ENTRETENIMIENTO

Meryl Streep: la inesperada reina del musical vuelve a robarse las miradas

por Avatar GDA | La Nación | Argentina

En Recuerdos de Hollywood (1990), basada en la autobiografía novelada de Carrie Fisher, Meryl Streep nos revela a Suzanne -reconocible alter ego de la actriz de la saga Star Wars– en una etapa crítica de su vida, envuelta en adicciones. También expone la tensa relación con su madre -Debbie Reynolds en la versión de Shirley MacLaine-, una estrella de la era dorada de Hollywood marcada por sus propios miedos e inseguridades, por la tiranía de una industria demandante y el espectáculo de divorcios y desamores.

Streep viste a Suzanne del humor punzante del texto de Fisher y la vemos encontrar en las compañeras ocasionales de su internación mayor comprensión que en esa madre absorbente y expansiva. Promediando la fiesta de bienvenida a la casa materna -hogar temporal debido a las exigencias de la compañía de seguros de la película que está filmando-, Suzanne debe interpretar una canción de su pasado, invadir con audacia ese territorio musical que parece reino único de su madre. Entonces, se apoya en el piano y tararea algunas estrofas de «You Don’t Know Me», aquella vieja melodía interpretada por Ray Charles, casi como una confesión. Su voz desgarrada y temerosa expresa la vitalidad de una sobreviviente y la canción reverbera en la película como su momento más auténtico.

La actriz se convirtió en los últimos años en una figura estelar de los esporádicos musicales que Hollywood recrea como homenaje o actualización del género. Quizás el éxito de Mamma Mía! (2008) haya sido responsable de esa indeleble unión de su presencia al performance musical, identificación que parece haberse perdido desde los años de gloria del género allá por los 50. Antes que cantante y bailarina, Streep es actriz, y lo que pone en escena en cada una de sus apariciones musicales es esa sensación única de disfrute y esplendor que brindaba el género en sus orígenes, nacido de la fascinación por las canciones en los albores del sonido, por las coreografías concebidas para la cámara, por esa sensación de suspensión de la narrativa para internarse en un juego de sueños y emociones. Ya sea en musicales traídos de Broadway con todo su brillo y despliegue escénico, en películas sobre cantantes histriónicos y extravagantes, o en historias en las que la música se convierte en un camino de salvación, Meryl Streep logró dejar su marca y su goce, su irreverente y arrebatada consagración.

El estreno de El baile, en Netflix, vuelve a poner a Streep a la cabeza del musical de fin de año. Dirigido por Ryan Murphy y basado en un éxito teatral, cuenta la historia de Emma Nolan (Jo Ellen Pellman), una adolescente de Indiana que se queda sin baile de fin de año porque quiere asistir con su novia. Ese acto de discriminación e injusticia pergeñado por una de las madres del colegio -Kerry Washington, en su versión Bruja del Oeste salida de El mago de Oz– despierta el interés de un grupo de estrellas en Broadway que, luego de las feroces críticas a su último estreno teatral, deciden embarcarse en una causa mediática para restablecer algo de su alicaída popularidad. La cabeza de la compañía es Dee Dee Allen, una especie de Judy Garland contemporánea a la que Meryl Streep dota de un desparpajo contagioso, celebrada por su público queer, dueña de un ego forjado en premios y sacrificios y con la plena conciencia del artificio de su propia creación. Dee Dee es «el personaje» de la película, el que encarna lo musical desde su esencia corporal, quien interpreta con desbordada emoción canciones -las mejores- como «It’s No About Me» o «The Lady’s Improving», quien resume el verdadero espíritu lúdico de la historia.

Algo de ello se definió en Mamma Mía!, película que esquivaba el peso del mensaje que prescribe Ryan Murphy y se entregaba a la colección de éxitos de ABBA bajo el sol ardiente del Mediterráneo. Una de las imágenes más memorables es la de Meryl Streep bailando con un séquito de exultantes pueblerinos bajo los acordes de «Dancing Queen» sobre un endeble muelle de madera hasta la pirueta acuática del final. Vestida con una braga de jean, baila y agita la cabeza, tira a sus amigas al agua y luego salta tan alto como puede, agarrándose las piernas para inundar a toda la improvisada coreografía que se aglomera a su alrededor. Nadie se había atrevido a tanto. Pero Meryl Streep convirtió aquel homenaje a la banda sueca en un pequeño musical de culto, aquel que asoma como una insolente extravaganza sin vergüenza ni pudor por la excelencia y la historia del género.

Después vinieron sus apariciones como la bruja en En el bosque (2014) o la prima Topsy en El regreso de Mary Poppins (2018), ambas incursiones del inefable Rob Marshall en un territorio que cree propio pero en el que no ha logrado vencer sus remedos teatrales. Pese a todo, Streep se encarga de agitar su disfrute entre tanta pretendida seriedad, entre vestuarios pomposos y pesados decorados, convencernos una vez más de lo bien que se la pasa cantando, de cómo sus ojos brillan más allá de las demandas de las letras o las exigencias de la entonación.

En varias entrevistas, Streep declaró haber estudiado canto en su adolescencia, pero también confesó sentirse prisionera del miedo escénico a la hora de cantar en público. De hecho, su nerviosismo quedó en evidencia cuando le pidieron que interprete en vivo algunas de las canciones de Noches mágicas de radio (2006) de Robert Altman en una multitudinaria presentación en el Hollywood Bowl. Sin embargo, uno puede oírla cantar en varias de sus primeras películas: en Silkwood (1983) de Mike Nichols, en El amor es un eterno vagabundo (1987) de Héctor Babenco, en La muerte le sienta bien (1992) de Robert Zemeckis y, por supuesto, en Recuerdos de Hollywood en la que al final entona «I’m Checking’ Out» con todo el ímpetu country de su esperada liberación.

Y si consiguió dar vida a una cantante profesional en Noches mágicas de radio, aquella última historia coral de Altman, también aprendió a tocar el violín para Música del corazón (1999), aquella rareza de la filmografía de Wes Craven sobre la fundadora de una escuela de música en el Harlem, y personificó a una veterana rockera que intenta reconectar con su familia en Ricki and The Flash: entre la fama y la familia (2015), escrita por Diablo Cody y dirigida por Jonathan Demme, para, por último, encarnar a la peculiar Florence Foster Jenkins, socialité dotada de una encendida desentonación combinada con un adorable patetismo, que se lució en la presentación en el Carnegie Hall en 1944 y que homenajeó Stephen Frears en su película de 2016.

Ese tono vocal firme pero entrecortado, que se suspende en la garganta, que se amalgama con los acordes de las melodías que la acompañan, es el signo distintivo de su interpretación. El que la exime de la perfección para reservarle la vitalidad que parece renacer en cada encuentro con la canción. Sus pasos de baile esquivan los mandatos de la coreografía, trascienden la rigidez de cualquier ajustado aprendizaje, se nutren de la libertad de los atrevidos, aquellos que corren por la escena guiados por el instintivo apego a la música, por la energía que el ritmo contagia a la cámara.

Meryl Streep consiguió esa mágica notoriedad en los musicales que excede lo que puede brindar una cantante o una bailarina, que se nutre de ese consciente jugueteo con la voz, de ese primitivo disfrute del movimiento, de la tentación de romper toda compostura, todo dibujo coreográfico. Y en El baile, aún bajo el espíritu de una historia adolescente, imbuida de los temas de agenda de Ryan Murphy, de su intento de aggiornar el musical en la lógica fragmentaria de la imagen contemporánea, está la presencia de Meryl Streep, con su peluca de un rojo furioso, con sus álgidas corridas por una escena que no tiene límites, con su energía contagiosa y ese brillo en los ojos que condensa el verdadero espíritu de cada canción.