60 años después del premio de la crítica extranjera para Araya en el Festival de Cannes, la cineasta de 92 años de edad admite que tienen razón los que lamentan que desde 1959 se dedicara más a difundir el cine que a hacerlo
ALEXIS CORREIA | @ALEXISCORREIA
“Todo es desolación, viento, sol”: un reciente reporte de prensa contaba que, en marzo, hubo pueblos de Araya que pasaron hasta un mes sin electricidad. En la otra península que completa la “T” del estado Sucre, Paria, hay medio centenar de balseros venezolanos desaparecidos que trataban de llegar a Trinidad y Tobago el último mes.
Margot Benacerraf, perfectamente equipada de lucidez para cumplir los 93 años el próximo 14 de agosto –no escuchan tan bien sus oídos, pero el mejor cine se puede entender sin diálogos–, hubiera preferido que su película Araya (1959) se reestrenara en un país mucho menos desolado que el pedazo de oriente que se consagró hace justo seis décadas en el Festival de Cine de Cannes.
“Es la escritura de este siglo. Frágil como él, también”, describía el séptimo arte Margot Benacerraf en las páginas de El Nacional de 1950. No todo el mundo sabe hoy que la directora de dos obras maestras como Reverón (1952) y Araya –que compartió el premio de la crítica extranjera con Hiroshima Mon Amour el 15 de mayo de 1959 en Cannes– se graduó de Filosofía y Letras en la UCV, y que empezó como una excelsa pluma en este diario bastante antes de ponernos en el mapa del cine mundial. Y que se acercó primero al teatro y a la actuación antes de descubrir, luego de hacer un pequeño papel en una película en Nueva York, que su pasión era la imagen en movimiento. Tanto para crearla como para promoverla desde 1966 como fundadora de la Cinemateca Nacional.
Debemos saber y celebrar, antes que nada, que Margot Benacerraf está viva, lúcida y plenamente consciente de lo que nos pasa.
—¿Qué películas pasan ahora en la sala de cine que lleva su nombre, y que en sus mejores tiempos perteneció al Ateneo de Caracas?
—¡Está abierta! La Cinemateca Nacional está programando en la Margot Benacerraf (actual Unearte). La sala está abierta.
—¿Es decir, allí todavía hay espectadores, aunque no nos enteremos?
—Eso me han dicho. Me alegra mucho porque era una sala muy buena y es una lástima que estuvo mucho tiempo cerrada. La Cinemateca Nacional agarró esa responsabilidad desde hace unos meses.
—Pero sigue siendo la Margot Benacerraf, en un país en el que se le ha cambiado el nombre a casi todo desde 1999.
—Es un milagro. Yo creí que ya me lo iban a quitar, a cambiar. Pues nada, siguen hablando de la sala Margot Benacerraf.
—¿Es un reconocimiento a que usted es uno de los pocos símbolos por encima de cualquier diferencia política?
—Me imagino. Por encima de esas cosas, han reconocido que ha habido una labor de toda una vida haciendo cine y construyendo cosas para el cine. Si algo se puede decir de mí es que no hay un minuto en que no haya hecho cosas para el cine nacional. Sea haciendo películas, sea creando la Cinemateca Nacional, sea con la fundación Fundavisual Latina, que fue una cosa muy importante durante 12 años. No he parado un día. Yo creo que lo han reconocido. Esa sala quedó como muerta. Ni se hablaba ni se sabía de ella. Y de pronto decidieron ponerla a funcionar. Y dijeron: Bueno, hay que reconocer que ha hecho toda una vida de trabajo. Yo creo que eso fue.
—15 de mayo de 1959. ¿Qué recuerda de ese día en Cannes, aparte de que su película fuera reconocida junto a un clásico de todos los tiempos como Hiroshima Mon Amour?
—La sorpresa. Fue grandísima la sorpresa. Era el penúltimo día del festival. Habían concurrido 32 películas e, imagínate tú, no había apoyo para el cine venezolano. Yo fui sola, sin que hubiera nadie detrás de mí. Proyectaron mi película y, para mi gran sorpresa, la mañana siguiente toda la prensa, pero toda, unánimemente, dijo: Hay que revisar la premiación. Hay que darle un gran premio a Araya. Otros decían: “De un lejano país llegó una película que pone todo en discusión”. Imagínate la sorpresa para mí, que estaba entre asustada, emocionada… Cannes es un festival muy bravo. Ya el hecho de que la aceptaran fue una proeza. Venezuela era un país poco conocido. Yo tampoco conocía a nadie. No solo eso: no sabían cómo clasificar esa película. Porque no es un documental. Yo me moriré diciendo que Araya no es un documental.
—¿Netflix va a matar el cine como espectáculo masivo?
—No. Siempre se ha hablado, a cada rato, de que si el cine va a morir. Aparece esto y lo otro. Pero fíjate que el cine ha sobrevivido a todo. Y lo que es asombroso es que el cine apenas tiene ciento y pico de años. En cien años el cine ha hecho lo que no ha hecho ningún arte. Mientras la vida exista, el cine existe, porque el cine es la vida. No hay nada que pueda desplazarlo. Más bien, el cine ha intervenido toda nuestra vida diaria. Siempre digo que el cine nos ha acercado a la humanidad, nos ha hecho conocernos unos a otros. Ese poder que tiene el cine no se lo puede quitar nadie. Yo no creo que haya peligro de que el cine desaparezca.
—¿Pero el cine visto en un teléfono sigue siendo cine?
—Sí, porque la esencia del cine es que estás contando algo a través de la imagen. No importa el medio en que tú lo vayas a traducir. Lo importante es que se ha creado una cultura cinematográfica. El público ahora ya sabe leer cine, no necesita mayores explicaciones, se ha formado con un código. Lo que es fascinante es la rapidez con la que evolucionó el cine: cómo en tan poco tiempo agarró de la música, de la escritura, de la pintura, de todas partes. Se apoderó de todo. Y todo lo que falta: porque no sabemos lo que falta. ¿Tú ves esa cajita amarilla? (Señala hacia una mesa en su oficina en La Castellana, Caracas). Eso se llama DCP (Digital Cinema Package). Esa es mi película. La pasaron el 15 de mayo en el Trasnocho. Fue bellísimo, quedó gente afuera. ¿Cómo es posible que después de tantos años haya entusiasmo con Araya? Eso a mí me tiene emocionadísima. Se proyectó Araya en eso: dentro de una cajita. Porque ya no hay proyectores de cine en el Trasnocho. Cuando tú te imaginas que ahí hay nueve rollos de Araya… ¡Nueve! Hacer una proyección era una mudanza. Pero ahí está metida. ¿Eso no es fantástico? Y me quedé asombrada con la calidad de la imagen. Los negros eran negros, los blancos eran blancos, una cosa que parecía filmada ayer. Incluso mejor que si la hubiera filmado originalmente en digital. ¡Para los directores jóvenes es una maravilla! Filman y ven lo que están filmando. ¡Nosotros no! Nosotros filmábamos y teníamos que esperar que un laboratorio revelara la película. A mí me pasó con Araya y Reverón. Yo filmé y no supe lo que había filmado.
—Nosotros envejecemos. Pero Araya no. ¿Cómo encontró su película 60 años después?
—Yo me quedé muy sorprendida en el Trasnocho. Vi cómo seguía brotando de la película toda la cosa poética que yo quería. Deberías preguntarle a un espectador. Pero como ha pasado tanto tiempo, yo la veía ya fuera de mí… ¡Y me parecía muy bella! Pasaron tantos años. No la había vuelto a ver desde hace mucho. Me preguntaba un periodista a qué le atribuía yo la vigencia de Araya y es que la hice con mucho amor. Eso es lo que ha hecho que la película dure. Yo me acerqué con mucho amor a la gente de Araya. La cinta es atemporal, poéticamente hablando. ¡Y estaba muy bella en esa pantalla tan grande!
—¿Ve cine?
—Mucho, pero en mi casa. Ya no me gusta ir al cine. Me quedo viendo las películas en mi casa.
—¿Qué cineastas de este siglo le parecen más relevantes?
—Hay una cantidad de gente joven muy interesante. El cine iraní. Por nombres no te puedo responder… Quizás Jafar Panahi. Hay después un nuevo cine polaco. ¿Tú viste Ida? Es una película maravillosa. Me mantengo informada de lo que está pasando con los festivales. Los cineastas italianos han bajado y han subido los españoles. También hay unos japoneses muy buenos.
—Su tercera película nunca se pudo hacer: la adaptación de La cándida Eréndira (1972) de Gabriel García Márquez, porque tuvo un conflicto con él. ¿Pudieron quedar en buenas paces antes de que el Gabo muriera?
—¡Cómo no! Me mandaba mensajes con los amigos. Quería que nos viéramos. Por fin vino a Caracas y yo lo vi porque ya el tiempo había pasado y no soy una persona rencorosa. Me lo encontré un día saliendo del Ateneo y entonces me dijo: “¡Oye! ¡No vamos a esperar que pasen cien años! Y le dije: “Pero es que para mí no han sido cien años de soledad”. Seguimos viéndonos y hablándonos. Pero ya no era esa misma relación entrañable. Un gran escritor, sin duda alguna. Como persona, muy irregular. Hay cosas que todavía no entiendo de Gabo. Esa adoración por Fidel Castro… Llegaban muchos cubanos creyendo que García Márquez podía ayudarlos a salvar a familiares, sobre todo cuando los fusilamientos, y García Márquez le daba razón a Fidel incondicionalmente en todo. Hay muchas cosas que poco a poco me desilusionaron de él como persona. Muchas cosas que dejaban que desear. Él ya no era la persona, como decía él, indocumentada y feliz. Ese era el Gabo que conocimos todos. El que estaba aquí de corresponsal en Venezuela. Una persona adorable, caribeña, simpatiquísima. Pero la fama pudo con él. Empezó a preferir estar con presidentes. Cambió mucho. Yo lo conocí antes de Cien años de soledad. Toda la fama le vino después. Hay gente que no soporta la fama. En cambio Cortázar era un tipo famosísimo y no cambió nunca nada. El Gabo no era la misma persona.
—¿El blanco y negro tampoco morirá, como Araya?
—El ejemplo más reciente es Roma. Habla con cualquier gran fotógrafo y te dirá que lo que más le gusta es trabajar en blanco y negro. A mí se me planteó el problema con Araya de que entonces ya la podía hacer en color o en blanco y negro. Yo escogí el blanco y negro porque te da inmediatamente un dramatismo y una atmósfera que no te la dará nunca el color. Seguro hubiera filmado después en color, según el tema. Porque yo iba a hacer la película de García Márquez en color. Pero el color te da menos libertad. El color es la vida real y el blanco y negro es un sueño. Cuando tú entras a ver una película te metes en un sueño. Araya nunca la hubiera podido hacer en color.
—¿Qué le dice a los que se preguntan por qué Margot Benacerraf no hizo más películas después de Araya?
—Que tienen razón. Me equivoqué. Me dejé llevar por el entusiasmo. Para mí crear una cinemateca era como hacer una película. Con los museos hay una tradición. Una cinemateca no existía en el ambiente cultural venezolano. ¡La saqué de la nada! Algunos la llamaban “Cine-Manteca”. Pero toda la memoria del mundo está en esas imágenes. Le puse toda mi alma y todas mis fuerzas para crearla. La puse a andar. Pero no la puedes soltar ahí mismo. Tuve que estar unos años detrás hasta que se solidificara como institución. Creo que fue un error en un momento dado no parar. También creé Fundavisual Latina, que fue una fundación muy importante en este país y no se reconoció. Lo último que hice fue el encuentro latinoamericano de la telenovela en 1998. De Brasil o de México vinieron aquí a discutir la telenovela. Eso fue una cosa fantástica.
—Pero lo que dirigió fueron obras maestras.
—De acuerdo. Pero si me preguntas si siento no haber hecho más que Reverón y Araya: sí. Lo siento de verdad.
—También filmó una película junto a Pablo Picasso que jamás se completó y luego se extravió. ¿Tuvo mala suerte?
—Eso era normal. La película la compró Picasso. Le pertenecía a él. Se mudó no sé cuántas veces. Y la mujer se quedó con esas películas. Lo que estábamos hablando antes: eran miles de rollos de película de 16 milímetros. Me fui de París, él también se mudó y aquello se perdió.
—¿Pudo haber sido una película tan buena como Reverón?
—Era distinto. Porque esa película me la pidió Picasso a mí. Me dijo: Vamos a filmar todos los días. Era el acto de creación. Era como llevar un diario de todo lo que le pasaba a él por la cabeza. De las cosas que inventaba todo el tiempo.
—Sofía Ímber también compartió con Picasso y dijo que era muy mujeriego.
—La relación mía con Picasso fue muy especial. Él vio la película de Reverón, se emocionó y se entusiasmó. Y él fue el que me dijo: “Vamos a hacer una película tú y yo. Pero para divertirnos”. La diversión consistía en que, todas las mañanas, cuando bajábamos a la playa, se le ocurrían mil cosas. Era verdaderamente Picasso en la creación. ¡Yo era una niña! Fue una relación muy paternal. Muy protectora. Tú ves las fotos en las que está besándome y ahí te da la idea de cómo era Picasso conmigo.
—Se quemó parte de la Catedral de Notre Dame. ¿El arte tiene un tiempo de caducidad?
—Cuando ves una obra muy bella, de cualquier gran artista, no creo que pueda morir.
—¿Le preocupa lo que ve hoy en Venezuela?
—¿Cómo que si me preocupa? Siento horror. Sufro mucho. Yo no quisiera, en estos últimos años de mi vida, vivir en una Venezuela como esta. Es una sensación terrible de caos y destrucción. Pero no soy de las personas que se quiere ir. Me quedo aquí y estoy viviendo día por día todos los horrores que están pasando. No es posible que este país esté en lo que está. Es una pena. Estamos viviendo días muy angustiosos. Hay mucha angustia en el aire. No sabemos qué va a pasar esta tarde o mañana.
—Pero siempre algo permanece a salvo. ¿Qué queda a salvo de Venezuela?
—La gente. La gente de Venezuela es maravillosa. A pesar de todo. Hay que ver lo difícil que está la vida. Pero la gente sigue adelante. Y verdaderamente tiene ganas de vivir. Lo que sí siento mucho es que se esté yendo tanta gente. Yo siento mucho vivir mis últimos días en esta atmósfera angustiosa. Pero bueno: ¡yo creo ya que tienes una entrevista para rato!