Cada aniversario redondo de aquel hito que fue Friends para la televisión mundial nos obliga a una nueva reflexión. Hoy se cumplen treinta años desde su estreno en los Estados Unidos, el 22 de septiembre de 1994, y ya en mayo se habían cumplido veinte desde el último episodio, emitido en 2004. “Cómo pasa el tiempo”, podría ser la muletilla que nos libere de un discurso trillado o algo pomposo después de tantos otros que pasaron en todos estos aniversarios transcurridos. Pero este año es distinto. Matthew Perry ya no está, y el halo de su muerte –a los 54 años, el 28 de octubre de 2023– parece haber envuelto a todo el elenco, a los fans; haber motivado una mirada más profunda sobre el fenómeno de la serie, su éxito y vigencia, y también haber derramado esa nostalgia en una oportuna mirada retrospectiva ¿Qué nos dejó Friends? ¿Qué implicó para la televisión como medio, para la comedia como género, y también para los espectadores partícipes de un ritual compartido, volver a ver los episodios, repetir las frases, recordar los momentos?
Según una reciente publicación en US Weekly, la muerte de Perry ha unido al grupo de actores más que nunca, quienes ya compartían una amistad inusual para el medio en el que se mueven, para el éxito arrollador que compartieron. “Ya en los 90 era extraño que formando parte de la vorágine de un éxito como Friends hablaran en serio cuando afirmaban que eran tan cercanos fuera de la pantalla como dentro de ella”, publicaba hace unos meses el semanario.
“Sin embargo, la idea de tener una reunión o un encuentro formal sin Matthew resulta agridulce”, fue la síntesis de la experiencia de mayo pasado cuando conmemoraron el 20º aniversario del final de la serie que marcó un récord de audiencia: 52,5 millones de espectadores sintonizaron el evento aquel 6 de mayo de 2004. Ahora llega un nuevo aniversario y eventos oficiales se preparan: una subasta de memorabilia es quizás el evento más anunciado, pero también habrá especiales en la televisión estadounidense, recordatorios en homenaje a Perry, una nueva evocación de la valía del programa treinta años después.
En ese sentido, una pregunta se repite: ¿qué significó Friends en la televisión de los 90 y porqué logró mantenerse vigente a lo largo de todos estos años? No es una pregunta sencilla de responder porque son muchos los factores que medir para dar una respuesta. El primero refiere a un momento particular de la comedia, no solo en la televisión sino sobre todo en el cine. Los años 90 fueron clave para la reinvención del género, y desde el hito de Rob Reiner en 1989 con Cuando Harry conoció a Sally, escrita con inteligencia y calidez por Nora Ephron, las fronteras entre el amor y la amistad comenzaron a dibujar el corazón de la nueva comedia.
Después llegaron Mujer bonita, Sintonía de amor, Tienes un email, La boda de mi mejor amigo, una lista larga de comedias románticas, con sus actores y actrices, que forjaron una década de oro para un género que había transitado vicisitudes en el cine, desde la screwball comedy en los 30, las comedias de alcoba más conservadoras con Doris Day y Rock Hudson en los 60, el revival de la comedia física con Jerry Lewis y Peter Sellers, la comedia neurótica de los 70 con Woody Allen a la cabeza. ¿Hacia dónde iba el género en su fuerte desembarque en la televisión en esos años?
En realidad muchos directores que lustraron la comedia en los 90 venían de la televisión: Reiner, Carl y Rob Reiner, Gary y Penny Marshall, Barry Levinson, Ron Howard. Fue esa moderna agilidad la que supieron reinventar los creadores David Crane y Marta Kauffman en Friends: una ficción que no dependía de la historia y el conflicto sino de los personajes y las situaciones que compartían.
La clave estaba en la gestación de un mundo compartido, de una amistad que nacía con la llegada de Rachel a esa Manhattan tan distinta a la ciudad de su crianza, y las nuevas amistades y amores que se diseñaban alrededor de los tiempos y espacios compartidos. La ciudad de Nueva York, el café Central Perk, los departamentos contiguos, un escenario que trascendía los límites del set para entrar en las casas y en las emociones de quienes estábamos ahí sentados, riendo y escuchando las anécdotas como ellos.
Friends fue el mejor termómetro de esa era de madurez de la sitcom o comedia de situación, que parecía haber puesto a punto su formato ya en los 70 cuando esos directores que luego brillaron en el cine de los 80 se habían formado. Carl Reiner y El show de Dick Van Dyke, Gary Marshall y Happy Days -con un jovencísimo Ron Howard como actor-, Rob Reiner y Todo en familia. Pero como se puede desprender de los títulos, las historias versaban sobre las familias atípicas y los dislates matrimoniales, historias de crecimiento y educación sentimental juvenil, relatos de aprendizaje y comedia.
Los 90 parecían exigir una mirada más adulta, quizás permeada por la vorágine citadina que podía ofrecer Nueva York, la competencia laboral de la era yuppie -que daba lugar a personajes atormentados por el trabajo como Chandler, o escapistas del sistema como Phoebe-, asentada una amistad que ofrecía contención frente a la crisis de la familia tradicional y sus presiones. Además, se ofrecía una idea de pareja que sacudía el ideal del amor romántico en virtud de un compañerismo nunca exento de desacuerdos y frecuentes malentendidos.
De hecho, en esa gran bisagra que fue el último momento clásico de la televisión, antes de la burbuja cinematográfica en la que estamos ahora -con grandes producciones, estructuras narrativas complejas, variados conflictos, mixtura de géneros-, todo era más simple. Una sitcom se estructuraba alrededor de argumentos simples y directos, concentrados en la pintura de los personajes que se construían a lo largo de los episodios, con diálogos que eran las verdaderas estrellas, con las manías repetidas, el guiño esperado.
La repetición de ciertas frases o el uso de pocos decorados era una virtud, una condición del apego a ese universo, al que se esperaba una vez por semana, en el mismo horario, con el perfecto placer de un ambiente confortable. La experiencia de esa televisión que los 2000 dejaron atrás era representativa de una forma de consumo cultural, algo que series tan distintas como Seinfield o Mad About You podían compartir. Pero Friends tuvo algo más. Algo más que esos 24 episodios en temporadas de nueve meses de esa “vieja televisión”, que el ritmo acelerado del relato y los decorados de cartón piedra. Algo más, ciertamente, que esos aires cinematográficos que vinieron después.
Seis amigos, treinta años después
Friends tuvo sus personajes entrañables, Ross (David Schwimmer), Rachel (Jennifer Aniston), Phoebe (Lisa Kudrow), Mónica (Courteney Cox), Chandler (Matthew Perry) y Joey (Matt LeBlanc). Pero también los secundarios que asomaban con astucia como en una película de Billy Wilder. Eran todos arquetipos: Ross era el paleontólogo excéntrico, un poco como Cary Grant en La adorable revoltosa; Rachel, la princesa reacia a un baño de humildad; Mónica, la maniática obsesiva; Chandler, el inseguro; Joey, el actor cabeza hueca y mujeriego; Phoebe, la bohemia que vivía en las nubes. Sin embargo, todos estaban habitados por una humanidad única, que les daba a sus frases recurrentes, a sus gestos repetidos, una identidad reconocible, perdurable. La pregunta obligada fue y sigue siendo: ¿los actores eran capaces de emanar en solitario aquella singularidad que conquistaron en la serie que los hizo famosos?
Lo cierto es que todos siguieron sus caminos después del éxito, pero Friends siempre terminó siendo la referencia obligada cada vez que su nombre aparecía en los titulares de la prensa. Jennifer Aniston fue la que conquistó más fama y exposición, la que pasó enseguida de la televisión al cine pero con un pasaje que fue de ida y vuelta: mientras Friends estaba en el aire protagonizó excelentes comedias como Enredos de oficina (1999) y Una buena chica (2002), luego trabajó con directores como Rob Reiner en Dicen por ahí… (2005) y Nicole Holofcener en Amigos con dinero (2006), y en el último tiempo osciló entre la saga Cómo acabar con tu jefe y las parodias criminales de Netflix junto a Adam Sandler (Misterio a bordo, Misterio a la vista), hasta regresar al éxito televisivo con la serie The Morning Show (disponible en Apple TV), por la que fue nominada por tercera vez sin conseguir la estatuilla que sí le había dado Friends (allí comparte elenco con Reese Witherspoon, que fue la hermana menor insoportable de su Rachel Green en la ficción).
Las otras actrices tuvieron un perfil más bajo: Courteney Cox se lució en la saga Scream, a la que volvió en el reciente revival de Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett (Scream 5 está disponible en Movistar Play, y Scream 6 en Disney+ y Paramount+), protagonizó con éxito en la sitcom tardía Cougar Town, y el año pasado se despidió de la serie Shining Vale (disponible en Movistar Play), donde exploraba el terror desde las visiones de una poseída.
Lisa Kudrow siempre permaneció en su registro de comedia, llevando el aura de Phoebe a todos sus personajes, desde su protagónico en Web Therapy, hasta sus participaciones en éxitos como The Good Place y Grace y Frankie, pasando por las excelentes series británicas en las que conquistó un lugar propio como Feel Good (disponible en Netflix) y la última creación de Taika Waititi inspirada en el universo de los Monty Python, Time Bandits (disponible en Apple TV).
David Schwimmer se decantó por el cine indie, combinando pequeños papeles en películas como The Iceman (2012) junto a Michael Shannon, o La lavandería (2019), bajo el comando de Steven Soderbergh, con el reciente protagónico en Little Death (2024), en la que interpreta a un cineasta al borde de un ataque de nervios. Lo que sigue para él es la segunda temporada de la serie Escalofríos, proyectada para comienzos del año próximo en Disney+.
Matt LeBlanc probó suerte con un spin-off de Joey Tribbiani en Los Ángeles en Joey, que duró apenas dos temporadas, y luego de incursionar en cine en la primera saga cinematográfica de Los Ángeles de Charlie junto al trío de Cameron Díaz, Drew Barrymore y Lucy Liu, recaló en la CBS con la sitcom Matt With a Plan (disponible en Movistar Play). La carrera de Matthew Perry estuvo signada por sus vaivenes emocionales, su adicción a las drogas, su intento persistente de recuperación y un desenlace trágico el año pasado. Lo último que realizó fue la interpretación de Ted Kennedy para la miniserie The Kennedy After Camelot (2017), junto a Katie Holmes. La permanencia de los actores en la memoria del público siempre fue a través de Friends, pese a todo. Los aniversarios, los especiales como el de pospandemia en 2021 (Friends: The Reunion), la nostalgia sobre aquello que compartieron.
Porque Friends consiguió su lugar en la televisión y en el recuerdo de los espectadores también por el preciso equilibrio de sus ingredientes: las idas y vueltas de las parejas de la comedia de rematrimonio, la velocidad en las conversaciones de la screwball comedy, la slapstick de la comedia física, la emoción de la comedia humanista, algo del grotesco de la comedia escatológica que inauguró Jerry Lewis y perfeccionaron los Farrelly, ráfagas del nonsense en esas frases que todavía nos hacen reír en solitario. Tuvo sentido de la oportunidad para integrarse a su época y, al mismo tiempo, audacia para transgredirla, para empujar esa comedia de jóvenes buscando su destino a una dinámica aceitada, armónica, donde no faltaba ni sobraba nada.
Parece fácil decirlo hoy. Que el mérito de una serie que ha sobrevivido al tiempo y no ha agotado su vigencia es la efectividad de su fórmula, la química entre sus actores, el estado de gracia de su escritura. Pero también es impensable repetirla, porque los tiempos y los consumos culturales han cambiado, porque la televisión transita otros caminos, con sus virtudes y sus agotamientos. O porque los espectadores ya no demandan en la ficción ese espejo posible de sus problemas, de sus dilemas irresueltos, de sus rabietas cotidianas, de sus momentos felices.
Las charlas de Ross y Phoebe debatiendo sobre la evolución, o de Phoebe, Joey y Ross imitando a Chandler, o de Chandler azorado ante las nuevas trenzas de Monica evocaban situaciones posibles para quien veía desde el otro lado de la pantalla, ancladas quizás en su memoria reciente, o en un imaginario que era compartido. Estábamos ahí con ellos, porque no nos proponían una aventura extraordinaria o una tragedia de proporciones, sino un ámbito confortable en el que lo propio también era divertido.
Se podrían volver a enumerar los episodios inolvidables: el primer beso de Ross y Rachel en el episodio 14 de la segunda temporada; la prolongada salida al museo en el segundo episodio de la tercera temporada; la disputa de Chandler y Joey con Rachel y Mónica sobre los embriones en el capítulo 12 de la cuarta temporada; o aquel en el que todos se enteran del romance entre Mónica y Chandler en la quinta temporada. También están las frases indelebles como “We Were on a Break!” de Ross justificando su noche de sexo con la chica de la fotocopiadora, o la canción “Smelly Cat” que hizo de la voz de Phoebe un hito de la armonía musical. Así podríamos enumerar decenas, discrepar en el ‘top ten’ de episodios o momentos, refrescar imágenes y volver a reír, discutir con los siempre astutos detractores que creen que con su cinismo pueden desmoronar lo que anida en la memoria para siempre. O también con aquellos que ofrecen una relectura retrospectiva y plena de cancelaciones por los desajustes de aquella historia a los parámetros del hoy. ¿Qué se podría cambiar? ¿El tratamiento de la obesidad en el pasado de Mónica? ¿De las tensiones raciales? ¿Ofrecer una mirada queer en el retrato de la esposa de Ross (que tanto recuerda a Manhattan de Woody Allen)?
Mucho podría ser diferente si Friends se filmara en esta época, en esta era del streaming y las plataformas. O quizás Friends nunca hubiera existido, porque su esencia está atada al espíritu de la sitcom, aún con su humanidad y su colección de transgresiones. Con menos misantropía que Seinfeld, menos humor negro que Los Simpsons, menos excelencia que Los Soprano, la nave insignia de HBO que llegaba en el final de la década para cambiarlo todo.
Pero Friends abordó con humor e ingenio temas que podría haber ignorado, y fueron los propios protagonistas los burlados. El ridículo fue un territorio siempre bienvenido en esa circularidad en la que alguien siempre podía ser el blanco y luego pasar, reírse de sí mismo, reírse con los otros, nunca temerle al poder liberador de la comedia. Eso fue Friends para quienes la disfrutaron y compartieron, y quieres hoy la siguen viendo aunque no habían nacido cuando se emitió por primera vez. Eso fue para aquellos 30 millones de espectadores que la esperaban cada semana desde el otoño boreal de 1994 cuando se emitió por primera vez en la NBC. Treinta años pasaron desde entonces.
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