ENTRETENIMIENTO

Federico Vegas: A veces creo que uno escribe para olvidar

por Avatar Isaac González Mendoza (@IsaacGMendoza)

En uno de los capítulos de Los años sin juicio (Kalathos Editorial) el protagonista recuerda que está preso a pocos metros de su casa. 10 minutos entre la DIM (hoy día Dgcim) de Boleíta Norte y Caurimare. Hay en ese detalle, lamenta, otra crueldad de haber “emigrado” a la cárcel: “Esa mezcla de exilio y proximidad es asfixiante”.

Para no enloquecer, piensa en su vida y en Caracas, e incluso traza en su mente un recorrido por la ciudad, con la que incluso mantiene una conversación imaginaria. “¡Calma!, no te precipites”, le pide la urbe, y entonces avanza por sus calles como si estuviese en un paseo matinal.

Más adelante, ya fuera de prisión, se encontrará con una ciudad apagada, y percibe también la frialdad y distancia de su familia. Ha pasado mucho tiempo. Se siente solo. Después de casi tres años preso, ya alejado de las rejas, todavía se siente solo.

Hace más de 10 años el gobierno detuvo de manera arbitraria, de ese modo lo calificó la ONU, a Herman Sifontes, Juan Carlos Carvallo, Ernesto Rangel y Miguel Osío, directores ejecutivos de Econoinvest. Fueron liberados en diciembre de 2012. Nunca se supo, como ha ocurrido con la gran mayoría de los presos políticos, qué motivó el encierro.

En la actualidad Sifontes, cuya empresa es el origen de la Fundación para la Cultura Urbana y Archivo Fotografía Urbana, se encuentra en España, donde, en una entrevista el año pasado con el diario El País, recordó que crearon Econoinvest “ladrillo a ladrillo para ayudar a pequeños ahorradores” y que haber estado en la cárcel fue como “si hubiera entrado en el infierno”.

Federico Vegas no recuerda cómo surgió la idea de Los años sin juicio. Dice que tal vez la escritura de un libro va borrando su origen a medida que avanza y “convoca sensaciones y puntos de vista”.

Pero sí comenta los motivos que le llevaron a escribir la novela, una narración en primera persona que nada entre la ficción y la realidad. El más literario, explica, podría ser el descubrimiento de su patológico horror a la cárcel. Cuenta que cuando visitaba a Sifontes él parecía el preso mientras el empresario lo calmaba y trataba darle esperanzas. Le decía: “Tranquilo, en un par de horas te podrás ir”.

“También podemos inferir los orígenes por sus consecuencias. Si hoy percibo a Venezuela como una inmensa cárcel que se va reduciendo, ese temor y esa arrechera puede estar entre las fuerzas que me incitaron a escribir”, añade.

“Quizás la escritura de un libro va borrando el momento de su origen a medida que avanza y convoca nuevas sensaciones y puntos de vista. A veces creo que uno escribe para olvidar. Más de un escritor no quiere releer su texto cuando se convierte en libro, y me incluyo, pues no hago más que sufrir. Los párrafos buenos no recuerdo haberlos escrito, mientras los malos insisten en remachar las oportunidades perdidas, los vacíos, los tropiezos, la paja”.  Y agrega: “Claro que por deducción podría encontrar y enumerar algunos evidentes inicios, como las conversaciones y los correos con Herman Sifontes, la insistencia en que él debía escribir la historia de su tres años en prisión, mis visitas a la sede del grupo BAE en San Agustín del Sur y luego a la del DIM en Boleíta, el miedo absurdo y creciente de que por un error en mi cédula no me dejaran salir mientras hacían averiguaciones”.

—Percibí en el personaje de la novela una voz irónica, dura, triste, a la vez nostálgica. ¿Qué opina?

—Vamos a revisar los adjetivos que propones y te agradezco. La “ironía” tiene la desventaja de su mala fama y un cierto parentesco con el cinismo. “Dura” siempre será preferible a blanda, hasta con los espaguetis, pero en temas carcelarios está tan trillada como ese “triste”, tediosamente evidente. Creo que tenemos suficiente con la nostalgia y la ironía, dos actitudes que en las prisiones se amontonan hasta podrirse. Ambas tienen una etimología apetitosa. La ironía tiene entre sus remotos orígenes el disimulo y la ignorancia fingida, dos tácticas de manual en una cárcel. El diccionario propone que es el arte de decir lo contrario de lo que se quiere dar a entender. Si estos sarcasmos no ofrecen con eficacia la interpretación que debemos hacer, la ironía se pierde y prevalece lo que decimos sobre lo que intentábamos sugerir. En otras palabras, puede resultar una trampa capaz de devorarse al preso que pretende ser irónico. La palabra nostalgia tiene el atractivo de parecer arcaica aunque es relativamente nueva. Fue inventada en 1688 por el médico suizo Johannes Hofer, quien juntó nostos (regreso) y algos (dolor) para describir las penalidades de los soldados ausentes de su patria. En la cárcel la nostalgia se exacerba cuando te encierran en la misma ciudad donde vives, pues te encuentras a mil leguas de viaje submarino de un hogar que solo está a unos pocos kilómetros.

—¿Cómo fue para usted ponerse en el lugar de Herman Sifontes?

—Eso fue justamente lo que no hice y he debido hacer. El personaje tenía que ser él o yo, pero fue surgiendo un híbrido incontrolable. Creo que cualquiera de las dos opciones hubiese sido mejor. He debido profundizar en su espíritu, en sus recuerdos, en su dolor, en su alma, y hacer una biografía con tres años de su vida. También hubiese podido partir de su experiencia y crear un personaje ficticio con total libertad. Al final se dio una simbiosis. La generosidad de Herman fue absoluta. Nunca me dijo esto sí, esto no. Alguien dirá que fue un libro por encargo, y tiene razón. Yo terminé encargándoselo a Herman, poniéndolo a trabajar, a recordar, y luego haciendo lo que quería con su drama. Estuve al borde del canibalismo. Digamos que es un Herman en versión Federico. Ha sido una suerte que termináramos más unidos.

—Usted visitó a Sifontes cuando estuvo en prisión. ¿Qué recuerda de ese momento? ¿Siente que logró plasmar lo que él sintió durante todo ese tiempo preso?

—Creo que apenas logré plasmar lo que viví en unas 18 horas divididas en tandas de dos por visita. En total no llegué a estar un día completo en la cárcel. No me acerco, ni nadie podrá hacerlo, a lo que él y tantos otros han sentido en años de prisión que terminan con una despedida:

—Váyanse para su casa

—¿Y mi sentencia, y el veredicto?

—No le pares bolas… Eso lo arreglamos otro día.

—¿Cuál fue el comentario final de Sifontes al leer el libro?

—Creo que no existió esa visión única y final, sino sucesivas lecturas. A todos los capítulos que le enviaba me respondía: “¡Fantástico!”. Y yo feliz mientras él aguantaba el chaparrón de pesadillas y digestiones que conlleva leer sobre los peores momentos de tu vida. Herman es un irredento optimista y yo un insoportable pesimista. Me recuerdo de niño paseando en bicicleta y pensando dónde, cuándo y cómo me iba a caer. A Herman lo imagino arreglando la vieja y vendiéndola para comprarse una mejor.

—Hablamos de un empresario que estuvo preso injustamente, que fundó una de las empresas más importantes del país de la que devino además la Fundación para la Cultura Urbana.

—Los empresarios no suelen poblar la literatura. Los banqueros tienden a ser personajes secundarios con malas o frígidas intenciones. Los que manejan casas de bolsa han emergido como villanos con encanto y sin escrúpulos, tipo Gordon Gekko en Wall Street o Leonardo DiCaprio en The Wolf of Wall Street.  A la hora de escribir me interesan seres menos románticos, menos trágicos, más parecidos a mi áurea mediocridad. Pero el caso es que, lejos de crear un personaje, me vi gradualmente envuelto en la intimidad de Herman. Sus éxitos financieros y culturales lo alejan de ese ser normal, anónimo y anodino que hubiese preferido.

En nuestro país, en nuestra ciudad, al norte y al sur del Guaire, hacer dinero atrae más envidia que admiración. Además, los logros de la Fundación para la Cultura Urbana son impresionantes en la Venezuela del siglo XXI. Ahora mismo tenemos la publicación de la obra de Slavko Zupcic. Gracias a esa Fundación el país tiene quien le escriba y no está como aquel coronel que jugaba con gallos y comía mierda. A mí me atrae más el Archivo Fotografía Urbana, otra iniciativa de Herman. Pensar que los mustios y relegados álbumes familiares, donde está la genuina historia de Caracas, ahora están cuidados, mimados y accesibles, me resulta incitante. En resumen, Herman tiene todas las cualidades que no estaba buscando. El haber sido uno de los fundadores de una casa de bolsa, editor de libros y creador de archivos de nuestra memoria, lo convierten en un paradigma capitalista y cultural, alejándolo del hombre común con el que todo lector puede relacionarse. Kafka sabía lo que hacía cuando inventó esos personajes de los que nada sabemos y reflejan intimidades que ignoramos de nosotros mismos.

—¿Hay un compromiso político o con el país detrás de la escritura de Los años sin juicio?

—Ningún compromiso debe estar detrás de la escritura. Una escritura comprometida suena a solterona que nunca se casa. El compromiso debe ser la meta, no el punto de partida. La escritura puede llegar a generar compromisos. Los compromisos siempre van a generar panfletos.

—Una gran parte de la literatura venezolana ha contado en estos 20 años la historia de un país, un “proyecto país”, que terminó en la ruina. ¿Podría comentar sobre este punto?

—Si eso de comentar significa unirme a una colectiva mentada de madre, ya he intentado desahogarme con ese método y siento una gran pereza. Con respecto a esa historia que en 20 años ha contado nuestra literatura no creo que podemos hablar de “una historia” sino de cientos de pequeñas historias desperdigadas. Me recuerdan el chiste del empresario de circo que se dirige a la audiencia:

—Estimable público. Como el hombre bala está enfermo con diarrea, aquí les va una andanada de enanos.

¿Existe algo que podamos llamar “nuestra historia”, una narrativa que nos convoque y dé coherencia, que nos permita reconocernos y examinarnos? Permíteme contestar con fragmentos de un ensayo que escribí hace meses y al que quisiera volver.

Ante una historia pervertida, que convirtió el proceso de reconocimiento en una exaltación del resentimiento, es evidente la necesidad que tenemos de reencontrar los hilos de nuestro destino. Para los venezolanos esta tarea es tan vital como enrevesada, llena de vueltas y entrecruzamientos, pues nos encontramos en medio de un remolino estancado que ni fluye ni deja de girar.

Una de las dificultades que tenemos para hablar de “nuestra historia” es que no estamos hablando necesariamente de algo colectivo, puede incluir también un tema íntimo, personal. En cambio, para los anglosajones la historia no suele referirse a una sola persona, sino a una colectividad. Es más plural que singular. Nadie dice “the history of my life” sino “the story of my life”.

Nuestra Real Academia abre el compás con una amplitud desconcertante. Primero define la “historia” como la “narración y exposición de los acontecimientos pasados y dignos de memoria, sean públicos o privados”; luego añade entre sus acepciones “lo ocurrido a alguien a lo largo de su vida”, “cualquier aventura o suceso”, las “narraciones inventadas”, las “mentiras o pretextos” y los “cuentos, chismes y enredos”.

Necesitamos escribir una historia que unifique y dé sentido y propósito a nuestras verdades, pero continuamos sumidos en los mismos cuentos y chismes, pretextos y enredos.

—Me gustaría preguntarle por uno de los personajes: el Ingeniero del Mar. ¿Qué opina de un narcotraficante que lee a Eugenio Montejo?

—Lo raro sería que Montejo le vendiera drogas a un narcotraficante. El que un narco lea sus poemas es de una normalidad a la que solo podemos agregar el adjetivo “encomiable”. En Los años sin juicio discuten un secuestrador y un narco. El narco argumenta que él vende lo que la gente quiere mientras el secuestrador les quita lo que más aprecian. Los narcos son notorios y taquilleros por el éxito desmedido que genera vender lo que está prohibido pero muchos idolatran. Esta culebra que se muerde la cola los ha convertido en personajes de películas, rancheras y cumbias.

Mientras veía la serie El patrón del mal, le daba a forward cuando aparecían los buenos y me relamía de gusto y grima cuando salían los malos. La ley y la sociedad se las han ingeniado para esculpir un Dios maldito

—Por cierto, ¿qué tanto en la novela es ficción y qué tanto es realidad? Hay personajes conocidos, como el exguerrillero Julián Conrado, hoy día alcalde de Turbaco, en Colombia.

—Con el trabajo que me costó borrar la frontera entre la realidad y la ficción, ya no tengo fuerzas para revisar episodios y revelar secretos. Lo que sí no es ficción es que Julián Conrado le caía bien a sus compañeros de presidio, a los guardianes y también a este inesperado cronista (aunque solo lo tomé en cuenta por un par de capítulos), así que nada me extraña que haya llegado a alcalde.

—Su obra justamente suele nadar entre la ficción y la realidad. Pienso en su célebre novela Falke y el cuento “Mercurio”.

—Has dado en el blanco con el verbo nadar. Yo añadiría que conviene hacerlo en cuatro estilos para tener lo mejor de los diferentes estilos: meterle el pecho a la vida e imitar el vuelo de una mariposa a punto de ahogarse, ver unas veces el fondo y otras el cielo.

—Cerrando la novela una de las conclusiones a la que uno llega es que quien sale de la cárcel, sin importar el tiempo, termina en una profunda soledad. ¿Sintió eso usted mismo a medida que conversaba con Herman Sifontes?

—La diferencia principal entre la cárcel por casa y la casa por cárcel es tener un baño propio. A medida que llegaba al final trataba cada vez con más ahínco de separar el protagonista de Herman, pero sí, ambos regresaron a una casa solitaria. Al menos, era más fácil y más grato visitarlo.

—Otra reflexión que nos deja, ya en el epílogo, es que de algún modo usted sostuvo un diálogo con lo ocurrido hace décadas con su hermano. ¿Piensa en escribir esa historia en algún momento? ¿Ha trabajado en ella?

—No he trabajado en ella. He hecho todos los esfuerzos para alejarme de una tragedia fuera de proporción. Recuerdo a mi padre, medio dormido, recogiendo temprano en la mañana el periódico que dejaban en la puerta de la casa. Revisaba de un vistazo la última página e inmediatamente lo tiraba a la basura. Eso sucedió por meses.

—Para usted, ¿cómo ha sido el transcurrir por esta pandemia? ¿Es beneficiosa, como algunos dicen, para la actividad creativa?

—Creo que fue García Márquez quien dijo que un escritor debe ser monje de día y puta de noche. La dosis monacal se nos ha exacerbado extendiéndose a la solitaria plenitud de la noche.

—Los artistas siempre están detrás de un gran proyecto, uno pendiente. Para algunos escritores eso suele ser una novela total. ¿Usted piensa en eso? ¿Es algo que ya ha logrado?

—Quizás ya hice la novela de mi vida. Falke es un patrimonio que a veces me da densidad y otras veces me abruma. La encuentro fabulosa. No le quitaría ni le pondría nada. Lástima que fue la primera y no la última. Pero, ¿quién sabe? A lo mejor un día el viejo sorprende al joven.

—¿A los 70 años mira hacia el pasado? ¿Piensa en cosas que hubiera o no hecho? ¿Hay arrepentimientos de alguna decisión?

—El pasado ocupa en mi vida aproximadamente 80% más de espacio que el futuro y tiene la ventaja de ofrecerme recuerdos, experiencias y hasta algunas huellas en la piel. Lo que no me ofrece es un solo instante para trabajar. El pasado es supremamente egoísta con el tiempo que acumulaste, el futuro en cambio es esplendido y generoso con el tiempo que se esfuma.

—¿Qué ha leído últimamente de escritores venezolanos que le haya llamado la atención? ¿Qué opina de los nuevos escritores?

—Me cuesta mucho leer lo nuevo. Cada vez me hago más consciente de todo lo que no leí en los años con más fuelle, mejor vista y más voracidad. Tenemos la suerte de contar con libros que han prevalecido a través del tiempo, y no hay mejor crítico que los siglos de los siglos, amén. Además, por una lógica que agradezco, mientras más mustio el libro y antiguo su autor se van haciendo más baratos. Sufro con la culpa de no haber leído a Faulkner y desistido de Proust, y trato de redimirme releyendo a Nabokov y Borges. Pero sí leí la novela de un autor que fue una vez joven y supo aprovecharlo, Camilo Pino. Su Crema Paraíso me entretuvo y me trajo de vuelta. Se lo agradezco. Hay otros libros que te divierten y te dejan a la deriva.

—¿Dónde está viviendo actualmente? ¿Está trabajando en algún proyecto que quiera comentar?

—Estoy viviendo fuera de Venezuela, en un país inasible y un estado de ausencia que es el resto del mundo. Mi familia está desperdigada. Ayer vi una vieja foto familiar de cuando vivían mis padres y traté de llorar, o de evitar esas lágrimas tan secas que duelen. Es tan cierto que la familia es la base de la sociedad y, por lo tanto, de la nación, y del continente y del planeta. No hay relación más natural, lazos más constantes, intercambios más profundos, consecuencias más fructuosas para el sexo, el cariño y el amor. Para dar un ejemplo: en toda familia siempre hay una o dos primas muy bellas.

Los sátrapas, utilizo esta palabra con aprensión, pues en persa significaba “quien cuida la tierra”, y los nuestros la han arrasado. Exprimen con saña las venas abiertas de Venezuela. Han logrado separar las familias, dividirlas. Ni siquiera han sido lo suficientemente perversos para que las familias emigren en bloque.

Nada une tanto a una familia como un hijo poeta, todos se unen en su contra. Nada separa tanto a una familia como un gobierno de insaciables, todos se disgregan a su favor.

Con respecto a proyectos futuros, tengo un ensayo en camino: El País del retorno.

Cuando a mi abuela le preguntaban qué pensaba del futuro respondía:

—Solo sé que mañana en la tarde voy a jugar canasta con Inés, Antonia Pacheco y Rosarito.

Ciertamente no era una pitonisa, pero sí lo suficientemente precisa y sincera para no crear falsas expectativas.