Necesito distanciar esta aglomeración, deletreándola y separándola con guiones cortos: cero-dos-ocho-seis. Luego de este fraccionamiento, para hacerla más “legible”, me olvido de las palabras y transformo el título en números naturales: 0286. Lo diré de inmediato: qué extraña manera de nombrar un libro. Motivos tendrá su autor, el poeta Francisco Arévalo. Un único impulso, si chequeamos que Arévalo proviene de San Félix, estado Bolívar. Allí se aclara parte de la duda. Se trata del código de área del municipio Caroní. No seré tan previsible para aseverar que Cerodosochoseis (Bid&Co, 2014) se circunscribe en aspectos exclusivos de esa franja del país. Aspectos tales como lugares ubicables en los mapas, temas, ríos, olores o ingredientes típicos de la idiosincrasia bolivarense. Eso sería mutilar el libro, quitarle gran parte de sus motivaciones. Dejaré que un verso suyo así lo confirme: “Estarás sentada a la diestra de tus deseos reprimidos”.
Francisco Arévalo ha publicado tres novelas, así como dos colecciones de cuentos; no obstante, es en el género de la poesía donde ha ofrecido lo más extenso de su producción –aproximadamente diez títulos, según la información que he podido recabar en algunas solapas de sus libros más recientes–. Tuve la oportunidad de conocerlo el año pasado, en un par de mesas compartidas durante el Festival de Poesía de Maracaibo. Hombre sencillo y gentil: me obsequió dos poemarios suyos, recientes y dedicados. Semanas después de aquel evento e instalado cada uno en sus cotidianidades (él en San Félix y yo en Valencia), aún con la grata experiencia de los recitales y las tertulias, intercambiamos algunas llamadas telefónicas y no sé si algún correo electrónico.
Cerodosochoseis zigzaguea en las zonas de la antipoesía, el desgaste deliberado y la espontaneidad que no rehuye los desniveles y los descensos expresivos. Es su riesgo, y casi se diría que es parte de su propuesta poética. De esa manera los versos se suceden: son diáfanos o escabrosos (“Vengo ríspido del fatigoso escondrijo”); coloquiales o formales; delicados o ligeramente rudos, amatorios o escatológicos (“El bagre comemierda tragando estrellas”); súbitos, casi automáticos o macerados. Y está su ciudad, esa gran aglomeración urbana y natural que actúa y confirma que “Hay mística de carretera en el desgaste”. También están “Las hilachas domésticas convertidas en pensamiento”. Nada se desecha o se arroja al cesto de la basura. No hay palabras legitimadas: valen por su función, porque retratan el despojo, los basureros, las casas bien vestidas y ordenadas.
Cerodosochoseis no busca complacencias inmediatas. No pide de nosotros total adhesión. Más bien diría que trata de incomodarnos, de sacarnos de nuestro círculo de almohadones (ya extintos, aniquilados en nuestros días aciagos). Y siempre el país, la tragedia como tema central de gran parte de la poesía escrita en Venezuela, por quienes aún la habitamos y por quienes ya forman parte de la gran diáspora de este siglo: “Quién se apoderó de nuestro camino / Cuando el final es un injerto calloso”. Lo áspero, una vez más, es nuestro tacto definitorio, característico. Es la piel que se endurece por los golpes y la impunidad. A fuerza de detonaciones sin culpables. No parece haber un responsable (el engaño es ley) y el camino es incierto, irregular, abisal. Siempre la aterradora vigencia: “Cuando las voluntades están torcidas / por tanta sangre cansada / qué terrible y difícil es el oficio de olvidar”.
Arévalo se enfrenta al lenguaje como una manera de confrontar más directamente la realidad; un lenguaje que, con mayor o menor riqueza, procura expresar la vida tal cual es. La satirización que pone de manifiesto va en esa trayectoria: cierta noción de vulgaridad adquiere dimensiones de rebeldía justificada. Lo más usual, entonces, es la expresión antirretórica para hacerle frente a los discursos dominadores, no para erradicarlos o para creer que se pueden socavar actuaciones despóticas con versos contestatarios. Con este tipo de obras se reafirma un reducto íntimo que no se encorva ante coacciones: la libertad que el poeta pone a prueba en cada poema. A propósito de todo esto, traigo a colación unas palabras de Alfredo Bryce Echenique, unas palabras que encontré en Crónicas perdidas, libro que por estos días ha captado mi total interés: “Los libros a veces han logrado hacer algo, pero si fuesen armas sus denuncias ya no debería quedar una sola sociedad injusta en el mundo”.
No podía ser de otro modo: como buen guayanés, el poeta se encarga de reafirmar los escenarios naturales; por eso no puede faltar la soberbia presencia de los ríos Orinoco y Caroní. Tan inevitables como El Ávila o el lago de Maracaibo, por ejemplo, y tantas otras compañías geográficas. No es casual, entonces, que la voz poética nos exhorte enfáticamente: “Levanta la cortina para que veas el cielo telerañoso / Sonoro y determinante cuando se empata al río”.
Cerodosochoseis nos da una impresión descreída, que no confía o que ha ido perdiendo la confianza en los discursos habitualmente utilizados. Un verso parece negar a sus antecesores. Una estrofa se mofa, enmienda, enfatiza o niega a la estrofa anterior o a la que le sucede. La continuidad entre un verso y otro no parece existir, pues las mayúsculas al inicio de cada línea indican un nuevo comienzo, una autonomía o independencia. O ambigüedad. Es necesario seguir ese compás, desconfiadamente, para notarlo. Debemos entender la carencia de puntuación como un convite. Arévalo camina con intermitencia surreal para apoderarse de un escenario urbano, rural, con sus implicaciones sociales.
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