con él. Es pequeño, negro y duro. Un mejillón, con sus cuerdas de agarre deshilachadas pero aun brillante.

Lo guarda en el bolsillo del traje.

Al llegar a la consulta, es médico, lo pasa al bolsillo de la bata. Se suceden los pacientes como cada día y Rodolfo siente ganas de llorar, hasta nota el nudo en la garganta, no lleva corbata, son ganas de llorar, sobre todo por el ojo derecho. En un primer momento piensa que estará somatizando el estrés laboral, luego se acuerda del mejillón. Entre dos visitas lo coge, lo arrulla, lo chupa un poco porque se está quedando mate. Tiene el sabor de las lágrimas.

Camina por el pasillo para visitar a los hospitalizados, lo siente zarandeado. Se pregunta si por dentro será naranja o blanco. Lo que sí que es seguro, es un monstruito mareado entre su ropa. 

Luego habla con los familiares de un enfermo, siempre le da reparo hacerlo, se pone las manos en los bolsillos, el bivalvo le pellizca con fuerza. Salen de sus ojos dos lágrimas prístinas.

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