ENTRETENIMIENTO

La saga completa de Rocky Balboa, personaje insoslayable del siglo XX, llega a Netflix

por Avatar GDA | La Nación | Argentina

Hay ocho películas de la saga Rocky; una saga en sentido estricto, porque hay más de una generación de personajes. Con mayor precisión puede ampliarse que se trata de ocho películas con Rocky Balboa, seis de ellas Rocky y dos Creed (1976, 1979, 1982, 1985, 1990, 2006, 2015 y 2018). Están las Rocky de la uno a la cinco -si bien la uno no llevaba el número uno, claro está- más la sexta, que no llevaba el número seis y se tituló Rocky Balboa, como si el personaje, al fin, asumiera de entrada su nombre completo, tal vez por haber llegado a un nuevo estadio de madurez al aceptar, entre otros golpes, sus circunstancias y el paso del tiempo. Las «Rocky» y las «Creed» pueden pensarse como irrupciones de la biopic, de una biografía fílmica extensa, en lo que parece ser una vida en transcurso. Sí, quizá podría afirmarse lo mismo acerca de casi cualquier serie de películas que vuelven al mismo personaje, pero las Rocky hasta tienen la forma de una biografía que se va contando en capítulos.

De las seis Rocky, cuatro fueron dirigidas por su protagonista y creador, esa estrella de Hollywood que se convirtió en tal cosa gracias al guion de la primera Rocky, que escribió en tiempo récord, en velocidad de leyenda: en tres días y medio. Sylvester Stallone irrumpía así, con fuerza, esfuerzo y contundencia con un guion nominado al Oscar y también nominado al Oscar como Mejor Actor. Era la tercera vez que pasaba eso en la historia del cine: los anteriores habían sido Charles Chaplin y Orson Welles. La primera Rocky no ganó ninguno de esos premios de la Academia, pero ganó tres: película, edición, director (John G. Avildsen). De las otras, Avildsen volvería a dirigir una sola, la que es considerada por consenso como la peor, la que pocos quieren volver a ver: la número cinco. La dos, la tres, la cuatro y la seis -es decir, Rocky Balboa- las dirigió el propio Stallone.

De todos modos, más allá de quién las haya dirigido, y más allá de la quinta, que suele ser dejada de lado con tanta convicción que incluso es ignorada por el guion de Rocky Balboa, podría decirse que hay dos grupos estéticos, dos tipos de «Rockys». Uno es el de las «Rockys» de los setenta y de las del siglo XXI, que beben de fuentes estéticas y éticas comunes: Rocky Balboa casi puede verse como una continuación de la I y la II, con la misma luz, con la música de Bill Conti como hilo conductor, con simplicidad narrativa y con los desafíos internos del personaje por encima de la lógica de la venganza.

El mito

Stallone supo crear en los setenta un mito casi instantáneo, el del boxeador de barrio pobre de Filadelfia que asciende a puro esfuerzo y convicción. Rocky Balboa se hizo incluso atracción turística real en la ciudad, con las escalinatas que ya estaban y la estatua que vino después. Y Stallone también multiplicó la potencia y la llevó al límite y hasta más allá con la tercera y la cuarta entregas, que son el otro grupo estético: películas con mucho de motor de venganza, con las tremendamente exitosas canciones de «Survivor» que se encaramaban sobre la eterna fanfarria de Conti. Rocky III y Rocky IV fueron consideradas cine reaganista y despreciadas como plástico por hordas tanto o más fanáticas que las que festejaban los golpes y los entrenamientos de Rocky, la saga que llevó el montaje de entrenamiento al paroxismo.

Desde una época con un cine con tanta tendencia a la desnutrición o a la obesidad mórbida como el de hoy, despreciar las «Rockys» de los ochenta, especialmente la IV, sin apreciar su inventiva para la pirotecnia ágil y atlética tal vez sea un error y nos esté impidiendo la posible recuperación de modos de ser especialmente intensos y pasionales del cine. Más aún: hay gente con prosapia cinéfila que se pierde a Rocky porque solamente le interesan los temas «serios». Sin embargo, Rocky IV vaticinó, con mayor lucidez y claridad bochinchera que mucho cine circunspecto del momento, el fin del comunismo. Stallone fue parte del «soft power» de los ochenta, clave entre los productos culturales que ayudaron a desgastar a la Unión Soviética y sus satélites.

Rocky Balboa tal vez sea la película más sabia de las ocho, la que supo unir el pasado y el presente como dos energías vivas, la que pudo poner en perspectiva el legado del personaje y todavía hacerlo pelear, pegar y aguantar en el ring. Suerte de película de resurrección y de comprensión cabal del legado vital y cinematográfico -y hasta musical- del personaje y del propio Stallone, podría ser a estas alturas la que habría que recomendar a alguien que jamás vio una de las «Rocky» y solamente verá una.

Y si en las seis películas hubo cierta estabilidad en el timón, con solamente dos directores, para dos Creed ya hubo dos directores distintos: Ryan Coogler para la primera y Steven Caple Jr. para la segunda. La de Coogler está mucho más cerca de hacer honor al legado, por potencia narrativa pero también por ciertas osadías en las secuencias de entrenamiento. Adonis Creed, el hijo de Apollo (presente de la uno a la cuatro) no tiene hambre de empleo o de ascenso social, tiene hambre de reconocimiento. El desplazamiento de Rocky Balboa del centro de la escena pero su permanencia ineludible rearma la saga, le da un nuevo comienzo o mejor dicho, le da una continuidad con importantes cambios de eje, con nuevas claves de lectura sobre Filadelfia, ciudad históricamente de gran población negra y clave para el país antes, durante y después de la independencia.

En Creed, Rocky se convierte en algo así como un nuevo Mickey (Burgess Meredith, el entrenador de la primera a la tercera). De hecho, la edad de Stallone al hacer Creed coincide con la de Meredith al hacer la primera Rocky. En la segunda entrega Creed 2: defendiendo el legado, una reescritura tosca de la cuarta entrega para «la nueva generación», Rocky vuelve un poco a ser el Rocky de la IV, pero más sabio: la que no es más sabia es la película, que por fuera del aplomo de Stallone y Dolph Lundgren y de las secuencias de pelea, es de esa clase de cine actual atontado por la confusión entre los formatos televisivos y los legados del gran arte del siglo XX, ese del que Rocky es uno de los personajes insoslayables.