Juan Carlos Chirinos terminó el primer manuscrito de Los cielos de curumo en el año 2000. Tenía unas 500 páginas. Casi 2 décadas después, el escritor venezolano publicó con el sello La huerta grande una versión terminada de aproximadamente 197 páginas.
Escribir otros libros, como las biografías de Francisco de Miranda o la de Alejandro Magno, llevó al autor a dejar reposar su cuarta novela. Intentó publicarla un par de veces con otras editoriales pero, quizás por suerte, como él mismo dice, no pasó.
Hasta que el año pasado su editora se interesó en revisarla y publicarla. El autor, que vive desde hace más de 30 años en España, cuenta que durante todo este período la novela fue sometida a varias correcciones para que llegara a su versión final.
En medio de una ciudad en la que cae una lluvia perenne mientras los zamuros siguen desde las alturas a los personajes, Chirinos cuenta la historia de cinco mujeres –Celestia, Iannis, Paula, Bárbara y Osiris– y la relación que tienen con el amor.
Una característica de la novela es el lenguaje. Como si fuera una epístola, está escrita en segunda persona y se siente cargada de metáforas. En ella se habla de una ciudad de paisaje gris, oscuro y desconcertante. Pero no es la capital venezolana de la actualidad sino la de la década de los noventa, cercana a la tragedia de Vargas.
“La Caracas de la que hablo está ahí como congelada, porque es de los años noventa. Puede que en la novela haya cosas que no están hoy día. Por ejemplo, hay un momento en que menciono la estatua de Balzac en el Ateneo, que ya no está”, revela el autor.
Chirinos compara los personajes de la historia con los venezolanos: les va a ocurrir algo terrible que no se esperan. “Se les va a echar encima un vainón y no lo ven venir. Creo que los venezolanos hemos vivido durante mucho tiempo en una irresponsable adolescencia, en la que pensamos que todo es chévere, que todo sale bien, pero no todo va a salir bien si no te preocupas por eso”.
—¿Tuvo que eliminar muchos personajes de la novela durante las correcciones?
—Sí. Entre las historias de amor había una en particular en la que estaba involucrado un médico que mantenía una relación con la protagonista. En un momento de la corrección de la novela, el personaje dejó de tener sentido, y la historia de él era larga. Son los procesos que sufre una novela, y que siempre generan esos daños colaterales sobre actores o acciones.
—La mayoría de las reseñas de la novela hablan de un ambiente apocalíptico, devastador. Y desde el primer capítulo se nota la tensión, a pesar de que la historia es de amor.
—Es una novela de amor contemporáneo, pero está ambientada en una Caracas entre comillas apocalíptica y en la que llueve mucho.
—¿Por qué la lluvia?
—En estos días estaba pensando cuál era el germen originario de la novela y recordé una imagen que se me quedó grabada hace mucho tiempo. Para el 29 de julio de 1977 había una profecía que decía que la ciudad se iba a abrir por la mitad y que el mar Caribe la iba a engullir. En esa época esa profecía causó mucha inquietud. Justo ese día, 29 de julio, yo estaba saliendo a Caracas desde Valera con mi hermana y mi papá para hacer un crucero. Mi mamá no quería que fuéramos porque se supone que al día siguiente iba a destruirse la ciudad, pero mi papá, por supuesto, no le hizo caso a la profecía. Entonces llegamos a La Guaira y no pasó nada. Pero la imagen se me quedó grabada en el subconsciente. Esas son cosas que se quedan ahí y de la que me di cuenta a posteriori. Uno después se da cuenta de que son elementos que están allí, pero no piensas en ellos sino hasta mucho después. Son motores que te llevan a lo que vas a escribir.
Otro reto que me impuse como escritor fue escribir desde el punto de vista de las mujeres. En todos estos años he preguntado a mis amigas y mujeres cercanas sobre elementos y detalles acerca de cómo actúan ellas, cómo caminan, cómo comen. Entonces las protagonistas de la novela son cinco mujeres distintas. Cada una de ellas tiene una manera diferente de amar y de amar al mundo y son el hilo conductor de la historia.
—En su novela anterior, Gemelas, habla también de un ambiente que parece apocalíptico, raro, inesperado. ¿Tiene un gran interés por lo terrorífico?
—Fíjate que esa novela, desde el punto de vista del escritor, es posterior a Los cielos de curumo. En cuanto a la publicación, Gemelas es anterior. Creo que si lo apocalíptico surge tanto es porque me gusta, no voy a negar la evidencia. Hay una historia en mi primer libro de cuentos, Leerse los gatos, que es apocalíptico. Se llama “El ángel de la trompeta”. Habla sobre el ángel que al final del Apocalipsis toca la trompeta.
—¿Qué tanto hay de realismo mágico en Los cielos de curumo?
—Miguel Gomes lo comentó en un artículo. Me pareció interesantísimo que resaltara que podría haber realismo mágico tanto en mi novela como en La ola detenida, de Juan Carlos Méndez Guédez. Él dice que Méndez Guédez y yo rescatamos el realismo mágico para usarlo en nuestra propia literatura. Me parece interesante porque yo creo que el realismo mágico tiene mucho que ver con cómo dices las cosas. Yo lo concibo así. No tiene que ver con el exotismo sino con la interpretación lingüística de la realidad. Así fue como lo entendí yo. Quizás estoy leyendo mal a Miguel Gomes, porque la verdad es que su erudición es extraordinariamente apabullante y fascinante al mismo tiempo. Pero, claro, quizás haya el riesgo de que fuera de las fronteras latinoamericanas se piense que mi novela o la de Méndez Guédez sea una especie de neorrealismo a la manera de García Márquez e Isabel Allende. Y no es lo que dice Gomes. Son cosas distintas.
—Los curumos, o zamuros, son la gran metáfora de la historia. Escoltan un país que se descompone. ¿No le parece una imagen dura?
—Originalmente no era una imagen dura. Cuando hablo de un zamuro no hablo de un animal despreciable, sino de un animal al que le tengo mucho afecto y admiración, porque los zamuros, como gran parte de las aves carroñeras, tienen una visión extraordinaria. La idea original era que el zamuro o curumo representara un poco lo que hace John Dos Passos en Manhattan Transfer, donde se muestra a Nueva York como una gran ciudad de un solo golpe, pero al mismo tiempo sigue a los personajes uno detrás de otro. Eso es lo que hacen los zamuros, seguir a los personajes. Claro que hay una metáfora necrofílica que tiene que ver con que son animales carroñeros que comen lo que está muerto. Y claro que es inevitable hacer la analogía con la putrefacción del país y la ciudad en relación con el zamuro. Pero no es todo lo que perseguía.
—Un tema del que habla en Los cielos de curumo es la división, a pesar de la cercanía, entre la ciudad y los pueblos. Lo vemos en las fronteras que aparecen en la novela entre Cúa y Caracas. ¿Cree que la gente que vive en la ciudad es indiferente?
—En la época en que yo viví en Caracas, ir a pueblos cercanos como Cúa era como estar en el interior del país. Era un lugar completamente distinto, pues había un “desarrollo” diferente. Eso siempre me llamó la atención. Por eso uno de los personajes está en Cúa: es un pueblo que está cerca de Caracas al que llegabas en un carrito por puesto que se agarraba en el Nuevo Circo. Era como estar en un pueblo del llano o Los Andes. Yo fui muy feliz en Caracas, es una ciudad maravillosa. Pero tiene o tenía el defecto de las capitales, que es ser egocéntrica. No se concebía que Venezuela era más grande que Caracas.
—Ya ha pasado más de un año desde que estuvo en Venezuela. ¿Cómo ve al país ahora?
—Me cuentan que la cosa está peor que antes. Yo no puedo tener una opinión de político o futurólogo sino la opinión de un ciudadano normal y corriente que tiene información igual que todo el mundo. Lo que puedo pedir como ciudadano es que cese esta locura. Tiene que haber alguna solución, ¿o están haciendo un genocidio en cámara lenta?
—Hay autores que ha criticado abiertamente. Hace unos días fue Enrique Vila-Matas y un poco antes a Moisés Naím. ¿Dentro del universo literario, qué es lo que no le gusta? ¿Qué cree que podría afectar la buena literatura?
—Yo dejé de leer a Vila-Matas hace mucho tiempo por una cosa muy sencilla. Quizás no es por su culpa, es por mi propia configuración de lector. Lo dejé de leer porque me aburrí. Y estoy en mi pleno derecho de lector de leer lo que me dé la gana. Desde el 18 de noviembre de 1992, cuando recibí mi título de licenciado en Letras, he leído lo que me da la gana. Lo de Naím no tiene que ver con Vila-Matas. Él no es novelista. Publicó una novela porque es Naím y es famoso. Pero está mal redactada. No sabe escribir como novelista. Pero es que, por ejemplo, uno de mis ideólogos de vida, del que prohíbo hablar mal, es José Luis Perales. Hace como tres años él publicó una novela y un amigo me la regaló. Y era una novela tan mala, tan mal escrita, y yo he llorado a lágrima suelta escuchando a Perales. Zapatero a su zapato. Esto es un oficio que da mucho trabajo.
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