ENTRETENIMIENTO

Karina Sainz Borgo: Un país en el que la gente no puede enterrar a sus muertos no es un país

por Avatar Isaac González Mendoza (@IsaacGMendoza)

Karina Sainz Borgo comenzó a escribir El tercer país (Lumen) en marzo de 2019, en plena promoción de La hija de la española, su exitosa primera novela traducida a más de 20 idiomas. Las expectativas, por supuesto, eran altas.

Fue en período en el que se movió de un lado a otro, así que pasó por varios territorios fronterizos. De hecho, en septiembre de ese año publicó en el diario La Vanguardia un cuento sobre la migración venezolana en Colombia titulado “Tijeras”.

Surgió entonces una historia más compleja, la de El tercer país.

La de Angustias Romero y Visitación Salazar, dos mujeres duras, la primera aparentemente tímida y la segunda rumbera y atrevida.

Dos mujeres que se mueven en territorios fronterizos y cuyo objetivo es uno esencial para cualquier sociedad que pueda llamarse tal: cumplir con el derecho de la gente de enterrar a sus muertos en un cementerio expropiado que llaman El tercer país.

Pero no será fácil. Tendrán que enfrentarse a un universo de miseria e indiferencia, a un alcalde cobarde, a los irregulares (suerte de guerrilleros) y a animales que forman parte de ese paisaje de desgracia y pobreza.

Todo ocurre entre la sierra oriental y occidental, entre pueblos ficticios como Mezquite, Cucaña o Sangre de Cristo.

Mezquite, cuenta la escritora y periodista, está inspirado en la Comala de Juan Rulfo “porque es una frontera donde confluyen la sierra oriental y la occidental, los vivos y los muertos, el bien y el mal, la verdad y la realidad, y El tercer país es el resultante de ese trasiego”.

Los capítulos son muy cortos y se desarrollan como golpes a la cara del lector. La violencia, aunque sutil, los viajes, las reflexiones sobre la muerte y los rituales de entierros realizados por Angustias y Visitación no paran.

Es una historia dolorosa, llena de imágenes oscuras y duras, aunque, advierte Sainz Borgo, es, también una historia de compasión y piedad.

El tercer país es una novela literariamente hablando más ambiciosa que La hija de la española. Es una novela que tiene más voces narradoras. Y visita una serie de temas que me interesan. La tragedia de Antígona, el derecho de enterrar a los muertos, es fundamental ahí”.

Claro que es una novela que dialoga con la Venezuela sometida a un régimen violador de los derechos humanos. Pero también lo hace con la población migrante de Medio Oriente, Centroamérica o Lampedusa, subraya la autora. “Esa idea del desplazado, del migrante, es un tema antiguo y universal”.

Karina Sainz Borgo muestra territorios ficticios que pudieran estar ubicados en cualquier lugar del mapa. El tercer país, con términos como los irregulares o Cocito (igual que el río del Hades), está cargado de simbolismos y homenajes a grandes obras de la literatura: además de Rulfo, la autora menciona a Miguel de Cervantes y Juan Benet.

Karina Sainz Borgo lee ahora muchas novelas del siglo XIX preparándose para su siguiente libro, en el que está trabajando desde hace unos seis meses. La pandemia en Madrid, una de las ciudades más afectadas por el virus, le ha hecho sentir la misma incertidumbre que muchos, pero no ha afectado su disciplina como lectora y escritora.

—¿Cómo surgen los elementos simbólicos en su escritura? 

—A mí me gusta la novela realista y me siento formada en esa tradición. Lo que no me gusta es cuando fumigas un libro poniéndole referentes inmediatos.

Cualquier fuerza de ocupación en una frontera, llámala como quieras, paramilitares, guerrilleros, es una violencia de la que el Estado perdió el monopolio. Me interesaba moverme con alegorías. Prefiero mil veces las alegorías que entrar en el detalle que te obliga a utilizar demasiadas subordinadas cuando lo que quiero es que lector entre como sea. Nos da igual que Visitación o Angustias estén en la selva o allí, porque lo que nos interesa es el escenario humano. Por ejemplo, es más importante en la novela la cantidad de violencia que se ejerce con los animales. Aquí no hay mucha violencia callejera porque es un entorno natural, digamos telúrico. Aquí el paisaje lo es todo. Es como un western. Estas mujeres sobreviven dando vueltas por un territorio tremendamente hostil, donde si no las persiguen perros aparecen culebras, lo cual es un guiño a la idea de lo primitivo. Cómo te vas barbarizando, depauperando. A mí me interesa que mis historias sean tremendamente elegantes, que no se metan en jardines. Demasiado detalle implica explicar demasiado y pierdes al lector. Lo vas a marear. ¿Realmente es tan importante ese detalle? Yo creo que no. En mi caso, tanto en La hija de la española como en esta, fue una decisión completamente estética e ideológica. Esta es una novela de víctimas, no es una novela de perpetradores: ya han sido contados en exceso, así que no van a tener aquí la voz.

—Al igual que en La hija de la españolaEl tercer país comienza con la imagen del entierro. ¿Cuál es su interés por la muerte? 

—Me parece que es un tema que te permite cambiar el punto de vista desde muchas cosas. La muerte es un episodio inevitable. Visitación, la enterradora de El tercer país, se lo dice a Angustias: no todo el mundo nace, pero todo el mundo va a morir. Entonces creo que la relación de la sociedad contemporánea con la muerte está muy contaminada porque, si son sociedades de bienestar, lo que hacen es sublimar la muerte. La enfermedad es solapada siempre con una épica de lucha: luchar contra el cáncer; no luchas contra el cáncer, tratas el cáncer. Y en las sociedades que tienen que atravesar procesos de pobreza y de una adversidad social tremenda la muerte se normaliza. Entonces creo que es un tema que me interpela especialmente. Siempre lo ha hecho. Y en el caso del principio de la novela, el arranque es la imagen con la que yo llegué a esa historia. Entonces no me la podía despegar. Digamos que era una postal bastante parecida a esto. No pude deshacerme de ella. De hecho, en el libro el ritual de la muerte es fundamental. A lo largo del libro vas viendo cómo van enterrando en distintos sitios.

—Noto en su escritura un ritmo de imágenes poderosas, duras, oscuras, que se despliegan a lo largo de las historias. ¿Podría explicar cómo es su proceso creativo? 

—Pues, si te soy sincera, de verdad que tengo una querencia natural hacia crear imágenes. Me he tenido que vacunar contra eso. He tenido que esforzarme en dejar de crear imágenes bonitas. Yo necesito que esas imágenes se muevan, necesito que pasen cosas. No puedes resolver un final de novela con una frase. Si tengo tres imágenes me quedo con una, y procuro que esa imagen sea muy precisa. Por ejemplo, la imagen de los perros era fundamental. Los perros gruñendo cuando ella va a enterrar o la violación de Críspulo eran muy importantes. El río donde aparecen las cosas enterradas es importante. Las culebras, que no se sabe si son fruto del azar o algo sobrenatural, funcionan como una manera de poner nervioso al lector. En La hija de la española ponía nervioso al lector matizándolo. Realmente lo hacía tragarse unas secuencias violentas tremendas y luego bajaba. Pero un lector se da cuenta de eso de inmediato.

—Es tal la miseria en que está Venezuela que incluso nos han arrebatado un derecho sagrado: enterrar a nuestros muertos, y es justo el planteamiento principal de El tercer país. ¿En qué se convierte un país donde no se puede enterrar a nuestros muertos? 

—Pues sinceramente eso hace tiempo ha dejado de ser un país. Una sociedad donde eso ocurre ha dejado de convivir. Por eso insisto tanto en la idea de que esta novela es sobre la piedad y la compasión. Cuando no respetas ni siquiera lo que queda de una persona muerta, cuando no eres capaz de concederle ni siquiera un trozo de tierra y una caja para que no se la coman las alimañas, tienes un problema como sociedad. En el caso venezolano el problema ha sido creciente con el paso de los años, no ha habido respeto por la vida, eso lo teníamos claro. El problema es que no hay respeto por la muerte. Cuando tú entierras, aparte de que estás haciendo una restauración, estás creando memoria. Alguien tiene que saber que ahí murió alguien y por qué murió, cuáles fueron los motivos por los que murió. Es impresionante que en los cementerios fronterizos la gente muera sin apellido, muere con fechas calculadas. Muchos nacen y mueren el mismo año. Esa idea de que te empujan a la periferia, incluso cuando estás muerto, donde sales huyendo y te quedas en mitad de ninguna parte, es un poco lo que le pasó a Gustavo Machado cuando se fue a Colliure, Francia, ¿no? Iban él y la madre caminando en aquella España después de la Guerra Civil, una cosa horrorosa. Machado está enterrado en Colliure. Se habló un tiempo de traerlo a España. La mayoría de la gente decía que no era posible traerlo porque dejarías tirados a una cantidad de refugiados españoles que nadie sabe quiénes son. Se fueron junto con él. Si te fijas no son temas nuevos. Lo que pasa es que en el caso venezolano es doloroso, irritante y ofensivo porque está ocurriendo en el siglo XXI y con la connivencia de un Estado perpetrador y con un lobby ideológico que decidió travestir eso o normalizarlo como si fuera la ceremonia de la confusión. Sin duda alguna, insisto, el éxodo nuestro es el propio éxodo judío. No quiero frivolizar, creo que estamos viviendo una tragedia donde la gente se va con lo puesto. Les da igual. Ya no somos un país promisorio, somos un país que olvidó lo que es convivir en la cosa pública y la memoria.

—¿Tiene alguna posición política que quiera compartir sobre la Venezuela de hoy?

Mi posición sigue siendo la misma, la que siempre he tenido. Yo nunca he querido entrar a glosar la realidad en términos de análisis político porque creo que la situación, y siempre he sido muy realista, es mala, estamos más lejos. Pero para mí el verdadero medidor de eso son los seres humanos. Tienes una sociedad absolutamente machacada con las certezas absolutamente destruidas y unas diferencias sociales obscenamente pronunciadas. Entonces, bueno, ¿tanto machacar para eso? ¿Era eso lo que ibas a hacer? No te lo voy a negar, por supuesto que estoy hablando de temas que me duelen muchísimo. Pero creo firmemente que uno de los atributos que tiene la literatura es que hace que veas historias ajenas como si fueran propias. Es decir, cuando lees, por ejemplo, a Doris Lessing o las novelas del apartheid y dices que eso no tiene nada que ver contigo pero te emociona, eso es literatura. Lo que estoy intentando es que, por la vía de los sentimientos, la épica, alguien se pueda poner en el pellejo de una madre que cruza la frontera con dos niños metidos en cajas de zapatos. Porque, además, alguien sería capaz de decir que eso es distópico, ¿no? Pero no: en América no. En otras sociedades sí.

—¿Angustias es Antígona? ¿O es, tal vez, la misma Visitación?

—Vamos a decir que participan del espíritu de Antígona, sobre todo ese espíritu insatisfecho, porque Antígona se enfrenta a un tirano que no la quiere dejar enterrar a su hermano. Angustias y Visitación juegan ese papel. Yo quería enfocarme en Antígona porque me di cuenta, hablando con mucha gente, distintas personas  que habían cubierto distintas guerras, que por alguna razón en las guerras las enterradoras siempre son mujeres, solía ocurrir en los Balcanes. Yo dije: esto es interesante porque de alguna manera son las que guardan la memoria.

—En la novela los personajes femeninos son poderosos, fieles, fuertes, en contraste con los masculinos, que son crueles o cobardes. ¿Es su objetivo presentar hoy más que nunca a la mujer de esta manera?

—No, no. Mira, mi relación con los personajes femeninos tiene una impronta muy personal. Yo siento que crecí en una sociedad donde las mujeres tenían dentro de casa un poder que no podían utilizar del todo. Me parecen personajes casi mitológicos. Y mi beligerancia sobre lo femenino es anterior al #MeToo. Yo no compro ese discurso de soy víctima. No me gusta porque creo que realmente invisibilizas a la víctima de verdad. No lo puedo evitar. Siento una especial querencia por los personajes femeninos. La crueldad en un personaje femenino es mucho más hermosa, la compasión es más hermosa; y en el caso de la masculinidad, vamos a decir que son fantasmas, no están del todo. Jairo, por ejemplo, como personaje es un sátrapa, es un sinvergüenza, es un soplón. Aurelio creo que es el único que tiene la oportunidad de redimirse. Los hombres en esta novela son bastante incompetentes, o son seres débiles, como el pobre Salveiro, que está enfermo, lo que pasa es que no te das cuenta sino hasta el final. No tengo nada contra la masculinidad, pero, siendo Antígona la idea de fuerza del libro, para mí era importante. Tengo la sensación de que la voz femenina literariamente hablando es muy potente y creo que hay un movimiento muy lento, casi geológico, que apunta a que finalmente hay voces en la literatura hispanoamericana de mujeres, como Fernanda Melchor o Mariana Henríquez. Es como si hubiésemos conseguido emerger. Porque toda la literatura de los 90 era una narración casi siempre masculina. No lo digo por el machismo, no, no. Era un punto de vista tremendamente heredero del boom y todo esto.

—¿Siente que a la literatura le hacen falta personajes femeninos más fuertes? 

—No lo sé, porque cada quien elige lo que le obsesiona. Eso es un poco como cuando ocurrió el fenómeno del nórdico: ¿ahora resulta que todas las investigadoras son mujeres de 50 años con alguna tara, no? Tampoco se pueden serializar las cosas. Creo que ha habido personajes potentes a lo largo de la historia de la literatura. Ana Karenina, no se puede negar, un personajazo. O la misma Madame Bovary. Elizabeth Costello, de Coetzee, es un personaje tremendo, creado por un hombre, por cierto. Eso no priva una cosa de otra. Soy muy poco amiga de evangelizar. No me gustan ni las feligresías ni los catecismos. Cada quien escribe sobre lo que necesita y cada lector se encontrará con algo. Afortunadamente la vida es suficientemente justa para que guste o no guste.

—Hasta ahora lo que ha escrito mantiene un constante diálogo con la realidad venezolana. ¿Ha sido doloroso escribir sobre ella?  ¿Por qué esa necesidad?

—Claro que hay una pulsión emocional. Pero sí debo admitir que esta vez he sido bastante más racional. En la construcción del libro para mí eran mucho más importantes las decisiones técnicas porque era muy consciente de que venía de un libro muy emocional que se leyó en una clave testimonial que no era tal (puedo comprender que se leyera así). Yo quería esta vez construir un artefacto literario autónomo. Y para eso necesitaba muchísima racionalidad. Tuve que tomar algunas decisiones que me contuvieron en ese sentido y, aparte, esa novela se escribió de un avión a otro. Creas o no eso influye. Fue muy loco porque la primera página de esa novela la empecé a escribir en Italia y la terminé en Francia. Yo decía ‘esto es surrealista’. Creo que esa provisionalidad y ese estarse moviendo se perciben también. La pandemia me permitió entrar a cortar, que realmente escribir es editar y borrar. En octubre, cuando estaba con la última versión, pasé 10 días encerrada en un apartamento en Francia escribiendo. No tenía nada, ni televisor, ni siquiera ponía la radio. Uno necesita esa distancia. Estoy muy contenta con el resultado, creo que conseguí lo que quería, que lo que estaba en mi cabeza se pareciera a lo plasmado en el papel.

—Triste la realidad del sector cultural debido a la pandemia: teatros y cines cerrados, ferias de libro canceladas, festivales en pausa, conciertos vía streaming. ¿Cómo imagina el futuro de la cultural en los tiempos por venir? ¿Se impondrá Zoom como el escenario de todo y para todo?

—A mí no me gusta ser apocalíptica. No creo que convenga. Pero hay cosas que podemos incorporar para bien. Ahora una promoción literaria es bastante más sencilla, lo que pasa es que se deshumaniza. Las artes escénicas han sufrido mucho, no solo porque un intérprete necesita público, sino porque de ese escenario viven técnicos. Eso sí que es un drama. La industria que mejor salió parada es la editorial, sin duda alguna. También es verdad que hay reinvención, como en el cine, que se ha reinventado en las plataformas. Siempre digo que no sé si estamos cerrando un tiempo e inaugurando otro.

—¿Espera regresar a Venezuela?

—Tendría que haber vuelo primero, y tendría que conseguir pasaporte venezolano. No sé cómo hacerlo. Es como imposible. No tengo y necesito ir por temas técnicos. Pero las circunstancias son complicadas y, además, no hay vuelos. De momento creo que no. Es una pena, pero no.