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Isabel Allende: Los migrantes venezolanos no se merecen el trato que les están dando

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Nunca como en los últimos 16 meses Isabel Allende asegura haber sido tan productiva: publicó su más reciente novela, Mujeres del alma mía; escribió Violeta, que saldrá al mercado en enero y le da forma a otra novela. Fueron muchos los días que pasó encerrada en el ático de su pequeña casa en San Francisco, Estados Unidos, un espacio que describe como su universo. Pero también estos últimos 16 meses de pandemia han sido para la escritora viva más leída del mundo en lengua española de mucho aprendizaje: ella, tan impaciente, aprendió a tener paciencia, a ser más tolerante, a decir que no; entendió que necesita muy poco de lo que tiene para vivir, se ha desprendido de muchas cosas y, sobre todo, respeta mucho más a Roger Cukras, el hombre del que se enamoró a los 75 años de edad –cumple 79 hoy– y con el que se casó en 2019. «En esta casa tan chica, donde no estábamos preparadas ni ella ni yo para recibir a un compañero, andábamos pisándonos los talones durante la pandemia», recuerda la escritora chilena. Esa sensación de urgencia con la que vive este nuevo amor, su tercer matrimonio, la alejan de discusiones tontas, de celos, de todo aquello que ensucia una relación y que no se tiene claro, admite, sino con el paso de los años.

En marzo la sorprendió ver su historia en televisión: HBO MAX estrenó en Estados Unidos Isabel, una miniserie de tres capítulos dirigida por Rodrigo Bazaes, protagonizada por Daniela Ramírez y Néstor Cantillana, que Amazon Prime presentó en Latinoamérica en junio. Una historia que emocionó mucho a la novelista chilena que se refugió en Venezuela cuando huyó con su primer esposo, Miguel Frías, y sus dos hijos, Paula y Nicolás, de la dictadura de Augusto Pinochet. Confiesa que no pudo ver las escenas que recrean los días en los que estuvo internada en un hospital de Madrid cuidando a Paula, quien murió a los 28 años de edad; le avergonzó recordar el episodio en el que por amor dejó todo, incluidos sus hijos; y se conmovió al ver la interpretación de su abuelo Agustín, el hombre que marcó su existencia. «Yo solo le pedí a los productores que respetaran la vida privada de las personas que aparecen en la serie, mi exesposo, mis hijos, el marido de Paula. Y lo hicieron».

—Su vida es una suerte de libro abierto. Ha contado prácticamente todo en sus novelas y ahora en una serie de televisión. ¿Hay algo que se reserve? ¿Algo que no se sepa de Isabel Allende?

—Me reservo cosas que no son secretos míos sino de otra gente. Lo mío no me importa contarlo porque yo no he hecho nada tan extraordinario que no haya hecho otra persona. Hay muchas cosas de las que me arrepiento, sin duda, pero ya las hice y puedo contarlas. Me arrepiento sobre todo de aquellas cosas con las cuales le hice daño a una o muchas personas, sin pensarlo, sin intención. Y eso sí me duele. Ahora, los secretos que tengo son los que no me pertenecen. Muchas veces me han preguntado si publicaré la correspondencia que tuve con mi madre. Y no, porque allí está toda la vida privada de ella, que ella no quería que fuera expuesta. Cuando hicieron la serie, no me pidieron permiso, porque como soy figura pública pues pueden hacer lo que les dé la gana. Además, todo estaba en las memorias. No podía pedir que no dijeran nada, porque todo está dicho. De hecho, les ofrecí ayuda con fotos, videos, entrevistas. Lo único que le pedí a la producción fue respeto para las otras personas que aparecen en la serie y que tienen vidas privadas, como el padre de mis hijos, el marido de mi hija Paula, mis hijos. Aquellos que todavía están vivos.

—¿La única condición que puso?

—No fue una condición. Digamos que se los pedí y fueron muy respetuosos.

—¿Quiso en algún momento ver su vida en pantalla?

—Me sorprendió. Pero hay que pensar en una memoria y luego en una cosa como una serie de televisión. Allí salen los momentos más interesantes, los más brillantes y los más dramáticos. Todos los grises del medio, que es la vida misma, se pierden. Mi vida parece más interesante de lo que es porque todo está muy seleccionado.

—¿Y qué opina de esa selección?

—No pensé en eso nunca. No es mi trabajo, no tuve nada que ver con ello. Pero el resultado me gustó.

—¿Qué sintió cuando vio por primera vez la serie? Comienza con el episodio más triste de su vida: la muerte de su hija Paula.

—Cuando hace poco me senté a verla en inglés con mi marido, porque primero se estrenó en Estados Unidos, no pude verla. Cuando apareció la escena con Paula dije: ‘Esto no lo puedo ver’. Mi hijo Nicolás tampoco pudo. Luego Roger (su esposo) la siguió viendo y cuando ya terminó la escena me dijo: ‘Ven, ya eso pasó’. Al final lloré cuando Paula muere.  Me emocionó mucho, pasé bastante bochorno con la parte del argentino, porque son cosas que uno hace durante la pasión de la juventud, pero ahora, a esta edad, me pregunto en qué estaba pensando en ese momento. Yo me enamoré perdidamente, pero dejar a los hijos, qué brutalidad. Los abandoné para irme a España con él.

—¿Se arrepiente?

—Por supuesto, porque hice sufrir a mis niños y costó muchos años que volvieran a recuperar la confianza en su mamá. Nunca me lo reprocharon porque no hablaban del tema, muchas veces yo quería ponerlo sobre la mesa pero ellos lo eludían. Pero hace ya algunos años, cuando Nicolás era un adulto y yo una vieja, le dije: ‘Nico, tenemos que hablar, tengo que pedirte perdón’. Me escuchó y me dijo: ‘Gracias, mamá, por decírmelo, necesitaba escucharlo’. 30 años más tarde.

—¿Usted se ha perdonado?

—Perdonarme o no, ya da lo mismo.

 —¿Cuando la vio completa qué pensó sobre esa mujer, sobre ese personaje que es Isabel Allende?

—Es mi vida, la conozco, pero hubo partes que fueron muy emocionantes, sobre todo las que incluyen a mi abuelo, el sótano de la casa, la primera infancia, la ausencia del padre, mi mamá. Eso, además de lo de Paula, fue lo que más me tocó porque lo había escrito, pero no lo había visto tan claramente y el actor que hace de mi abuelo es igual a él, le copió todo. No sé cómo lo hizo, porque no tenemos grabaciones de mi abuelo Agustín, pero la cadencia de la voz, el acento, la cosa socarrona de él está ahí, su manera de caminar.

—¿Recuerda mucho su infancia?

—Mucho. Eso viene constantemente en lo que escribo, es el fundamento, la tierra en la cual he plantado todos mis recuerdos. Son curiosamente esos primeros años en la casa de mi abuelo donde tuve una infancia muy poco feliz, una infancia de miedo, de abandono, de negligencia, con mi mamá enferma; una infancia que no quisiera volver a vivir ni un día, pero en esa tierra tan difícil está fundamentado todo lo que he escrito y hecho en mi vida. Y la voz de mi abuelo la tengo metida en mi cabeza constantemente. Es la voz de la conciencia para mí, pero es también la voz de un capataz, de un sargento, que siempre me dice ‘no puedes fallar’, ‘no te quejes’.

—Un año de serie, un año de libro: ¿trabajó mucho durante la pandemia?

—Trabajé mucho, pero no lo sentí como trabajo porque por primera vez en años no tengo que viajar, no tuve que hacer giras de libros, que me matan; dar conferencias ni ver a nadie. Estuve encerrada en el ático de mi casa, que es chiquita, de una sola habitación. Allí cierro la puerta y es mi pequeño universo. Estoy recién casada y compartimos este espacio, que no estaba programado para recibir a un compañero. Un señor mayor que tiene sus mañas, como yo, y dos perros. La vida durante esos 16 meses fue para mí de mucha preocupación, por supuesto, porque tengo una fundación en la que trabajo con migrantes, gente que la está pasando pésimo. Pero en lo personal pude escribir Mujeres del alma mía; también otra novela, Violeta, que saldrá a la venta en enero, y ahora estoy escribiendo otra. Nunca antes había sido yo tan productiva.

—¿Y cómo es enamorarse de nuevo a los 75 años? Eso que llamaría Fito Páez el amor después del amor…

—Igual que a la edad tuya, pero con una sensación de urgencia. No hay tiempo que perder, tenemos poco tiempo por delante. Roger y yo nos encontramos tarde, pero también sé que si nos hubiésemos encontrado antes no nos habríamos ni mirado, creo yo. Esto ha sido descubrir un amor tardío y vivirlo a plenitud. Miro el calendario y digo: ‘No me queda tanto tiempo’. No sabemos cuánto tiempo estaremos sanos y lúcidos, entonces hay que aprovecharlo. Ya tengo muy claro que no se puede perder el tiempo en peleas chicas, en celos, en intolerancia, en tantas cosas que ensucian una relación y que no lo tienes claro sino cuando tienes cierta edad.

—¿Es la relación que esperaba a esta edad?

—Es que yo no quería ninguna relación, yo estaba muy tranquila. Y vino el destino y me dio un guamazo. Me sacudió.

—¿Qué aprendió Isabel Allende durante la pandemia?

—Aprendí que ya tengo edad para decirle que no a un montón de cosas, a decirle que no a la gente que no me interesa, a no hacer favores a otros que para mí no significan nada, que me den plazos para hacer cosas. Yo tengo mis propios plazos y me los pongo yo. Todo eso lo aprendí en la pandemia. También aprendí a ser más paciente, porque soy muy impaciente. He sido tolerante y he aprendido a respetar a Roger, porque en esta casa tan chica andábamos pisándonos los talones. Ahora que lo pienso, aprendí muchas cosas. También entendí que para vivir necesito menos de lo que creí que necesitaba. Me he ido desprendiendo de cosas por hacer, de gente, de cosas de la casa. He aprendido a vivir con lo que uso, nada más. Regalé la mitad de todo lo que tenía en el clóset porque ya no lo estaba usando y no lo voy a usar nunca más. Tenía ropa que solo me pongo para estar en público, pero como pienso estar en público lo menos posible, para qué la quiero. Fue una limpieza total.

—La chilena migrante, que ha dicho que siempre será migrante, ¿cómo mira el éxodo venezolano?

—Con terror y con una pena infinita, porque son millones de venezolanos los que han dejado un país excepcional. En los años setenta, cuando llegué a Venezuela como refugiada huyendo de la dictadura de Pinochet en Chile, ya habían llegado miles y miles de inmigrantes del Cono Sur que buscaban asilo y de otras partes del mundo que buscaban oportunidades en una Venezuela que ofrecía mucho. Y ese país los recibió con los brazos abiertos. Ahora le toca a ustedes los venezolanos irse y en muchas partes no son recibidos como ustedes recibieron a personas de otros países. Vivimos una época en la que hay un sentimiento global antiinmigrantes. Me da una pena tremenda con los venezolanos. Solo espero que esto termine, que puedan volver a su país y que Venezuela comience a levantarse.

—¿Qué opina de la manera en la que el gobierno chileno está tratando la crisis migratoria venezolana?

—Yo estoy completamente en contra del gobierno que tenemos en este momento en Chile, un gobierno de ultraderecha que tiene una popularidad mínima y que ha cometido muchos errores en muchos aspectos. Sueño y rezo porque Venezuela vuelva a ser el país que fue. Porque no tenga que haber millones de venezolanos tratando de echar raíces en otras partes. Yo trabajo con refugiados, con organizaciones internacionales y americanas en la frontera entre México y Estados Unidos. Y el promedio de tiempo que un refugiado pasa fuera de su país es de 17 a 25 años. Si no vuelves pronto, ya no vuelves, porque pasan los años, lo hijos crecen en otras partes, y regresas a un país donde ya no tienes hueco. Tengo amigos venezolanos que adoro, de mi edad, que nunca van a volver, lo perdieron todo, y sus hijos y nietos ya no están en el país.

—¿Se deja de ser migrante en algún momento?

—Depende. Es diferente ser migrante que refugiado. El migrante es una persona que toma la decisión de irse, generalmente personas jóvenes que se van con la idea de echar raíces en otro lugar, es gente mirando siempre hacia adelante. El refugiado lo único que quiere es regresar, mira siempre hacia atrás, vive del recuerdo, de la nostalgia. Cuando llegué a Venezuela como refugiada, me demoré cuatro o cinco años en finalmente entender y decir: ‘Por ahora, este es mi país’. Siempre estaba con la maleta hecha, lista para volver cuando hubiera democracia en Chile. Y cuando la hubo ya estaba instalada en Estados Unidos, trayendo a mis hijos. Habían pasado 17 años.

—¿Qué es lo primero que se le viene a la mente cuando escucha la palabra Venezuela?

—La alegría de la gente, la manera de hablar, el chiste, esos chistes políticamente incorrectos que no puedes decir en Estados Unidos, ese humor generoso, porque el chileno es un humor cruel, está hecho de ironía. El humor que recuerdo de los venezolanos no tenía crueldad. Es reírse porque la vida es alegre. Pienso también en la música, recuerdo mucho los villancicos de Navidad, y eso que no soy una persona que ponga arbolito ni Santa Claus. También recuerdo mucho las hallacas. Una época muy linda esa para ustedes, donde todo era hermoso.

—El año que viene cumplirá 80 años. ¿Cómo lleva el paso del tiempo?

—Soy feliz, me acabo de hacer mi chequeo anual que se pospuso por la pandemia y me comentó mi doctora que estoy perfecta. Mi mamá decía que si te despiertas en la mañana y no te duele nada es porque estás muerta. Entonces, estaré muerta porque a mí no me duele nada. ¿Cuánto más me durará esto? No lo sé, pero lo que me dure lo voy a gozar.

—¿Le teme a la muerte?

—A la muerte no, a la decrepitud sí. Mucho. Como todo en el universo, el cuerpo se gasta, se deteriora, muere. Mis padres vivieron largo, mi mamá murió cuanto tenía 98 años y mi padrastro 102. Y los vi en los últimos años totalmente dependientes, como unos bebés. Mi mamá lúcida, pero el cuerpo no le respondía. Había que hacerle todo. Mi padrastro, en cambio, perdió la cabeza. Se convirtió en un niño pesado, ya uno no quería estar con él. Un hombre que había sido una fuerza de la naturaleza, de esos machos que dan susto, convertido en un bebé. Fue una cosa muy triste.

—¿Qué capítulo de su vida borraría?

—La época desde el golpe militar en Chile, los primeros años en Venezuela, hasta que volví después de la aventura con el argentino. Estaba en mis 30 y fue una época de mucha confusión. Y, por supuesto, jamás quisiera haber vivido lo de Paulita.

—¿Cómo se aprende a vivir con el dolor?

—El tiempo te ayuda a vivir con el dolor, pero se queda siempre debajo de la piel. Es un dolor dulce, como la ternura, que es entre triste y dulce. Me asalta en algunos momentos ferozmente. Por ejemplo, voy distraída por la calle y va caminando delante de mí una niña flaca, con un jean, camisa blanca y una cola de caballo que se va moviendo. Y digo: ‘Esa es Paula’, y siento que no puedo respirar. Pero es cortito. O cuando me termino de bañar y miro su foto. Recuerdo cuando la bañaba, cuando la secaba mientras estaba en coma. Pero vivo con eso bien. En los últimos 30 años no paro de recibir cartas desde que Paula murió de gente que también ha perdido a alguien, de gente que se ha divorciado, que tiene un hijo enfermo y me cuenta sus cosas. Esa sensación de que lo que vivo está compartido por una masa inmensa de gente no es un consuelo, pero es una realidad.

—¿Cómo se lleva eso de ser la escritora viva de lengua española más leída del mundo? ¿Ha condicionado su carrera?

—Eso no significa nada en tu vida privada. Eso pasa en un círculo externo. No cuento mis libros, de vez en cuando me llama mi editora y me habla de esos millones que se han vendido. Pero eso no significa nada. Gano plata, sí. Y la mayor parte de eso va a mi fundación porque, como dije, ya no quiero más de lo que necesito, de lo que uso. Una vez que terminé de darle una vejez espléndida a mis padres, de educar a mis tres nietos y que terminaran la universidad sin deudas, qué más necesito. Estoy sana, puedo lavar platos. Lo que sí no hago es pasar la aspiradora, limpiar vidrios y hacer las compras. De esto último se encarga Roger. Me gusta arreglar las flores, pero todo lo demás de la casa es una ladilla.

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