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Juan Carlos Méndez Guédez: “La literatura venezolana a veces se alimenta demasiado de sí misma”

El escritor larense, radicado en España desde hace casi 30 años, ha publicado dos novelas de temática mitológica que dan cuenta de los caminos que tomará su obra en el futuro: la realista La montaña de los siete tambores y la fantástica Román de la isla Bararida, en la que trabaja lo que llama “literatura del umbral”, pues juega con el lenguaje y la hibridación de géneros. También fue el seleccionador y prologuista de la antología de literatura venezolana El adiós de Telémaco. Una rapsodia llamada Venezuela, aparecida a propósito del sexto Festival Hispanoamericano de Escritores, que estuvo dedicado al país
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Juan Carlos Méndez Guédez es un escritor no solo disciplinado sino que siempre está buscando que cada libro sea una aventura diferente. Pueden encontrarse en su obra una historia de amor repleta de humor y ternura como El libro de Esther, la confesión de un acto xenófobo en el cuento “La bicicleta de Bruno” y, más recientemente, un amor trágico y una reflexión sobre el mito de María Lionza en La montaña de los siete tambores.

Pero el novelista larense de 58 años de edad, que vive en España desde 1996, no ve la escritura como una disciplina porque cree que implicaría algo de sacrificio y obligación, así que el oficio para él es un gusto diario que compara con tomarse un jugo de parchita. Escribir es su manera de sentirse vivo.

La pasión de Méndez Guédez por la literatura la atribuye en parte a la formación que le dio su mamá, fallecida hace cuatro meses, quien le enseñó que es fundamental dedicarse con amor al oficio asumido. No escribe varias horas al día como solía hacer Isaac Asimov ni considera que una página lista en ocho horas sea un buen día de trabajo como lo veía Paul Auster; para Méndez Guédez la medición está en el nivel de satisfacción que le deja cada texto, sin importar el tiempo o la cantidad de folios llenos.

La montaña de los siete tambores fue publicada en Venezuela por Monroy Editores | Archivo

“Trato de levantarme (del escritorio) cuando estoy contento porque ha salido algo que podría ser un folio o 10. Creo que era Hemingway el que decía que uno se debe levantar un poco antes de lo que quisiera para saber cómo comenzar al día siguiente. Yo me levanto en ese momento, pienso que he logrado algo que me gusta y entonces mañana sabré cómo seguir”, explica el escritor, que el año pasado publicó, además de La montaña de los siete tambores (Ediciones Monroy), la novela Román de la isla Bararida (Firmamento editores), que considera hasta ahora su obra más ambiciosa.

Ambas, si bien de estéticas diferentes, abordan uno de los tópicos que le han interesado a Méndez Guédez en su obra: el mito. Solo que La montaña de los siete tambores intercala varias epístolas cortas para contar la historia de Adán, su amor imposible con Maiela y su relación con María Lionza. Mientras que Román de la isla Bararida es una novela en la que cuenta la intensa relación entre Wari y Najamutu echando mano de diferentes géneros y estilos: pasa por el cuento de hadas, la novela pastoril, el bestiario, los cuentos moralizantes, las leyendas, los relatos artúricos, entre otros. Si la historia de Adán se centra en Barquisimeto y es un poco más realista, la de Wari y Najamutu ocurre en una isla fantástica localizada en una suerte de Edad Media y en la que se conjugan ciudades del estado Lara con otras del ciclo artúrico o asturianas.

El escritor cree que su obra en el futuro se moverá en dos discursos esenciales. La novela realista, donde inserta La montaña de los siete tambores, y otro que llama la literatura del umbral, que es el camino que tomó con Román de la isla Bararida y donde juega con la hibridación de los géneros y el lenguaje.

“Son dos tentativas que responden a mi intención de expandirme y no sentirme constreñido en el realismo, sino hacia donde la escritura me lleve. A mí me gusta mucho una frase que me dijo en una ocasión Rodrigo Blanco Calderón: decía que estaba casado con el hecho de narrar, no con una forma de narrar. En estos dos libros publicados el año pasado se evidencia esa dicotomía”.

A diferencia de El libro de Esther, en el que Méndez Guédez aborda el amor desde un punto de vista más realista, con Román de la isla Bararida quiso tocar el tema con una historia de amor frenética, casi sagrada, de una manera que en la vida contemporánea sería imposible. Es el mismo amor de algunas canciones, telenovelas o películas, no el de la realidad. Tras leer El amor y Occidente, de Denis de Rougemont, se dio cuenta de que ese discurso proviene de la leyenda de Tristán e Isolda, que es donde el amor es absoluto, total, hasta la muerte. Para escribir algo así, el autor tenía que ambientar el texto en un tiempo mítico que evocara el mismo de Tristán e Isolda. “En Román de la isla Bararida el amor transforma la naturaleza, los transforma a ellos, les permite transformarse en otros seres, en animales, les permite volar, les permite ir al  infierno. Tenía más libertad que la que tengo con una novela realista. Algunas personas han dicho que esto es una Tristán e Isolda caribeña”.

Román de la isla Bararida, publicada por Firmamento | Archivo

La montaña de los siete tambores, explica Méndez Guédez, va por otra vía, pues el personaje de Adán está tratando de salvar su relación pero la realidad social se lo impide. Incluso las divinidades sufren en este libro, porque en un momento María Lionza le advierte a una diosa que no debe enamorarse de un mortal porque el amor de los mortales es finito. “Ahí la palabra eternidad que uno supone acompaña a los dioses y la palabra tiempo que acompaña a los seres humanos van a dialogar muy mal. Ahí hay una imposibilidad entre las expectativas y lo que es la realización”.

Pasando nuevamente a Román de la isla Bararida, Méndez Guédez cita un momento de la historia para apuntar que al final, frente al derrumbe o el desgaste, lo que queda es la gratitud por lo vivido, por haber existido o por haberse tropezado con alguien, “que me parece una resignación un poco más sabia”.

El lenguaje

Para el escritor, el lenguaje es esencial a la hora de sentarse a escribir. Tiene algunas historias que se han quedado estacionadas porque no les ha encontrado la forma, y sí, hasta que no la consigue prefiere no continuar. Antes de comenzar La montaña de los siete tambores tenía ganas de escribir una novela epistolar y con Román de la isla Bararida quería probar, o picotear, en todos los discursos literarios que estaban en su cabeza. “Eso implicaba ir mutando el lenguaje, las formas de expresión del libro. El lenguaje siempre está allí, incluso cuando el libro es sumamente sencillo, sujeto, verbo y predicado y poco más. Eso obedece a una decisión estética”.

Román de la isla Bararida no sería su novela más ambiciosa solo por la mezcla de géneros, también porque trató de que el mundo entrara en 130 páginas, tanto la historia de la humanidad como la historia de la literatura y una historia de amor que va más allá de la vida y la muerte. “Eso no quiere decir que sea mi novela más lograda, eso lo decidirán los lectores. La ambición es una exigencia que se plantea el autor, pero a veces la novela que sientes menos ambiciosa es con la que logras acertar”.

“No estoy de acuerdo con eso que decía (Roberto) Bolaño de que le valía un libro aunque fuese un fracaso si había tenido infinitas ambiciones. Creo que era (Alejo) Carpentier quien decía que era preferible un cuento policial brillante que una epopeya fallida, me ubicaría más en ese sentido”.

Portada de El libro de Esther de Juan Carlos Méndez Guédez | Archivo

La concepción del oficio del artista para Méndez Guédez es la de la entrega total. Una apuesta que no garantiza ningún éxito, pero es que no le encuentra sentido a hacer las cosas con desgano o pereza, y en el caso de la escritura, subraya, no es solo un acto concreto sino una actitud ante la vida. “Es decir, pasar 24 horas del día pensando en lo que vas a escribir, escuchando palabras interesantes, leyendo a otras personas, atento en el metro a ver qué sucede. Es una forma de vivir, de defenderte del dolor. Porque la escritura pone en orden el caos de la realidad. Logras preservar aquello que el tiempo arrasa y destruye”.

“Finalmente se trata de que en esa historia que cuentas —y que la gente ha leído muchas veces porque todas las historias han sido contadas— ocurra el milagro de pensar que es la primera vez que sucede en la Tierra. La estás contando de una forma que hace parecer que es la primera vez que alguien, por ejemplo, va a una sesión de espiritismo o alguien se enamora. El reto del escritor es que parezca que está inaugurando el mundo”.

El Valle y Barquisimeto

El Valle y Barquisimeto son esenciales tanto en la vida de Méndez Guédez como en sus libros. La Ciudad Crepuscular es donde nació y el lugar de la familia y las vacaciones, y en la parroquia caraqueña comenzó a escribir, estudió música y vivió experiencias duras como el Caracazo, en 1989, pero también otras bonitas como algunas fiestas.

Cuando escribe sobre ambos lugares lo que busca es agradecer porque son especiales para él, que además suele vincularse mucho con los lugares en los que se ha movido. Por otro lado, siente, sabiendo que podría estar equivocado —pero, advierte, de los errores a veces sale la literatura—,  que Barquisimeto y El Valle no han sido muy frecuentados por la literatura venezolana. Entonces le gusta dejar una huella de algo que aún no está.

“Son espacios que conozco que también quiero rescatar y visibilizar. Que se sepa que existe una ciudad llamada Barquisimeto donde aparte de la música pasan muchas cosas. Y existe una parroquia llamada El Valle donde también pasan muchas cosas más allá de las noticias o aquello que pueda haber en la crónica roja sobre ella”.

El escritor nació en Barquisimeto, Lara, y gran parte de su vida transcurrió en El Valle, Caracas. Ambos espacios son importantes para él y su obra | Archivo

Méndez Guédez, e insiste nuevamente en que podría estar equivocado y que quizás un investigador como Carlos Sandoval lo puede desmentir, tiene la impresión de que la literatura venezolana a veces se alimenta demasiado de sí misma, de otros libros, así que vuelven a los mismos espacios o a historias localizadas en ciertos grupos sociales. “Me llama la atención que temas que son importantes en nuestras vidas siento que en la literatura no han sido suficientemente abordados. Es decir, sobre María Lionza hay poquísima literatura venezolana. Hay referencias a un brujo, a la estatua de María Lionza. Yo creo tener unos tres o cuatro en los que he tratado el tema”.

Pone como ejemplo también la hallaca, sobre la que publicará este año en Estados Unidos un libro titulado Cuando vuelva diciembre (La Pereza Ediciones)en el que se construye la historia de un personaje y su familia a partir de las distintas hallacas que han hecho con el paso de los años. El escritor explicó que a pesar de que el plato navideño es fundamental en la vida de los venezolanos, haciendo búsquedas de lecturas de autores del país encontró solo algunas pequeñas referencias al respecto.

“El día en que se junta la familia para cocinar hallacas es ideal para escribir una historia de pasiones, malentendidos, luchas de poder. Pensé que nadie había escrito eso y comencé a escribir esa novela, Cuando vuelva diciembre”.

Méndez Guédez considera que hay aspectos de la realidad venezolana muy atractivos e interesantes que la literatura podría tomar más en cuenta, como el beisbol. “Uno imaginaría que en Venezuela surgirían infinitas e importantes novelas sobre el beisbol, pero no las conozco, y si las conozco no son demasiadas”, dice el autor, que recuerda el caso particular de la novela La última oportunidad del Magallanes del escritor yaracuyano Rafael Zárraga.

Méndez Guédez, antólogo

En febrero se presentó en Casa de América, en Madrid, la antología de literatura venezolana El adiós de Telémaco. Una rapsodia llamada Venezuela (Editorial Confluencias), seleccionada y prologada por Méndez Guédez. Se trata de 39 autores entre los que se cuentan Rafael Cadenas, José Balza, Yolanda Pantin, Ednodio Quintero, Rodrigo Blanco Calderón, Karina Sainz Borgo, Alberto Barrera Tyszka, Carmen Verde Arocha, Antonio López Ortega y Juan Carlos Chirinos. Es una antología, resalta la editorial, inusual por incluir textos de diferentes géneros —cuentos, poemas y ensayos— y por su pretensión de “tratar de apresar y abarcar la literatura de toda una nación”.

La idea de la antología surgió luego de la realización en La Palma del sexto Festival Hispanoamericano de Escritores, que por primera vez estuvo dedicado a Venezuela. En conversaciones con el director del encuentro, Nicolás Melini, Méndez Guédez le comentó la idea de que quedara una huella, y entonces Melini le propuso que la hiciera él aprovechando los conocimientos del escritor sobre la literatura venezolana. Así que se arriesgó.

“Estuve dándole vueltas y vueltas y pensé entonces que Venezuela, para mí, no está dividida en géneros o fichas, para mí Venezuela y su literatura son como una  continuidad, una rapsodia. Es decir, un espacio en el que se mezclan temas: un poema de Santos López se puede mezclar con un ensayo de Axel Capriles o un cuento de Silda Cordoliani con unos poemas de Blanca Strepponi. Entonces decidí agrupar por temas”.

Portada de El adiós de Telémaco. Una rapsodia llamada Venezuela | Archivo

Según explica el novelista en el prólogo de la antología, esos tópicos son el duelo, la presencia irritante de un poder omnímodo, la construcción de territorios rurales y urbanos que se retroalimentan, la diáspora, la presencia de mundos mágicos, los discursos nacientes del siglo XXI, las voces que reprodujeron las contradicciones de esplendor petrolero del siglo XX y las revisiones lúdicas.

“Me planteé como una especie de hipótesis de lector: que Venezuela se está reescribiendo desde el dolor. Eso significa volver al siglo XIX y entender que no somos una sociedad heroica nacida de un ser perfecto y omnipotente como Simón Bolívar, sino que somos muchas cosas más. La antología cierra con un cuento de Juan Carlos Chirinos donde revisa la figura de Bolívar desde el humor, algo imposible hace 20 años”.

Luego Méndez Guédez justifica el título del libro, El adiós de Telémaco, recordando que Telémaco es el hijo de Odiseo y Penélope en la Odisea pero también el nombre de uno de los veleros españoles que huyó a Venezuela en los años 50, y que tuvo la particularidad de trasladar un pasajero, Manuel Navarro Rolo, que escribió unas décimas sobre lo que vivió durante el viaje. “Telémaco es como un guiño. Por un lado está un país que ya no quiere ser hijo, pero por otro lado se vincula con España ese velero del año 50. Por eso hablo del adiós: una manera de despedirse de la figura del hijo pero también una manera de despedir la historia del siglo XX, cuando éramos un foco de atracción en el que personas sin documentación, totalmente ilegales, se fugaban y llegaban a nuestras costas”.

En el contexto actual del país, Méndez Guédez cree que los venezolanos nunca podrán percibir el mal como antes porque lo han visto actuando de manera cotidiana e inmediata. Por eso, argumenta, los venezolanos no van a escribir una literatura políticamente correcta en este momento. “Quiere una literatura de la herida, de lo rugoso, lo áspero. Es una situación terrible, pero que coincide con un momento en que el mundo parece dirigirse hacia el totalitarismo, hacia los extremos, hacia un poder político que se considera dueño de las personas. Creo que somos la antesala de lo que se ve en este momento. La antesala en cuanto a que hemos padecido la demagogia, la improvisación, el terror, la pobreza”.

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