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El intelectual y la sombra (versión larga)

Cuentista, novelista, articulista, compilador y animador cultural venezolano, Antonio López Ortega (1957) acaba de publicar “Diario de sombra: extractos 2004-2005” (Editorial El Estilete, Caracas, 2017), primera entrega de su obra diarística 

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Además de la común gravitación de la narrativa y la poesía hacia una imaginería de nocturnidad, violencia o deterioro, la literatura venezolana de entre siglos se ha caracterizado por el florecimiento de géneros argumentativos –quizá sería preferible llamarlos miméticos, como lo hacen algunos teóricos– vinculados entre sí por el predominio de inquietudes políticas o sociales. Un ensayismo de nuevo absorbido por el cuestionamiento de lo nacional, en efecto, ha sido el sello distintivo de los últimos lustros –piénsese en títulos memorables de Miguel Ángel Campos, Gisela Kozak, Ana Teresa Torres, Juan Carlos Chirinos, todos ellos laborando al margen de los estudios o monografías dependientes de disciplinas universitarias–. El éxito de uno de los más ubicuos subgéneros históricos del ensayo, la crónica periodística, viene marcado por la misma efervescencia –no podrían soslayarse nombres como los de Ibsen Martínez, Alberto Barrera Tyszka o Antonio López Ortega–. Y es oportuno destacar un resurgimiento de tipos discursivos también afines al ensayo, aunque articulados de modo explícito alrededor del quehacer autobiográfico.

Alejandro Oliveros, Ana Teresa Torres, Rafael Castillo Zapata, Ricardo Ramírez Requena, Mario Morenza, entre otros, han ido publicando en volúmenes o en la prensa periódica obras memorialistas y, a la vez, introspectivas que, si bien conservan la amplitud de materias o registros propia de una anatomía de la experiencia, no dejan de albergar ecos, siquiera soterrados, de la circunstancia colectiva. Sublimado o suprimido el referente exterior, oblicuo o no, el repliegue en la interioridad parece relacionarse con la decadencia generalizada, particularmente porque la memoria comunitaria ha sido una de las primeras víctimas de los estragos y la escisión; el rescate de la memoria individual se ofrece, así, como bastión de resistencia, y más si consideramos que, con su discreta minoridad, nace compensando el improvisado totalitarismo tropical en cuyo seno, exento de doctrinas coherentes, el gran yo del caudillo se hipostasia.

Con Diario de sombra: extractos 2004-2005 (Caracas: El Estilete, 2017) Antonio López Ortega se agrega a este grupo de escritores, solo que, en su caso, el diálogo entre la coyuntura nacional y la construcción del sujeto vertebra, sin rodeos, la expresión. Se trata de entradas escogidas de una obra aún inédita y en marcha; la selección se concentra en el examen de diversas reacciones de los intelectuales ante las abruptas alteraciones del campo cultural venezolano contemporáneo, lo cual da pie a una fragmentaria, muy idiosincrásica, meditación sobre la condición del artista o el literato en un medio progresivamente tomado por el autoritarismo –y mi vocabulario no es accidental, puesto que López Ortega trae a colación uno de los cuentos emblemáticos de Julio Cortázar, “Casa tomada”, escrito cuando Argentina experimentaba el auge del populismo peronista, de similar origen cuartelario (4/5/2005)–.

Pese a que este diario rehúya los métodos rígidos de las ciencias sociales, la imagen que poco a poco sugiere del intelectual se corresponde casi a la perfección con la que sociólogos o críticos culturales como Pierre Bourdieu o Tom Conner ofrecen: un individuo que reclama justicia en asuntos públicos esgrimiendo un prestigio desvinculado de funciones o cargos políticos, militares o administrativos, y cuyo antecedente más reconocido internacionalmente es el Émile Zola que intervino en el affaire Dreyfus con la sola autoridad simbólica que su carrera de escritor le garantizaba. Si por una parte López Ortega admira a quienes han vencido la tentación acomodaticia de mantenerse amparados por un Estado hasta hace poco aún provisto de abundantes recursos, por otra parte, dedica páginas insustituibles a rememorar cómo algunos escritores se acogen a superficiales cambios de actitud sin prescindir, por ello, del viejo patronato del Gobierno: farsa revolucionaria en la que se prolongan los malos hábitos del agente cultural de la “Cuarta República”. El intelectual pierde su condición crítica y autónoma, degenerando en leal funcionario y cómplice. Un instante crucial de estos señalamientos se halla en la evocación de las preguntas formuladas por Susan Sontag a Gabriel García Márquez en la Feria del Libro de Bogotá de 2003 (29/12/2004). La estadounidense, censurando los silencios inexplicables de los círculos pensantes ante la tiranía, resaltó la inconsistencia del colombiano al condenar la pena de muerte y continuar respaldando el régimen cubano, que acababa de fusilar a tres disidentes. La única respuesta que recibió Sontag fue tan inconsecuente como el mutismo previo, ya que García Márquez sostuvo que había salvado con gestiones privadas a otros sentenciados a muerte del castrismo: o sea, reconoció la arbitrariedad de la pena, pero se abstuvo de denunciarla abiertamente por el provecho que había estado sacando en el mercado de bienes simbólicos como simpatizante de la Revolución.

Intelectualidad y poder son las nociones básicas que dinamizan esta entrega del Diario de sombra. Pero el tejido creador resulta más intrincado, superponiendo varios planos: al anterior, se suma una visión panorámica, a veces dolida, de los avatares de Venezuela –con cada una de las puertas que han ido cerrándosele como país, pero igualmente con las que todavía le quedan abiertas–. No menos, se añade una descripción tesonera de los conflictos de quien escribe y piensa en un tiempo y un espacio específicos sin intenciones de olvidar el rico depósito de estructuras afectivas latentes en la esfera privada.

Hay en toda la obra de López Ortega una raíz diarística. Desde sus primeros libros, el diario, las epístolas y otros géneros de lo velado o familiar se supeditan al imperativo de la ficción. Aquí, esa fascinación por el autoanálisis se combina contrapuntísticamente con otras formas literarias. El gesto materializa un deseo que el hablante autobiográfico esboza a cierta altura:

“La voz interior: pescarla a como dé lugar, descubrir su intimidad, rehallarla en medio del todo. No el pensamiento (que fluye y nunca calla), tampoco la consciencia (ese arroyo al que se refiere la tradición inglesa), sino la voz interior. Una gema que cristaliza pasado y presente, biografía e historia colectiva, lengua materna y lengua compartida con tus semejantes. Que no se acalle (nunca), que acuda a ti viva (o que recurras tú a ella en los momentos más extremos, más inexplicables, de mayor acoso)”. (10/8/2005).

El intimismo se manifiesta en este libro gracias al relato de viajes pormenorizado entre Caracas, Margarita y Europa, con el contraste de impresiones que suscita; también, por la impronta anímica o imaginativa de ciertas lecturas en el yo; y, especialmente, debido al trance deprimente de ver amistades malograrse por muchos años de una polarización política que pone a individuos, antes respetables, a adorar al hombre fuerte. En ese punto, desde luego, lo privado fluye hacia lo público y se erige en testimonio de cómo el fanatismo ha asolado las relaciones humanas, produciendo ruinas de tanta magnitud como las verificables en la economía o la infraestructura –bastaría echar un vistazo a las entradas del 24 y el 31 de enero de 2005 o la del 12 de abril del mismo año–.

Entre los aprovechamientos de otras formas a los que aludo se incluye la súbita conversión del diario en archivo. Varias páginas, concretamente, se dedican a la transcripción de textos que pasan, de este modo, a ser documentos, con más capacidad instrumental que la que tendrían si fuesen objeto solo de cita fugaz o paráfrasis. López Ortega prefiere no subsumirlos en su discurso, sino darles una otredad que trascienda su función probatoria. En otras palabras, los extensos párrafos tomados de Julián Marías –sobre los elementos que aceleraron las divisiones de la Guerra Civil Española (29/11/2004)–; de Fernando Yurman –sobre las paradojas políticas de Leopoldo Lugones, encarnadas incluso en sus tragedias familiares (12/12/2004)–; de Susan Sontag –ya lo he recordado: sobre la hipocresía de ciertos intelectuales (24/12/2004)–; de Miguel Ángel Campos –sobre la fascinación por el poder o la barbarie entre las élites cultas venezolanas (7/2/2004)–; de Marcos Aguinis –sobre los mecanismos secretos del populismo (6/8/2005)–; o de Fernando Rodríguez –sobre el efecto de las políticas culturales chavistas entre escritores y universitarios (20/8/2005)– equivalen a una cuidadosa antología que nos permite percibir lo que ha ocurrido en Venezuela no desde el diarista, sino con el diarista. Dejamos de ser sus pasivos receptores y participamos en su búsqueda de sentido.

Otra modulación formal de este diario se constata hacia los terrenos del ensayo, lo que no habría de extrañarnos si recordamos que este género, desde Montaigne, ha sido de los más propensos al ejercicio de la autobiografía mental; ello, por tratarse de una escritura argumentativa que exige el protagonismo del sujeto, en contraposición a los discursos científicos, cientificistas o periodísticos que se esfuerzan en elidirlo en aras de una objetividad idealizada. Pasajes enteros de Diario de sombra funcionan como densas meditaciones nutridas o mediadas, sin embargo, por la vivencia, no importa que el tema sea artístico –la tergiversación del legado de Duchamp en el arte francés contemporáneo (29/11/2004); la llegada de un reconocimiento internacional a Eugenio Montejo (27/11/2004)– o que sea político –el neomilitarismo latinoamericano (20/12/2004); las democracias desmanteladas desde sus entrañas mismas (24/3/2005); el cariz decimonónico del chavismo (24/3/2005)–.

Tampoco faltan las aproximaciones a la crónica periodística, esperables de un registro del día a día –el carácter siniestro de figuras del Gobierno (12/12/2004); la devastación causada por maremotos en Asia (30/12/2004); la teatral agenda del Presidente (3/1/2005)–. Quiero recalcar, no obstante, algo más característico de la trayectoria de López Ortega que delicadamente persevera en estas páginas, su inclinación a lo lírico, con renglones para nada ajenos al poema en prosa:

“Te gusta caminar con los pies descalzos, advirtiendo algún rocío entre tus dedos. Te gusta revisar planta por planta, y descubrir algún progreso. Descubrir, por ejemplo, un retoño en una mata que creías muerta, o una plaga que te asusta y te obliga a ingeniarte remedios. Hay langostas viajeras, tan hermosas como letales, que vienen a buscar las hojas del almendrón. Las ves mascando con lentitud real, como si la vegetación del universo estuviera concebida para saciar sus entrañas. Son criaturas infernales –qué duda cabe– y tú las disfrutas en su parsimonia” (30/7/2005).

Momentos como este, no escasos, nos hablan de una vida que no se agota en los desafíos sociales. Esperanzadores, insinúan herramientas para sortear una realidad tenebrosa: la energía de quien ansía perdurar, no dejarse amedrentar o paralizar, proviene de la sutil conciliación de contrarios que se avizora entre líneas, de la voluntad de encontrar bellezas en lo ominoso, renacimientos en lo muerto. La minucia de tal rastreo –“planta por planta”– corrobora la pertenencia de este diario a la poética que desde hace décadas desarrolla su autor, movilizada por una intimidad donde el universo acaba por concedernos sus claves esenciales.

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