Diana Gutiérrez se mira al espejo humillada. En la mitad de su cara luce un bozal que le pusieron como castigo por su sed de sangre. Pero no puede evitarlo, esa obsesión está en su naturaleza, así que lejos de dejar de pensar en aquel hombre que mordió, busca en su propio cuerpo la saciedad. Prueba entonces la sangre que brota de una úlcera en su boca que le genera un «efecto rotundo». Esa pequeña imagen de sí misma, aunque demacrada, es para ella algo brillante y bello que lleva por dentro.
A medida que avanza Malasangre, la primera novela de Michelle Roche Rodríguez, Diana, una vampira que conoce su condición a los 14 años, va explorando las sensaciones que le generan saberse malasangre. Nacen en ella entonces manifestaciones sexuales relacionadas con su hambre, se descubre en el pecado en una época dictatorial, conservadora, avara y egoísta.
«No podía decir que nunca me hubiera creído capaz de una acción como morder a un hombre y la idea me pesaba como una tonelada de recriminaciones. En las fantasías de mi mente, yo era con frecuencia la protagonista de crímenes horrendos», dice el personaje creado por Roche Rodríguez cuando comienza a analizar y recriminar sus pensamientos.
La novela se sitúa en la dictadura de Juan Vicente Gómez. El padre de Diana, Evaristo Gutiérrez, fundamental en la trama, fue uno de los montoneros de la Revolución Restauradora de 1899 y, ya con los andinos afincados en el poder, logra consolidar su poder económico a través de la corrupción. Otro elemento que también figura como un personaje es el petróleo: Roche Rodríguez plantea un paralelismo entre la sed de los poderosos hacia el «excremento del diablo» y la sed de sangre de Diana.
Tres géneros se mezclan en Malasangre, aclara la autora: la bildungsroman (novela de formación), la novela histórica y la novela gótica.
Malasangre se presentó en febrero en Madrid y convirtió a Michelle Roche Rodríguez en la tercera venezolana en ser publicada por la editorial Anagrama, luego de Gustavo Guerrero y Alberto Barrera Tyszka.
La escritora, periodista cultural y crítico literario, autora también de libros como Gente decente y Madre mía que estás en el mito, vive desde 2015 en España, donde termina de escribir un título de cuentos y su tesis para el Doctorado Interdisciplinario de Estudios de Género en la Universidad Autónoma de Madrid.
—Malasangre está llena de detalles psicológicos. ¿Cómo fue el proceso de investigación y escritura?
—La forma y el fondo de Malasangre los fui articulando a la vez, en cuanto supe que la sed de sangre de Diana iba en paralelo al nacimiento de la sed de petróleo de las élites de poder venezolanas. Lo fundamental cuando escribes una novela histórica es que tus personajes piensen igual como pensaba la gente de su época. Allí es donde los «detalles psicológicos» que señalas son útiles. El caso que explica esto mejor en Malasangre es el de Vito Modesto Franklin, un personaje homosexual que solo podía comprenderse dentro de la odiosa casilla del «invertido» que estaba vigente en su época; es decir, como si tuviera una enfermedad que lo aparta de la humanidad, convirtiéndolo en algo que no era ni hombre ni mujer.
—¿Por qué asentar la historia de una vampira en el contexto de la dictadura de Gómez?
—Primero surgió la dictadura de Gómez y luego el género fantástico. Yo empecé imaginando a una chica que se rebelaba contra sus padres porque no querían que continuara con sus estudios. Entonces me pregunté cuándo fue la última vez en nuestra historia que una niña hubiera podido abandonar sus estudios sin mayores problemas o que eso la desclasara. Esa época son los años 20, cuando Venezuela era aún colonial y no había grandes expectativas intelectuales sobre las mujeres. Allí surgió el gomecismo como manifestación del patriarcado venezolano que consiguió su mejor imagen en el abominable Juancho Gómez.
—Usted hace un paralelismo entre la condición del vampiro y la sed por el petróleo. ¿Considera que la historia de Venezuela es una historia llena de vampiros y avaricia?
—Creo que las élites de poder en Venezuela y, en especial los militares, son avaros y capaces de hacer cualquier barbaridad por mantenerse en el poder y, en esto, se parecen mucho a la imagen monstruosa del vampiro decimonónico.
—Un tema recurrente en la novela es la sexualidad. Describe el descubrimiento de la lujuria por parte de Diana y a la vez su perversidad. También se pone este tópico en un contexto de dominación y violencia.
—Casi podría hacerte una tesis sobre este particular, así que voy solo a referirme a la conexión entre lujuria, perversidad y violencia. Antes señalé que una novela histórica no se trata del vestuario o la tecnología de una época, sino de su idiosincrasia. El descubrimiento sexual de Diana está lleno de connotaciones negativas porque en los años 20 las mujeres eran instruidas dentro de rígidos códigos católicos. Esos mismos códigos les daban un lugar social específico a sus inclinaciones sexuales, porque en el mundo de Diana todo estaba a la venta. ¿No es eso una forma dolorosa de naturalizar la violencia? Es decir, ella no hubiera podido ser nada distinto a una vamp. También es posible que toda la novela sea una fantasía de Diana para explicarse por qué terminó en esa situación y que se vea a sí misma como un monstruo, porque el vampirismo sea su manera de sublimar el camino que le tocó recorrer. La credibilidad es el problema típico del narrador en primera persona: nunca sabemos si sus anécdotas son verdad o están embellecidas para justificarse.
—En Malasangre Diana descubre que su condición de vampira es genético. No es la típica que vive en un ataúd o que le teme al ajo. ¿En qué se basó?
—No me interesan los vampiros que no se parecen a nosotros. Cada película, narración o serie de televisión presenta un esquema que define su propio vampirismo: el monstruo de Nosferatu (1922) muere quemado por el sol; en La condesa sangrienta (1970), Báthory no necesita dientes para drenar las venas de sus doncellas y en True Blood (Allan Ball 2008-2014) puede saciarse la sed de sangre con una bebida sintética inventada por los japoneses. En Malasangre me interesa el vampirismo como enfermedad moral en contraste con la «hematofagia», que es una condición física. Y para construir esta dicotomía apelé a las creencias católicas, no a la literatura gótica. Por eso, como dice San Agustín que pasa con el Pecado Original, la hematofagia se transmite a los hijos en el mismo acto sexual que los concibe y Diana interpreta la maldad del vampirismo como la ausencia del alma.
—¿Qué taras, defectos o características descubrió de la idiosincracia venezolana? Algunos de los que deja ver la novela son el egoísmo, el deseo de dominación o la avaricia.
—Lo fundamental es saber que la gran revolución de la historia de Venezuela fue la revolución petrolera, no la chavista. Pero esto no lo «descubrí» al escribir Malasangre, sino con mi primer libro, Álbum de familia (2013), que publiqué cuando aún vivía en Venezuela. Lo que hice con Malasangre fue tratar de construir, de la manera más cuidadosa posible, el símil entre la sangre y el petróleo.
—¿Cómo compararía el momento actual con la época de Gómez?
—El animalismo depredador de las cúpulas militares en el poder. La ridiculez inmoral de los enchufados. La sociedad dividida entre los muy ricos y los demasiado pobres.
—¿Qué tan presentes están las historias de vampiros en su vida como lectora? ¿Tiene preferencias por otros libros de terror o fantasía, como por ejemplo Frankenstein o el moderno Prometeo?
—Me interesa menos el vampiro cinematográfico que el literario: mis lecturas formativas se concentraron durante años en el género gótico. Leí Drácula a los 13 años, no mucho después de Frankenstein de Mary Shelley, poseída por un vértigo que me hizo devorar varias colecciones de cuentos del género, entre las cuales estaba una legendaria, editada por Jacobo Siruela. La influencia del cine de género en Malasangre es limitada. Dedico una escena a Había un necio, la película en donde Theda Bara hace de vampiresa, con el objeto de contrastar el sufragismo de los años 20 con la mentalidad colonial de la Venezuela de entonces. Por eso utilizo como epígrafe de Malasangre un verso de «La vampira» (1897) de Rudyard Kipling, poema que inspiró Había un necio. Mi protagonista, Diana Gutiérrez, tiene menos de Carmila (Sheridan Le Fanu, 1872) y de Erzébet Báthory de La condesa sangrienta (Alejandra Pizarnik, 1966) que de Theda Bara o la adolescente del filme Let The Right One In, una película sueca dirigida por Thomas Alfredson en 2004 y ambientada en los 80 que me sirvió para ver los problemas que plantea construir el personaje de una joven hematófaga. Debo decir que Malasangre es un bildungsroman tanto como una novela histórica, por eso el personaje de Diana proviene principalmente de dos obras de formación: El guardián en el centeno (1951) de J.D. Salinger y, en particular, de Ifigenia (1926), de la autora venezolana Teresa de la Parra.
—¿Qué cambió en Michelle Roche Rodríguez después de escribir Malasangre?
—No cambié yo, cambió la manera como me miran los demás.
—¿Cómo encuentra la literatura venezolana que se publica hoy día? ¿Tiene autores venezolanos contemporáneos como referencia?
—Me enorgullece mucho que, a pesar de todas las dificultades, en el país todavía queden editoriales independientes y gente preocupada por la literatura, que tengamos tanta literatura produciéndose fuera y dentro del país.
—En octubre del año pasado resurgió con la muerte de Harold Bloom el debate sobre el canon literario, que no incluye las obras fantásticas o de ciencia ficción. ¿Qué opina usted siendo autora de la historia de una vampira?
—El canon está en revisión. Y estas son buenas noticias. El problema aquí no es la lista de libros que propone sino quién nombra al «canonizador». En El canon occidental, quizá el libro más famoso sobre este tema, Harold Bloom es renuente a aceptar en el análisis literario a las escuelas psicoanalítica, feminista, multicultural y poscolonial, entre otras perspectivas contemporáneas asociadas a la teoría crítica. Por eso, no percibe por qué el canon vigente es androcéntrico, anglosajón y blanco. Muestra de ello es la selección de escritores que «canoniza» dentro de la literatura occidental: Montaigne y Moliére representan a Francia −¿y por qué no Françoise Rabelais o Víctor Hugo?−; León Tolstói a Rusia −¿por qué no Fiódor Dostoievski?− y Miguel de Cervantes a España, mientras que solo le parecen valiosos de la América española Jorge Luis Borges y Pablo Neruda.
—¿Como feminista, qué derechos considera esenciales para las escritoras en este momento?
—La palabra «derecho» remite a una discusión política que tiene innumerables aristas en el caso venezolano y latinoamericano. La situación de las mujeres en Venezuela es pésima, somos la parte más vulnerable de la crisis. De esto tengo mucho que decir, pero da para una entrevista diferente. En cuanto a las escritoras, no considero que exista un problema de «derechos», sino la necesidad de cambiar ciertos estereotipos en la sociedad según los cuales se toma aquello que escribe una mujer como de menos calidad que lo escrito por un hombre.
—¿Qué está leyendo en la actualidad?
—Un lugar llamado Antaño de Olga Tokarczuk y Los años de Annie Ernaux.
—¿Cómo vive usted la pandemia del coronavirus?
—Un día a la vez, adelantando en la tesis y en los proyectos de escritura. Leyendo un montón.
—Muchas editoriales han ofrecido libros digitales gratuitos. ¿Qué papel juega la literatura en este justo momento?
—La literatura es sosiego y permite la formación de pensamiento crítico.
—¿Qué cambió de su vida después de irse a España?
—Ahora vivo diferente a como lo hacía en Venezuela, porque en materia laboral hago más énfasis en mi formación profesional como narradora y ensayista que como periodista cultural, a pesar de que tengo un hogar de letras llamado Colofón Revista Literaria (www.colofonrevistaliteraria.com). Allí publico reseñas de libros y entrevistas, lo cual me permite mantenerme más o menos cerca del periodismo cultural.
—¿Piensa regresar?
—Yo no me he separado nunca de mi país; mi familia sigue allá y estoy todo el tiempo pendiente de lo que pasa. Pero, por ahora, no creo que vuelva.