Erudito del vals peruano y confeso cultor de la huachafería como seña de identidad, Toño Azpilcueta se considera un intelectual proletario, alejado de sus colegas “de la élite”. Historiador amateur, a veces seducido por el indigenista y otras tantas por el credo hispanista, en sus eufóricos ensayos busca exaltar la fe en un país de música criolla, mientras rastrea la vida de Lalo Molfino, malogrado guitarrista de modestísimos orígenes. En su más reciente novela (y la última, según confiesa), Mario Vargas Llosa nos hace sentir una profunda empatía por aquel estudioso de precaria salud mental. Divertida y conmovedora, la novela permite a sus lectores reencontrarse con temas centrales de su literatura y de su biografía: la bohemia limeña, nuestra huachafería identitaria, la relación con el padre, los estudios en el Colegio La Salle y la Universidad de San Marcos, su fascinación por Cecilia Barraza y, especialmente, ese miedo a caer en el absurdo y la locura que desarrollara magistralmente en La tía Julia y el escribidor.
Esta vez no será Pedro Camacho quien cargue obsesiones y delirantes proyectos narrativos, sino el igualmente fracasado Azpilcueta, igualmente víctima por soñar con un Perú capaz de resolver sus contradicciones. Realizada a través de un cuestionario enviado por correo electrónico, en esta entrevista el Nobel peruano nos explica cómo comparte con su personaje su fe en el criollismo como aglutinante social y por qué ha decidido que sea este, justamente, su ficción de despedida.
―¿Qué representa para usted un personaje como Toño Azpilcueta?
―Toño Azpilcueta desdeña a la elite porque estos detestan, o menosprecian, lo que él ama: el vals criollo y la música peruana en general. Creo, como él, que en la música peruana se han expresado los mejores intentos del peruano por unir a distritos, provincias y departamentos a partir de las grandes diferencias que existen entre la costa, la sierra y la selva. Pero, hay al menos un punto de unión que debería servir para hermanar a los peruanos como ocurre en ese baile y esa música que a todos nos toca el corazón. Este personaje debería servir como un modelo para que todos lo imitáramos en este aspecto, porque, más allá de sus defectos, es una persona generosa y optimista, que se entrega a sus pasiones sin cálculo y lo arriesga todo. Su huachafería está bien envuelta en las cosas que dice y hace, y yo siento mucha simpatía por él y todos sus congéneres.
―En esta novela es claro el interés por traer nombres muy identificados con la cultura peruana: Cecilia Barraza (cómo no), José Durand, Felipe Pinglo, Chabuca, Rosa Mercedes Ayarza, María Elena Moyano, Lucha Reyes, el maestro Avilés y Augusto Ferrando (recuerdo que ambos le dieron su apoyo en la campaña del Fredemo). ¿Ha sentido deudas personales con algunos de ellos?
―Es verdad lo que dices. He tratado, mezclado con lo que me daba la imaginación, de traer a esa novela muchas de las personas que conocí, o sobre las que oí hablar, en San Marcos o incluso antes, a las que recuerdo con interés y cariño. Porque yo soy hechura de San Marcos, como todo el que pisó esa universidad, que es una escuela de peruanidad. Aunque haya que recurrir a estas palabras huachafas para expresarlo. No tenía sentido buscar nombres ficticios cuando la realidad musical de nuestro país nos presenta a todos esos exponentes magníficos. Dicho esto, son personajes de palabras, no de carne y hueso, y como tales, son personajes de ficción, no idénticos a los reales. La ficción es ficción aunque use nombres reales.
―Sin proponérselo, Le dedico mi silencio quizás sea la plataforma para la difusión internacional del vals peruano más importante en los últimos años. ¿Por qué cree que a diferencia del tango o el bolero, nuestro vals no ha encontrado, salvo excepciones, un lugar en el concierto regional?
―Sí creo que el vals ha tenido un eco internacional y regional. Quizá no tanto como la música que mencionas porque el vals peruano es muy peruano, expresa cosas muy propias del Perú. El bolero tiene un alma más latinoamericana que propiamente cubana o chilena o mexicana, y el tango tuvo la ventaja de que, en su época de gloria, Argentina era un país muy próspero cuya proyección internacional era enorme. Pero lo importante es que el vals ha encontrado un cuarto donde todos los peruanos se unen. A mí me pasa, por ejemplo: oír un vals y emocionarme profundamente, porque ese vals viene en compañía de mis amigos, parientes, y de mi madre, que era una buena guitarrista. La recuerdo en Cochabamba, donde pasé los primeros años, aprendiendo a tocar una guitarra y eso me ha dado algo de la figura de Lalo Molfino.
―¿Cree que la utopía de Azpilcueta por presentar la música criolla como un símbolo del encuentro de clases en el Perú se parece a la instrumentalización de este género musical que emprendió el gobierno de Velasco? ¿Y algo con Alan García, tal vez?
―Velasco era un bufón y no le tengo el menor respeto, porque fue uno de los que nos embarcó en esa historia de los interminables cuartelazos que han hecho triste la vida del Perú y de los peruanos. Pero con Alan García tal vez haya un contacto, ya que él sí pudo unir a los peruanos de una manera transitoria y efímera. El APRA era el partido de la clase media y clase media baja peruana, y allí el vals ha tenido su gran impulso en ciertas épocas, irradiando al resto de la sociedad.
―¿Es la huachafería, tema tan presente en su novela, una forma de esconder nuestro clasismo?
―La huachafería es el aire que respiramos los peruanos y, sobre todo, los escritores. No habría que complicarnos por ello, más bien asumir la huachafería como lo que es: una expresión profundamente peruana en la que comulgan los niños bien y los niños de las barriadas. Porque no hay en la huachafería nada exagerado, sino que expresa profundamente el alma nacional. Está en la manera de relacionarse, de cantar, de hablar, de hacer política, de gozar, de sufrir.
―En los ensayos escritos por Azpilcueta que aparecen en la novela hay mucho de usted. Por ejemplo, cuando su personaje escribe sobre la huachafería, afirma: “En Manuel Scorza, hasta las comas parecen huachafas”. Usted escribió lo mismo en un artículo publicado en 1983.
―Me alegra lo que dices: que en Azpilcueta hay mucho de mí. Yo me identifico con él y me emociona imaginarlo escribiendo esos articulitos, que ninguno dura. Si no es él, ¿quién los escribiría? Sin ninguna duda, hay algo de heroico en lo que hace Azpilcueta, se entrega a su vocación sin temor al fracaso. Le tengo mucho cariño a ese personaje y creo que es uno de mis favoritos de entre todos mis libros.
―Hoy, la huachafería está totalmente instalada en el poder. Evidencia las pretensiones de políticos corruptos y su desesperación por hacer dinero fácil en los cinco años en que usufructúan el poder. ¿Por ejemplo: ha visto algo más huachafo que la foto de la presidenta Dina Boluarte, de negro y con mantilla, al lado de un papa cariacontecido?
―Cuando tú dices que la huachafería está instalada el poder, lo dices con ironía y burla. Pero yo creo que la huachafería es una manera de ser peruano y que habría que asumirla, no sólo en la vida política, sino en la manera de hablar de las personas. Incluso creo que también habría que escribir sobre ella. Es curioso que no se haya escrito mucho sobre la huachafería, algo se ha escrito, pero poco. Y un capítulo habría que dedicarlo enteramente a la huachafería política, por supuesto.
―“No puedo creer que quieras retirarte, Cecilita”, le dice Azpilcueta a Cecilia Barraza cuando ella piensa ponerle fin a su carrera musical. Yo le pregunto lo mismo a usted: ¿Por qué anunciar su retiro de la literatura?
―Tengo que decirte que el anuncio de mi retiro ha sido casi producto de una casualidad. No porque no lo hubiera pensado. Tengo 87 años y dado que las novelas me toman tres o cuatro años escribirlas, las cuentas ya no me salen. Además me gusta la idea de que una última novela mía estuviera dedicada al Perú. Por ello, escribí una nota al final, cuando acabé la novela, pero sólo como un pensamiento en voz alta, para mí, sin figurar nunca que sería una postdata al libro, pero así resultó y no me quejo. De todas formas, déjeme aclarar que espero trabajar hasta el final para cumplir aquello de que la muerte me encuentre con una pluma en la mano. Ahora estoy preparando un ensayo sobre Sartre, y aunque me resulta un poco duro volver a leer todos sus libros, lo hago con cierto gusto juvenil.
―Parafraseando al personaje de Cecilia Barraza en la novela: ¿Ya no cree que los problemas del país se arreglarán algún día? ¿Cómo ve él la realidad del país y qué acciones recomienda tomar para cambiar el rumbo?
―Soy un optimista, creo que los problemas tienen solución y los del Perú, en concreto, son fáciles de resolver en comparación con los grandes conflictos bélicos que están enfrentado Ucrania en Europa, Israel y Palestina y tutti cuanti. Las soluciones políticas que necesitamos los peruanos ya están inventadas y probadas. Sólo hace falta imitar las recetas de los países que progresan y no acomplejarse por ello. El Perú fue grande y, estoy seguro, volverá a serlo si la gente se anima a optar por las propuestas correctas. Tenemos que superar la demagogia, el populismo, el estatismo, que nos han hecho daño y siguen coleteando, y por supuesto no equivocarnos a la hora de votar.
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